Jorge Edwards
El título de esta crónica es el
de un texto en prosa de Charles Baudelaire, el poeta de Las flores del mal, uno de los más grandes precursores de la poesía
moderna, maestro de figuras tan contradictorias y de tanta envergadura como el
inglés T. S. Eliot y el chileno Pablo Neruda. Baudelaire escribió fragmentos
sueltos, bautizados por él como “poemas en prosa” y reunidos en su libro El spleen de París. Pues bien,
Baudelaire, además de poeta y autor de prosas diversas, fue uno de los mejores
críticos de artes plásticas de su tiempo. Fue el que intuyó mejor, con más
agudeza, con más sentido profético, el desarrollo que tendría la pintura
moderna. Sus comentarios sobre Delacroix y sobre Edouard Manet, entre otros,
son anticipaciones de la vanguardia estética del siglo XX. El poeta comprendió
a fondo los gérmenes de modernidad que existían en la obra de estos dos
maestros. Los comprendió, en ciertos aspectos, mejor que ellos mismos. Sus
críticas de mediados del siglo XIX, aparecidas en revistas de la época, fueron
grandes llamados de atención, grandes golpes a la cátedra.
Interviene aquí un detalle
importante: el fragmento en prosa cuyo título se indica más arriba está
dedicado a Edouard Manet. Y hace poco se ha publicado un nuevo libro sobre el
pintor, Ver a Manet, obra de un escritor y crítico notable de estos días,
Frédéric Vitoux, novelista, ensayista y miembro destacado de la Academia
Francesa. Podríamos escribir un ensayo sobre Vitoux y otro sobre Manet, pero me
limito a dar un fragmento, una chispa, una pista, consciente de que me salgo de
la actualidad, de que no hablo, por ejemplo, de nuestros aniversarios, y no por
evitarlos. Tener que escribir siempre de la actualidad es una forma de
esclavitud, y no poder escribir nunca sobre ella es otra.
La historia de Baudelaire se basa
en un episodio personal que Manet, su amigo, le había contado. A sus veinte y
tantos años de edad, Manet, hijo de un magistrado, nieto por el lado materno de
importantes hombres de empresa, trabajaba a un ritmo intenso, febril, como
pintor desconocido, lleno de ambición, de voluntad férrea, en un modesto taller
de la calle de la Victoria. Conoció a una familia vecina que se encontraba en
la miseria, llena de hijos que no podía educar ni alimentar, y se hizo cargo de
uno, Alejandro, de alrededor de quince años de edad. Alejandro barría, limpiaba
los pinceles, corría con los mandados, a cambio de la comida, de un jergón
donde dormir, de modestas propinas. Era, en general, en días normales,
simpático, vivaracho, alegre. Sirvió de modelo para un célebre retrato suyo al
óleo, El niño de las cerezas, que se
encuentra ahora en la Fundación Gulbenkian de Lisboa. Sin embargo, como le
había comentado alguna vez el pintor a su amigo el poeta, tenía un carácter
algo extraño, cambiante, que atravesaba por momentos de tristeza, de melancolía
profunda. Nosotros habríamos dicho que era un bipolar, un depresivo, pero los
hechos y sus dos notables testigos son muy anteriores al desarrollo de la
psiquiatría moderna. Manet alcanzó a contarle a su amigo el escritor que
Alejandro se había aficionado en forma desmedida a los dulces y a los licores.
Había notado, además, que hacía pequeños latrocinios, pequeñas trampas, a fin
de satisfacer estas inclinaciones. Un día, el pintor descubrió una de estas
jugadas del chico y lo increpó duramente. Lo amenazó, incluso, con devolverlo a
la casa de sus padres, donde la vida era un infierno. El libro de Vitoux revela
que Edouard Manet era un hombre meticuloso, ordenado, elegante y de mal
carácter. Era susceptible y bastante cascarrabias, de manera que la escena de
molestia con el muchacho debe de haber sido fuerte, probablemente violenta,
salpicada de gritos y coscachos, quizá de bastonazos. El pintor estuvo ausente
toda la tarde, regresó al anochecer y descubrió, espantado, horrorizado, que
Alejandro se había colgado de una viga.
Cuando escribió la prosa de El spleen de París, Baudelaire agregó un
detalle macabro. Se decía que las cuerdas de los ahorcados traían suerte y se
vendían a buen precio. En la prosa baudelairiana, la madre del chico visita al
pintor, al parecer por emoción, para conocer en detalle el final de su hijo,
pero las últimas líneas del fragmento en prosa revelan que lo hace para pedirle
las cuerdas y venderlas. Es una vuelta de tuerca en la sordidez, ¿otra flor del
mal? Baudelaire vivía en esos años en una buhardilla, no tan lejos de la
miseria completa. Su visión de la gran ciudad, de los derrotados de la urbe
moderna, de sus tabernas sombrías, de sus suburbios, era negra. El relato de Manet
le vino como anillo al dedo para las prosas que estaba coleccionando. La
palabra spleen, en esos años del post
romanticismo, del simbolismo, de los poetas malditos, estaba de moda. Era otra
forma de la depresión, de la tristeza, del abatimiento. El autor se convirtió,
a pesar de eso, en uno de los clásicos de la modernidad. Edouard Manet, en
otro.
Los retratos y fotografías de
Manet dan testimonio de un hombre alto, impecablemente vestido, de mirada entre
severa y burlona. Usaba una cadena de reloj encima del chaleco, una barba bien
cortada, corbatas gruesas, pantalones claros, y a veces se ponía un sombrero de
copa. Así lo pintó su amigo Fantin-Latour en 1867. Abajo del cuadro, en el lado
izquierdo, escribió con la más perfecta sobriedad: “A mi amigo Manet”. Eran
costumbres y modos de otros tiempos, no se sabe si peores o mejores.
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