Augusto Monterroso
Cuando cumplió cincuenta y cinco años, el
profesor Fombona había consagrado cuarenta al resignado estudio de las más
diversas literaturas, y los mejores círculos intelectuales lo consideraban
autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus
traducciones, monografías, prólogos y conferencias, sin ser lo que se llama
geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podrían constituir en caso
dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, máxime si
ese caso fuera, digamos, la destrucción de todas las bibliotecas existentes.
Su gloria como maestro de la juventud no era
menor. El selecto grupo de ávidos discípulos que comandaba, y con el que
compartía una que otra hora por las tardes, veía en él un humanista de
inagotable erudición y seguía sus indicaciones con fanatismo incondicional, del
que el propio Fombona era el primero en asustarse: más de una vez había sentido
el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia.
El último, Feijoo, apareció tímidamente. Un día.
Con cualquier pretexto, se atrevió a reunírseles en el café. Aceptado en
principio por Fombona, más tarde se incorporó al grupo como todo buen neófito:
con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin
embargo, pasados algunos días y vencida en parte la timidez inicial, se decidió
al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos él mismo, acentuando con
entonación molestamente escolar las partes que creía de mayor efecto. Después
doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los metía en su cartapacio y jamás
volvía a hablar de ellos. Ante cualquier opinión, favorable o negativa,
desarrollaba un silencio oprimido, molesto. Inútil consignar que a Fombona esos
trabajos no le parecían buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza
poética oculta pugnando por salir.
La inseguridad de Feijoo no podía escapar a la
felina percepción de Fombona. Muchas veces lo pensó con detenimiento y estuvo a
punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba);
pero una resistencia extraña que no llegó nunca a comprender, o que trataba por
todos los medios de ocultarse, le impedía pronunciar esas palabras. Por el
contrario, si algo se le ocurría era más bien una broma, cualquier agudeza
sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Decía que eso
«descargaba la atmósfera» haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero
un acre remordimiento se apoderaba siempre de él inmediatamente después de
aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con más
esmero. Sin duda porque él mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de
escribir versos, y un rubor invencible -tanto más difícil de evitar cuanto más
combatido- le subía al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes
composiciones. Aún ahora, cuando cuarenta años de tenaz ejercicio literario
-traducciones, monografías, prólogos y conferencias- le deparaban una seguridad
antes desconocida, rehuía todo género de alabanzas, y los elogios de sus
admiradores eran para él más bien una constante amenaza, algo que en secreto
imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto huraño, o superior.
Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a
ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo decían, pero
en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por
convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que
el mismo Fombona se entusiasmó, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que
a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante
lo insólito de ese inesperado incienso fue más visible y penoso que nunca. Evidentemente
sufría por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona
guardó silencio no tenía nada que perder; ahora su obligación era superarse a
cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de
aliento.
Desde entonces le fue cada vez más difícil
mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de
Fombona se transformó en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la
capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asaltó ya no sólo ante
los demás, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona
equivalía un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo
no se sintió ya con fuerzas para afrontar. Pertenecía a esa clase de personas a
quienes los elogios hacen daño.
En Daysie's el café no es muy bueno y
últimamente lo contamina la televisión. Saltemos sobre la ingrata descripción
de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a
ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni
mucho menos a oír las conversaciones de los graves empleados de banco que en
las tardes, a la hora del crepúsculo, gustan dialogar, llenos de la suave
melancolía propia de su profesión, acerca de sus números y de las mujeres
sutilmente perfumadas con que sueñan.
Iturbe, Ríos y Montúfar charlaban sobre sus
respectivas especialidades: Montúfar, Quintiliano; Ríos, Lope de Vega; Iturbe,
Rodó. Al calor de un café que la charla había dejado enfriar, Fombona, como un
director de orquesta, señalaba a cada uno la nota apropiada, y extraía una y
otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas
manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la
posteridad estaría en aptitud de saber que hubo una coma que Rodó no puso, un
verso que Lope encontró prácticamente en la calle, un giro que indignaba a
Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegría que esos aportes eruditos
despiertan siempre en las personas de corazón sensible. Cartas de primordiales
especialistas, envíos de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia
anónima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos
grandes hombres distantes en el tiempo y en la geografía. Esta variante, aquella
simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la
importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad.
Feijoo, según su costumbre, llegó en silencio y
se colocó de inmediato al margen de la conversación. Aparte de conocer bien a
Lope de Vega (aunque conocer «bien» a Lope de Vega era algo que Fombona no
creía posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia
precisa entre Quintiliano y Rodó. Resultaba fácil ver que se sentía molesto y como
disminuido.
Fombona consideró propicio el momento. Como
solía en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolongó por varios
minutos. Después, sonriendo un poco, dijo:
-Dígame, Feijoo, ¿recuerda aquella cita de
Shakespeare que trae Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida?
No; Feijoo no la recordaba.
-Búsquela; es interesante, puede servirle.
Tal como lo esperaba, al día siguiente Feijoo
habló de aquella cita y de su torpe memoria.
Unamuno dejó de ser tema de conversación por
algunos días. Y Quintiliano, Lope y Rodó tuvieron tiempo de crecer
considerablemente.
Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo:
-Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted
que conoce tan bien a Unamuno, ¿recuerda cuál fue su primer libro traducido al
francés?
Feijoo no lo recordaba muy bien.
El sábado y el domingo siguiente no se vieron.
Pero el lunes Feijoo proporcionó ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta.
Desde ese día inolvidable las conversaciones
adquirieron un nuevo huésped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y
cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprimía una vaga tristeza en
los rostros de todos, Feijoo pronunció por primera vez, clara y distintamente,
el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel
armonioso sistema, había encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje.
Desde entonces los unió algo que antes no compartían: el afán de saber, de
saber con precisión.
Fombona volvió a gozar el deleite de sentirse
maestro, y un día y otro imprimió un nuevo signo en aquella dócil materia. ¡La
indecisión de Feijoo encajaba tan fácilmente en la indecisión de Unamuno! El
tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno filósofo, Unamuno
novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre.
Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y él, Fombona,
encauzando esa vida, haciéndola una prolongación de la suya. Imaginaba a Feijoo
en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su
horror a la creación. ¡Qué seguridad adquiriría! Cómo en adelante aquel querido
muchacho temeroso podría enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a través de
Unamuno. Y se vio a sí mismo, cuarenta años atrás, sufriendo avergonzado y solo
por el verso que se negaba a salir, y que si salía era únicamente para
producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo
volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones,
monografías, prólogos y conferencias -que constituirían, en caso dado, una
preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo- bastarían a
compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no
se atrevió nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprimía sus
hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a
intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, escápate, escápate
de mí, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar.
Cuando Marcel Bataillon nos visitó hace unos
meses, Fombona les propuso organizar una reunión para agasajarlo y hablar de
sus libros.
En la pequeña fiesta Bataillon se interesó
vivamente por los nuevos poetas, por la investigación literaria, por la
pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tomó a Feijoo por el brazo
(creyó percibir una ligera resistencia que fue vencida más por la autoridad de
su mirada sonriente que por la fuerza), se acercó al distinguido visitante y
pronunció despacio, con calma:
-Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es
especialista en Unamuno; prepara la edición crítica de sus Obras completas.
Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres
palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto,
mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo.
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