Agustín Espinosa
Un sombrero es una cosa de
superior importancia.
Desde un andamio demasiado alto de una casa en
obras lo veía caído abajo, en medio de la calle, esperando a pie firme la hora
próxima de una cita exacta. Estuvo a punto de perecer varias veces bajo varias
ruedas de automóvil. La brisa de la tarde le libertó de una colilla de cigarro
que hubiera terminado perforándole el ala. Un escupitajo cayó cerca de él, que
le salpicó, aunque sólo de modo muy ligero. El fino zapato de ante de una
muchacha rubia le rozó suavemente, y yo vi el sombrero que se estremecía hasta
la copa, dolorido de un sexo formado por asociación de úlceras recientes.
Casi oscurecía, cuando apareció en una esquina
un hombre destocado. Atravesó con presura la calle, y, al pasar junto al
sombrero, se agachó disimuladamente, lo recogió del suelo y se lo ladeó sobre
la oreja izquierda. Luego se perdió más abajo, entre la muchedumbre,
constituida a aquella hora exclusivamente por oficinistas y obreros recién
salidos del trabajo. Salté hasta el balcón, llamé a mi hermana y salimos
juntos, sin que ni una sola palabra se cruzara entre nosotros. La llevaba de la
mano como a niña de seis años, cuando tenía ya más de cuarenta. La aupaba a los
tranvías sin grandes esfuerzos; la arrastraba más que acompañarla, porque, a
pesar de su obesidad indiscreta, era tan baja que nunca llegó a pesar casi
nada.
Caminamos así durante varias horas a través de
la ciudad. Al final de una calle pequeña, pero tan ancha que, a aquella hora
sobre todo, tomaba aires provinciales de plaza, estaba la sombrerería que
buscaba. Lo reconocí rápidamente, por su cara de suicida y por una
imperceptible quemadura de cigarro junto al lado. Mi hermana se oponía a
ponerse aquel sombrero de hombre, alegando que era un sombrero de hombre. Yo
traté inútilmente de convencerla de lo arbitrario de una teoría que quería
diferenciar sexos ya bien diferenciados. Abusando únicamente de mis fuerzas,
logré ponerle el sombrero, que, como le estaba algo estrecho, le congestionaba
cruelmente el rostro y le alargaba aún más las arrugas de la frente. Debí de
hacerle mucho daño, porque cuando salimos de la sombrerería lloraba. Al
amanecer era encontrado en una alameda de las afueras el cadáver de una niña de
seis años. Llevaba puesto un sombrero de hombre sujeto por un grueso alfiler,
que, perforándole ambos parietales, le atravesaba la masa encefálica.
Agustín Espinosa (1897-1939). Poeta y prosista
canario. Medio surrealista, obsesionado con el crimen, uno de los más
interesantes de la vanguardia española. Entre sus libros: Lancelot 28º. 7º (1928), Crimen (1934) y Media hora jugando a los dados.