Guido Ceronetti
Aparentemente muerto de cáncer en La Habana, el asesino de
Trotski es en realidad un demonio de grado medio a quien sin lugar a dudas se le
encargarán, un día, nuevas misiones sobre la tierra. Sin darse cuenta, Marie
Craipeau, que lo conoció en París junto a Sylvia Ageloff, hace de Jacques
Mornard el retrato de un perfecto demonio. El buen Jacques, naturalmente no se
llamaba ni Jacques ni Monard, y tal vez ni siquiera Mercader, último
puerto de su identificación anagráfica. Es verdaderamente el diablo de los
cuentos: hermoso, simpático, vacío, que nunca anda escaso de dinero aunque no
haga nada; seduce a los espíritus débiles (como Sylvia), pero entumece a los
fuertes en un indefinible gesto de sospecha. Hay algo en él que no cuadra, y
sin embargo… Se traslada con facilidad de un continente a otro: en Nueva York nada
en abundancia de dólares, igual que de francos en París; la víctima designada
lo conoce por el nombre de Jackson. En el momento oportuno, el fatuo enigmático
consigue insinuarse entre muros erizados de fusiles, y vigilados por
desconfiadísimos ojos, como solamente un demonio puede hacerlo, y ejecuta su
misión: vibra el golpe mortal de la piqueta. Inmediatamente lo acoge una cárcel
materna, donde pasa años tranquilos y serenos. En 1960 un avión viene a
propósito de Praga para llevárselo: sus amos soviéticos, no sabiendo que el
hermoso Jacques era intocable desde que nació, creían que debían proteger de
posibles venganzas trotskistas a su sicario ejemplar. Vivirá aún dieciocho
años, sin ocupación ni problemas, en espera del encargo que los arcontes
invisibles le confíen cuando se apaguen, por fin, las luces del Mausoleo de
Lenin.
Traducción: J.A. González Sainz
Tomado de El silencio del cuerpo, Acantilado, 2006.
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