Giorgio Agamben
From
the wreckage of Europe, ego scriptor
Canto
LXXVI
No es posible entender la obra de Pound si
no se la coloca en su propio contexto. Este contexto coincide con una fractura
sin precedentes en la tradición occidental, una fractura de la que Occidente no
sólo no ha salido todavía, sino de la que ni siquiera podrá salir si antes no
está en condiciones de medir su alcance, decisivo en todos los sentidos.
Después del final de la Primera Guerra Mundial era patente, para quien había
conservado la lucidez, que algo irreparable se había producido en Europa, y que
el nexo entre pasado y presente se había roto. Que los primeros en darse cuenta
hayan sido los poetas y los artistas no debe sorprendernos, porque es a ellos a
quienes incumbe en todo tiempo la transmisión de aquello que nos es más valioso
la lengua y los sentidos. Ni siquiera se puede plantear el problema de las
vanguardias poéticas del siglo xx si no se entiende, primero, que son el
intento de responder —con mayor o menor consciencia, según los casos— a esa
catástrofe: no tienen relación con la poesía y las artes, sino con su radical
imposibilidad, con la disminución de las condiciones que las hacían posibles.
La transposición en términos estético-mercantiles de la crisis epocal que se
había expresado en las vanguardias es, por ello, una de las páginas más
vergonzosas de la historia de Occidente, de la que los museos de arte
contemporáneo representan hoy la más extrema e indolente propagación. Aquello
en donde estaba en juego la posibilidad misma de la poiesis y,
por tanto, la supervivencia del ser humano como ser espiritual, se redujo a un
fenómeno de moda y fue liquidado de una vez por todas bajo la forma de
producción de nuevas mercancías. Existen tres momentos decisivos —al menos en
la perspectiva que nos interesa— en la poesía en lengua inglesa del siglo xx.
El primero, La tierra baldía (1931),
nacido de la estrecha colaboración entre Eliot y Pound («il miglior fabbro», a
quien el poema está dedicado), ha sido leído como un texto enigmático y
profundo, cuya comprensión necesitaba un desciframiento preliminar de sus
densas estructuras ocultas. Se trata, en realidad, de un collage de
frases y figuras provenientes de toda la historia de la cultura occidental (no
sin agregados orientales), en donde se suceden la Sibila cumana y el Grial,
Ludovico II de Baviera y el Rey pescador, Tiresias y san Agustín, Filomela y la
baraja del tarot, los sermones del Buda y Gérard de Nerval, Dante y las
Upanishad, Ovidio y Flebas el fenicio... Estos fragmentos no se componen, como
sugería Curtius, paragonando a Eliot con un poeta alejandrino, en un mosaico
inteligible están, más bien, dadaísticamente aislados y sin ninguna
correspondencia recíproca, porque su único sentido consiste en su
incomprensibilidad. Los intentos de los intérpretes de sacar a la luz un significado
oculto a través del paciente, inagotable inventario de las fuentes, sólo pueden
fracasar. La «tierra baldía» es, de hecho, la tierra de la cultura occidental,
cuya tradición se ha interrumpido, y al poeta sólo le queda juntar, más o menos
al azar, los restos: these fragments I shored against my ruins,
concluye Eliot, actuando aquí ciertamente como un filólogo alejandrino que
recoge los fragmentos que escaparon al incendio de la gran biblioteca.
Luego está Finnegans Wake (1989).
Aquí también entra en juego, literalmente, toda la historia de la cultura
occidental, de la Biblia al vaudeville, de la liturgia eucaristica
al Libro egipcio de los muertos. A diferencia de La tierra
baldía —con el que el libro comparte la técnica del montaje—, la ruina
aquí involucra también a la lengua, que, en una especie de irónica 9 parodia de
la gramática comparada, funde bajo una ilegible corteza anglosajona lenguas y
tiempos diversos, del hebreo al celta, del griego al italiano, del alemán al
latín y del ruso al danés. Inténtese leer el texto utilizando la Readers
Guide de W. Y. Tindall (William York Tindall, A header's Guide
to Finnegans Wake, Nueva York, Syracuse University Press, 1969): que
explica casi cada palabra restituyéndola puntillosamente a sus disparatados
componentes. Para el lector inteligente, el libro no se vuelve por ello más
comprensible. Por el contrario, ahora está en condiciones de apreciar
plenamente el sin sentido. Es posible que, como sugiere el comentador, la
operación resulte divertida: se trata, sin embargo, de una risa conscientemente
cruel, desde el momento en que aquí se trata, nada menos, que de la ruina y el
volverse opaca para sí misma de la tradición teológica, filosófica y poética de
Occidente. Lo que se propone en la lectura es una imposibilidad de leer de la
escritura que se transmite los estudiantes han perdido el significado.
En 1951, David Jones publica
los Anathemata (también este libro, como los dos precedentes,
se publica en Faber & Faber, es decir, con el imprimatur de
Eliot). También esta vez, el poema, atestado de glosas en varias lenguas,
abraza la historia entera —y hasta la prehistoria— de la cultura. Nos interesa
aquí particularmente la divisa que Jones escoge como emblema de su poética, la
frase de Nennio, coacervavi omne quod invení, «he apilado todo lo que he
encontrado» (I have made a heap of all that I could find). (David
Jones, Anathemata, Londres, Faber & Faber, 1951, p. 9). La
tradición que Jones tiene frente a sí y con la que trabaja, del Mabinogion al
Canon de la misa, es una desmesurada mezcolanza de fragmentos, y el poeta que
debía transmitirla sólo puede hurgar ahí y nuevamente acumular los desechos,
sin que nunca emerja un sentido para orientarlo en su incesante labor. Por
ello, el libro —dice el subtítulo— contiene sólo fragments of an
attempted writing. Decisivo no es lo que se transmite, sino el acto mismo
de la transmisión, aun cuando ese acto resulte carente de sentido.
Es importante no pasar por
alto la tarea paradójica que los poetas se proponen aquí. La tradición
religiosa, filosófica y poética no es convocada, como hasta entonces había
ocurrido, por su capacidad de nutrir y orientar la vida y la palabra de los
hombres sino, por el contrario, precisamente porque parece haber perdido esa
capacidad. Lo que se exhibe es precisamente esa pérdida. De ahí el efecto de
extrañamiento y de desintegración tan característico del procedimiento de las
vanguardias. De ahí, también, su fácil tergiversación en términos estéticos,
como si se tratara todavía de obras de arte, sólo que más insólitas y nuevas.
El diagnóstico de la situación de
aquella época es lo que está en el centro del intercambio epistolar, en 1984,
entre Benjamin y Scholem a propósito de Kafka. Según Scholem, Kafka tiene
frente a si una tradición -una ley, en términos judíos- que «rige, pero no
significa», una especie de «nada de la revelación», donde la tradición está
reducida «al punto cero de su contenido» y, sin embargo, no desaparece. Los
estudiantes, de los que habla Kafka, «no son estudiantes que han perdido la
escritura..., sino estudiantes que ya no pueden descifrarla». (Walter
Benjamin y Gershom Scholem, Bnefwechsel, Frankfurt am Main,
Suhrkamp, 1980, p. 175). A esa «vigencia sin significado», Benjamin objeta
que una tradición que ha perdido su contenido deja de existir y se confunde con
la vida, esa vida, precisamente, que en la novela de Kafka es vivida en el
pueblo que está en las faldas del monte donde se aka el castillo. Volviendo,
cuatro años después, sobre el problema de la tradición, Benjamin precisa su
diagnóstico. Aquello con lo que Kafka debe enfrentarse es una «enfermedad de la
tradición» en la que ésta ha perdido su verdad. En esta situación, «el genio de
Kafka es que él ha intentado hacer algo absolutamente nuevo ha sacrificado la
verdad para mantenerse fiel a la transmisibilidad» (Ibidem, p. 1). La respuesta
de los poetas a la enfermedad de la tradición —así parece sugerirlo Benjamin—
es renunciar a lo que se transmite —la verdad— en favor de la transmisión. Pero
una poesía que no transmite nada que no sea ella misma, ¿es todavía poesía? ¿O
nos encontramos aquí, más bien, frente a algo para lo que no tenemos nombre y
que sólo por pereza y miedo llamamos todavía poesía y arte?
Sólo en este contexto problemático
la obra de Pound —al menos a partir de los primeros Cantos— se
vuelve inteligible. Él es el poeta que se ha colocado con mayor rigor y casi
con «absoluta desfachatez» (unmitigated gall) frente a la catástrofe de
la cultura occidental. Mucho más decididamente que Eliot, Pound vive en esa
«tierra baldía», un inferno que, como sugiere en el Canto XLVII, no es posible,
como ha hecho el «reverendo Eliot», «atravesar rápidamente». Pero justo por
eso, para él «todas las edades son contemporáneas» (Ezra Pound, Selected
Prose 1909-1965, Nueva York, New Directions, 1973, ρ.21), puede
referirse inmediatamente a la historia entera de la cultura, de Homero a
Cavalcanti, de Mani a Mussolini, de Dante a Browning, de Perséfone a Woodrow
Wilson, de Confucio a Arnault Daniel. «Sólo Pound», dijo Eliot, «es capaz de
verlos como seres vivos», siempre y cuando precisemos que, en los Cantos,
son en realidad sólo pedazos que emergen por un instante del Leteo e
incesantemente se sumergen en él. Furio Jesi definió una vez el universo
poético de Pound como la «transformación en escombros de los objetos de amor
que ya no se consideran vitales». (Furio Jesi, Letteratura e mito,
Turin, Einaudi, 1968, p. 309* [Existe edición en español: literatura y mito,
Barcelona, Seix Barrai 1972]. Si la tradición es accesible sólo como lasca y
fragmento, el poeta en busca de formas —venator formarum— no ve frente a
sí más que escombros —aun si éstos están, al menos para él, vivos y vitales
precisamente como fragmentos—. Su canto inaudito está tejido con esos pedazos
que, una vez agotada su función, no sobreviven. De ahí la impresión de
artificiosidad, tantas veces reprochada de forma injusta a su poesía Pound
procede como un filólogo («También atravesé el pantano de la filología»,
escribió en The Spirit of Romance, p. 14) que, en la crisis
irrevocable de la tradición, intenta transmitir sin notas a pie de página la
imposibilidad misma de la transmisión. En el verso del Canto LXXVI en el que
Pound se evoca a sí mismo frente al naufragio de Europa (From the wreckage
of Europe, ego scriptor), scriptor obviamente debe
entenderse como «escriba», no como escritor. Frente a la destrucción de la
tradición, él transforma la destrucción en un método poético y, en una especie
de acrobática destructio destructionis, imita todavía, como scriptor,
un acto feliz de transmisión. En qué medida logra esto, quiero decir, en qué
medida el texto ilegible —en el que un ideograma chino está junto a una palabra
griega y un vocablo provenzal responde a un hemistiquio latino— puede ser
verdaderamente leído, es una pregunta a la que no es posible responder de forma
superficial. La verdad y la grandeza de Pound coinciden —es decir, se
establecen y caen— con la respuesta a estas preguntas.
De ahí la importancia de sus
escritos en prosa, en los que Pound expone sus ideas sobre la poesía, sobre la
economía y la política. Esos escritos son hasta tal punto una parte integrante
de su producción poética que se ha podido afirmar con razón que «los Cantos son
obviamente la exposición de una teoría económica que busca en la historia una
ejemplificación». (Alfredo Rizzardi, en Ezra
Pound, Canti pisani, Parma, Guanda, 1957, p. xxix). Como un poeta arcaico,
Pound se siente responsable del entero paideuma (como a él le
gusta decir, usando un término de Frobenius) de Occidente en todos sus
aspectos. «Usura», «dinerolatría» y, al final, «avaricia» son los nombres que
da al sistema mental —simétricamente opuesto al «estado mental eterno» que,
según el primer axioma de Religio, define la divinidad— que ha
determinado el colapso y que domina todavía hoy —mucho más que en su tiempo— a
los gobiernos de las democracias occidentales, dedicados concordemente, aunque
con mayor o menor ferocidad, al «asesinato por medio del capital» (murder by
capital, Selected prose, cit., p. 227). No es aquí el lugar
para valorar en qué medida, a pesar de sus ilusiones sobre los «pueblos
latinos» y sobre el fascismo, las teorías económicas de Pound son aún actuales.
El problema no es si la genial moneda de Silvio Gesell, que tanto lo fascinaba
y sobre la cual, para impedir su atesoramiento, se debe aplicar cada mes un
gravamen del por ciento de su valor, sea más o menos realizable: decisivo es
más bien que, en las intenciones del poeta, aquélla denuncie la «posibilidad de
estrangular al pueblo a través de la moneda», posibilidad que él veía, no sin
razón, en la base del sistema bancario moderno. Que el poeta que ha percibido
con la mayor agudeza la crisis de la cultura moderna haya dedicado un número
impresionante de opúsculos a los problemas de la economía es, en este sentido,
perfectamente coherente. «Los artistas son las antenas de la raza. Los efectos
del mal social se manifiestan sobre todo en las artes. La mayor parte de los
males sociales son, en su raíz, económicos». (Ibidem, p. 229).
Escrito para la edición Dal
Naufragio di Europa de Ezra Pound, publicada por Neri Pozza en 2016,
es el prólogo a Cantos de Ezra Pound (trad. Ernesto Kavi) en
la traducción de Jan de Jager, edición Sexto Piso, México, Madrid, 2018.