Ernst Jünger
Goslar está bañada por el Gose,
un angosto riachuelo que según el plano de Frankenberg desemboca en la ciudad y
prosigue de nuevo su curso a través de un gran canal que cruza la muralla
urbana. Este punto débil se encontraba cubierto antaño por el Wasserburg, un
edificio que pertenece a los tesoros desconocidos de la ciudad y que se ha
conservado muy bien.
Intramuros, al Gose se le llama
desde tiempos remotos el “desagüe”; ese nombre siempre se me ha antojado
ingenioso como designación de las aguas sucias y residuales. Sin embargo, hasta
donde alcanzo, se remonta al término latino aquaeductus a través de la
forma Agetocht, a mi juicio, menos apropiada. Es un bello ejemplo de cómo la
lengua popular digiere un vocablo extranjero.
Durante mi paseo diario
alrededor de la fortificación doblo a menudo por el canal de Wasserburg y hago
el camino de vuelta a lo largo del desagüe. Friedrich Georg, un día que me
acompañaba, hizo que reparara en una figura sumergida en el agua, que al
principio tomamos por uno de esos muñecos de peluche de los niños. Sin embargo,
al contemplarlo de cerca descubrimos que se trataba de un corderillo minúsculo,
que aún exhibía el cordón umbilical. La figura, que a un primer golpe de vista
fugaz nos había divertido, nos causó enseguida repugnancia, sobre todo a medida
que reconocíamos con más nitidez que no era sino la postrera imitación de una
forma viviente, y además compuesta por grumos finísimos de fango que temblaban
en la corriente.
Descubrir que una aparición,
como en este caso, de algo entrañable, no es sino una ilusión óptica y que, en
el fondo, tras ella se oculta la nada no me resulta nuevo y, sin embargo,
despierta siempre inquietud. Así, a veces nos encontramos con ojos que se
dirían formados por un fango turbio y helado y que delatan el grado
máximo de impasibilidad humana. Existe hoy una nueva clase de espanto similar
al que nos sobresalta cuando nos topamos con un cadáver oculto en el agua;
encuentros en los que se insinúa una situación teológica absolutamente concreta
y frente a los cuales el ser humano se ve necesitado del amparo, largo tiempo
olvidado, de los severos preceptos purificadores.
Por el contrario, el caso
inverso, cuando el muerto se revela vivo, resulta aliviador. Creemos ver, por
ejemplo, un trozo de madera enmohecida, y en ese mismo instante salta una gran
langosta al mismo tiempo que bajo sus élitros grises se despliega un par de
alas luminosas.
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