domingo, 27 de diciembre de 2020
Miguel de Marcos: El Día del Periodista
martes, 22 de diciembre de 2020
Cuando todos se vayan
Jorge Teillier
a Eduardo Molina Ventura
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.
miércoles, 16 de diciembre de 2020
El águila y el bagre
Andrés Eloy Blanco
Dijo el Águila al Bagre: —Compañero,
yo vengo del azul y en mi sendero
he entrevisto la luz del más allá.
¡Yo he visto a Dios colgado de un lucero!
Y dijo el Bagre: —Ajá.
Dijo el Águila al Bagre: —Camarada:
yo he visto al mar de espuma desflecada,
el hondo mar de donde vienes tú.
¡Yo he visto a Dios en la ola erizada!
Y dijo el Bagre: —Ujú.
Dijo el Águila al Bagre: —Valecito,
yo he cruzado el Atlántico infinito
y el Dios del viento ha resonado en mí.
¡Yo he visto a Dios y aquí traigo su grito!
Y dijo el Bagre: —Ijí.
Y el Águila voló. Cuando volaba,
desde su altura oyó que el Bagre hablaba
y detuvo su vuelo triunfador.
Y sólo oyó que el Bagre murmuraba:
—¡Eso es valor!
Bagre: eso eres tú,
allí,
aquí,
allá:
Ujú.
Ijí.
Ajá.
Inmoraleja:
Aunque sepas que el Bagre se desmaya,
no se lo digas al Doctor Arcaya.
No digas que está enfermo o que está viejo
y fuma Tocorón. No seas pendejo.
Enero de 1928. —Caracas. A la llegada de Lindbergh.
lunes, 14 de diciembre de 2020
El vuelo de Lindbergh
Alejo Carpentier
Todavía recuerdo aquel sorprendente 20 de mayo de 1927 –hace veinticinco años– en que las ceremonias patrióticas y los regocijos populares que acompañan, tradicionalmente, la celebración de la fiesta nacional de Cuba, se vieron muy olvidados, a poco del mediodía, por un público que se iba aglomerando frente a los edificios de los periódicos, en espera de noticias. No podíamos pensar en otra cosa. Nada era tan apasionante, aquel día, como la insólita proeza de un hombre que volaba sobre el Atlántico, solo, en aparato impropio para el terrible esfuerzo exigido, sin más alimento que dos sandwiches y una botella de agua, sin más ayuda que el compás y el conocimiento de las estrellas.
Con París, la vida
estaba como en suspenso. Nadie lograba poner atención en el trabajo, bajo el
imperio de una idea fija: “¿Llegará?”… Y, de pronto, poco después del
crepúsculo, una masa humana, incontenible, frenética, se arrojó hacia el aeródromo
donde Charles Lindbergh habría de posar el Espíritu
de San Luis, luego de haber cumplido su portentosa hazaña en treinta horas
y media. Algunos, que fueran testigos del festejo del 11 de noviembre de 1918,
me contaron que sólo en aquella ocasión volvió a conocer París un tal momento
de entusiasmo colectivo, de multitudinaria alegría. Poco faltó para que el endeble
avión de Lindbergh fuese despedazado por los coleccionistas de reliquias,
quedando ahogado el aviador por el empuje incontenible de quienes atropellaban
a la misma policía para contemplarlo de cerca. Veinticuatro años después de que
los hermanos Wright lograran desplegar del suelo, realizando un primer vuelo de
170 metros en 12 segundos, el enlace aéreo entre América y Europa era un hecho.
El mundo entero sabía de un acontecimiento sin precedente en la historia del
hombre –acontecimiento que abría una etapa nueva en los dominios de la
aviación.
Y Charles Lindbergh
fue presentado a las generaciones nuevas como el mejor ejemplo de heroísmo; del
heroísmo que merece el loor y agradecimiento de los hombres sin nacer del gesto
de agresión; heroísmo del riesgo voluntariamente afrontado, del todo jugado por
el todo, con el noble fin de colmar los anhelos prometeicos del ser humano. Lindbergh
fue una de las figuras clave de aquel optimismo, de aquella fe en el ocaso de
las guerras, que, en la década 1920-30, prolongó el gran optimismo científico
de fines del siglo pasado; ese optimismo que hacía decir al bueno de Ernesto
Renan: “El carro del progreso avanza, avanza … y ahora corre sobre rieles:
tiene cien mil años por delante, para correr”. Lindbergh, propuesto como “héroe
magnánimo” a las juventudes, respondía con su hazaña a la exaltación del
progreso, de la máquina, de la velocidad, propia de todas las escuelas poéticas
que entonces llamaban “vanguardistas”.
Poco después, sin
embargo, empezaron los bombardeos aéreos de Gondar, de Madrid, de Rotterdam, de
Coventry, de Londres. El avión, de pronto, se hizo menos “libélula de aluminio”,
menos “pájaro de metal”, menos saeta, menos palafrén de caballeros del aire. Y hoy,
la figura que ha venido a sustituir la del aviador solitario sobre el
Atlántico, como ejemplo de un heroísmo magnánimo para las generaciones jóvenes
de Europa, es la del alpinista, conquistador de cimas invioladas –como Herzog,
mutilado por el frío, en su sobrehumana lucha por vencer el Annapurna–, y la
del explorador de lo mucho que queda por explorar en este planeta nuestro, tan
atormentado, actualmente, por sus crisis de adolescencia.
El Nacional, Caracas,
21 de mayo de 1953.
Tomado de Letra y Solfa. Variaciones, La Habana, Letras Cubanas, 2004, pp. 19-20.
domingo, 13 de diciembre de 2020
martes, 8 de diciembre de 2020
Proyecto de escenario para un teatro de vanguardia
Revista de Avance, 15 de enero 1929.
viernes, 4 de diciembre de 2020
El último día en la vida del camarada Äge Lahti
Dolores Labarcena
Cuando
el 23 de agosto de 1989 Äge Lahti, secretario del Comité Ejecutivo del Distrito
de Kraav murió de un supuesto paro cardiorrespiratorio, simultáneamente tuvo
lugar un evento nunca visto en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas:
la conocida “Cadena Báltica”. La noche anterior Äge Lahti había invitado a su
suvila o casa de campo a los camaradas Zhyrovdy Zralnyk, Spuskovod Kryulichok,
Toğıedz Tülkiu y Daltium Bajjol para beber sake y jugar al shōgi, juego
importado por su cuñado, agregado cultural de Japón en Finlandia. Todos, a
excepción de Jisatsu Senyūsha, evitaron hablar de los derroteros que iba tomando
la tambaleante URSS, haciendo chistes insulsos sobre los defenestrados y los
enviados a los hospitales psiquiátricos mientras se atiborraban de ostras,
caviar, y sashimi de salmón con wasabi. A partir de las tres y cuarto de la
madrugada los invitados se fueron retirando. Los más rezagados, la hermana y el
cuñado, dejaron a Äge Lahti con una cogorza descomunal en un sillón
reclinable.
Pero
antes de contar el último día en la vida del camarada Äge Lahti se impone
hablar de sus antecedentes vitales. A la temprana edad de diez años fue
diagnosticado de una variante grave de encopresis, que se traducía en cagar
como un pato a cualquier hora del día. Sus padres, impotentes y muertos de
vergüenza, lo sacaron de la escuela y lo proveyeron de una vasta biblioteca. Esforzándose
más que cualquier estudiante, a los dieciocho años ya había leído todo Proust y
Dostoyevski, La miseria de la filosofía de Marx, El
Estado y la revolución de Lenin, El marxismo y los
problemas de la lingüística de Stalin, y un largo etcétera. Se puede
decir que, con tal bagaje, y apoyado por la familia, Äge Lahti alzó el vuelo de
Kõle Maa y no paró hasta Kukeseen. Allí estudió Artes Escénicas. Según el
biógrafo oficialista Olen Kivut, interpretó papeles tan variados como El
Espectro de Gorki, Tío Vania de Chéjov o el Hamlet de
Kózintsev, obras llevadas a las tablas por el dramaturgo Yaroslav Yefímovich,
cuyas puestas en escena fueron consideradas invariablemente exitosas. Datos
estos que considero idílicos, teniendo en cuenta que quien padece encopresis
grave, es literalmente un escusado ambulante. En otra parte asevera el biógrafo
que Äge Lahti conoció a Nadezhda, la hija de Konstantin Vähe, segundo secretario del Partido Comunista de Estonia, en el Festival Mundial de la
Juventud y los Estudiantes celebrado en Helsinki y no, como atestigua su cuñado
Jisatsu Senyūsha, en un hotel muy cerca de Alexanderplatz, en Berlín. A pesar
de tales incongruencias, Olen Kivut sí acierta en que se casaron en Tallin en
1965. Y fue a partir de entonces que a Äge Lahti se le abrieron las puertas del
Politburó como si fuesen las puertas de Hollywood. En un santiamén dejó de ser
corresponsal de deportes en un periódico de Kukeseen donde trabajó durante dos
años, para ser director del nuevo Rodina i budushcheye, algo así
como el periódico Granma o el Rénmín Rìbào (regional).
De
acuerdo con Elias Lourenço, fotorreportero del mencionado periódico que logré
entrevistar el año pasado, el camarada Äge Lahti abandonó los personajes
interpretados presuntamente en su temprana juventud para sacar, sigiloso, su
verdadera personalidad. Tras quitarse la bota que le apisonaba el pescuezo, es
decir, tras la muerte de Konstantin Vähe en 1968, poco a poco logró inocularles
a corresponsales, periodistas, fotógrafos, y hasta al aparato censor, la idea
de `visibilizar´ más allá de Okastraat el Rodina i budushcheye. "Con
tal fin, debíamos realizar una campaña para cambiar la imagen que se tenía en
Tallin de nuestro distrito, y con ello, la imagen del mismísimo Äge Lahti.
Tengo en mi poder la prueba de la primera de las falsas noticias que divulgamos
en aquel medio de desinformación, y le hablo del año setenta y tres", dijo y me
mostró un pequeño recorte:
NOTA DE PRENSA
En la mañana de este 11 de
marzo, cuando nos comunicaron que el secretario General del Partido Comunista
de la Unión Soviética Leonid Brézhnev envió a nuestra redacción una caja de
manzanas desde Moscú, los obreros y trabajadores se aglomeraron en torno a la
caja. Un clamor vehemente se alzó en las calles de Okastraat entre lágrimas y
vítores: ¡Viva el camarada director Äge Lahti! ¡Larga vida al Rodina i
budushcheye!...
Todo
ocurrió como el imperceptible aleteo de una mariposa en Austria que pronto
provoca un huracán en las Maldivas. "Le cogimos lástima por su problema
intestinal. Fíjese, después de horas en el cuarto oscuro, después de pasar el
tamiz de la censura y de seleccionar la fotografía conveniente, esa que saldría
en portada, esperábamos ansiosos la primera tirada del Rodina i
budushcheye, y a la calle. Quizás me equivoque, pero creo que fuimos los
pioneros de las `fake news´ de todos los países bálticos. Si íbamos a un bar,
dejábamos intencionalmente un ejemplar para que se corriera la voz de que
éramos un periódico de prestigio… Fotomontajes de Äge Lahti y Brézhnev por toda
la URSS como si fuese un enviado especial, inspeccionando fábricas, industrias,
cooperativas, incluso hospitales. Algo indispensable en esas imágenes era
colocarle en las manos a Äge Lahti un portafolio o un sombrero. En caso de que
la mierda le bajase por las entrepiernas en forma de vetas o hilillos, ¡esa
letrina con patas siempre llevaba abierto el postigo del sucucho!, se le
cambiaba el pantalón. Íbamos de Okastraat a Tallin. Y de Tallin a Kukeseen. Y
de Kukeseen de nuevo a Okastraat. El recorrido que acababa a las
cuatro o cinco de la madrugada lo hacíamos en un Moskvitch que tenía las
ventanillas a media asta. En invierno podías afeitarte con los carámbanos que
se formaban en el parabrisas. No obstante, preferíamos estar a la intemperie.
Permanecer un minuto en la redacción era exponerse a una cita improvisada en el
despacho de Äge Lahti. Y eso era una tortura, no digo psicológica, pero
olfativa, sin lugar a duda. Consciente de ello, en sus años de director
del Rodina i budushcheye Äge Lahti hizo de la encopresis su
máxima aliada. ¡Paska, paska!", dijo Elias Lourenço en un café lisboeta cerca de
la Loja das Conservas. Lo nombro así porque no estoy autorizada a revelar su verdadera identidad.
Gracias
al Rodina i budushcheye y al hándicap de mofeta, Äge Lahti se
abrió paso en el mundo de la política. Sus discursos eran breves, convincentes.
Cuando se celebró en Moscú el XXV Congreso del Partido Comunista de la Unión
Soviética ahí estaba el camarada Äge Lahti como uno de los posibles relevos de
la gerontocracia que florecía como moho no solo en el Politburó, sino en el
Presídium del Sóviet Supremo, el Sóviet de la Unión, y el Sóviet de las
Nacionalidades. Millones de ciudadanos de la antigua URSS pudieron ver en
directo el Congreso, entre ellos, Nadezhda, que en cuanto vio a su esposo
pedir la palabra para rebatir al camarada Tagliatelle, el cual defendía la
tesis de que Moscú no era el ombligo del mundo comunista, fue al escritorio y
en una hoja escribió la misma frase que pronunció Elias Lourenço en uno de los
momentos de la entrevista: ¡Paska, paska! Después de pegarla con un imán en la
puerta de la nevera, fue al armario y sacó una Tokarev que había pertenecido al
padre, se sentó de espaldas al televisor, y acto seguido se introdujo el cañón
hasta el fondo de la garganta. Con el disparo los trocitos de la masa
gelatinosa de su cerebro se incrustaron de forma deliberada en la pantalla,
rivalizando así y para la eternidad con las grandes pinturas del expresionista
abstracto Adolph Gottlieb. Nunca se supo si la enigmática frase de despedida
tenía que ver con el desencanto de Nadezhda con el comunismo o con la
encopresis grave que padecía Äge Lahti. El funeral fue discreto. Ni Äge Lahti
ni Svetlana hicieron acto de presencia porque pensaban, dadas las
circunstancias, que se trataba de un suicidio político. El único familiar que
asistió fue Jisatsu Senyūsha.
A
raíz del citado incidente el camarada Äge Lahti se mudó a Kraav. En dicho
distrito, con las promesas de un plan quinquenal para acelerar el crecimiento
económico y la producción agrícola, salió electo como secretario del Comité
Ejecutivo. A partir de entonces su poder se volvió como el número Pi. Su santa
trinidad eran Marx, Lenin y Stalin. Por esa hipóstasis sacrílega Stalin sería
el Espíritu Santo, o sea, una paloma. A Äge Lahti el pueblo le temía, pero más
le temían sus subalternos, los mismos que estuvieron en su casa aquel 22 de
agosto de 1989 bebiendo sake y jugando al shōgi.
Al
otro día, más o menos a las dos y media de la tarde, Jisatsu Senyūsha llamó al
cuñado por teléfono y no respondió. Con cierta preocupación, Jisatsu Senyūsha y
Svetlana telefonearon a diversos departamentos administrativos. Nadie lo había
visto. A las cinco de la tarde decidieron dar parte de su desaparición a
Anastás Kalinin, jefe de la policía secreta de Kraav. Este les dice que
desconoce su paradero. Que por lo que le cuentan, lo mejor sería esperar que se
despierte. Quizás tendría una resaca de caballo, y por tal motivo, habría
descolgado el teléfono para que no lo molestasen. Las palabras de Anastás
Kalinin les concedió, aunque minúsculo, un ápice de esperanza. Considerando las
condiciones en que lo dejaron la madrugada anterior, era plausible su
hipótesis. A todas estas Zhyrovdy Zralnyk, Spuskovod Kryulichok, Toğıedz Tülkiu
y Daltium Bajjol se encontraban ilocalizables (más tarde se supo que habían
huido a Gotland, Suecia). A las nueve de la noche, totalmente desesperados,
volvieron a llamar a Anastás Kalinin, que se presentó en la suvila o casa de
campo de Äge Lahti con dos policías vestidos de civil. Allí lo esperaba el
matrimonio. Después de los intentos infructuosos tanto de los policías vestidos
de civil, Anastás Kalinin y Svetlana, y de tocar y vocear por todas las
ventanas de la casa, Jisatsu Senyūsha, practicante de jiu-jitsu, le dio tal
patada a la puerta que cayó derribada como en las películas de Bruce Lee.
Al
entrar a la casa, lo primero que vieron junto al sillón reclinable donde habían
dejado la madrugada anterior a Äge Lahti fue las bolas Ben Wa que Jisatsu
Senyūsha le había regalado a Nadezhda una semana antes de que se convirtiera en
la Adolph Gottlieb de Estonia. Igualmente se percataron de que el televisor
estaba encendido. Lo buscaron en las habitaciones, la cocina, el comedor, hasta
que se dirigieron al único lugar que les quedaba por recorrer: el baño. El
escenario era más que tarantinesco. Äge Lahti se encontraba en decúbito prono
con los brazos en cruz y la cabeza ladeada encima de una balsa colosal y
hedionda proveniente de sus propias entrañas. No había sangre, por lo que se
descartó que fuese un crimen de Estado. El propio Anastás Kalinin llamó a los
servicios forenses. Y tenía razón, en algún momento Äge Lahti había descolgado
el teléfono.
El
último día en la vida del camarada Äge Lahti comenzó a las cinco de la tarde, y
habitual en su rutina, tomó el baño de asiento y luego una taza de té. Al
terminar, encendió el televisor. Al instante lo atacó una especie de pavor.
Primero pensó que era una pesadilla. Una pesadilla en bucle de las que cuesta
despertar. Pero no. El pueblo había tomado las calles, no solo de Kraav, sino
de Estonia, Letonia y Lituania, nada menos que el día del Pacto
Ribbentrop-Mólotov para librarse de una vez por todas del comunismo. Un dolor, de
esos que solo vienen de la mano de Dios, al momento se apropió de su sistema
digestivo. Entonces, casi gateando, agarrándose por las paredes, logró llegar
al baño. Sin embargo, no tuvo tiempo de sentarse en el retrete. Los minutos
finales los pasó como un perro agonizando frente a la palangana que durante
años le sirviera para aliviar sus posaderas.
La
información anterior me la dio Jisatsu Senyūsha. Casualmente nos conocimos en
la presentación en Londres de Oro parece y plata no es del escritor
cubano Fidencio Palmero. Actualmente Jisatsu Senyūsha, viudo de Svetlana y
cuñado de Äge Lahti, trabaja para la Plataforma de la Memoria y Conciencia
Europea, le comuniqué a Elias Lourenço. Estábamos en aquel café de Lisboa,
aunque bien podría haber sido en un café de Cincinnati, Geraldton o Latacunga. "Amiga, cuando el barco se hunde las primeras en huir son las ratas. ¿Acaso
Jisatsu Senyūsha no era agregado cultural de Japón en Finlandia? Dejémoslo ahí.
¿Recuerda la frase final de Nadezhda? Todos lo llamábamos así. Tal frase se
puede traducir como deyección, evacuación, heces, deposición, excreción,
materia fecal, gran cagada. Bautícelo como quiera. Äge Lahti es el sinónimo que
mejor acopla con la palabra `mierda´. Lo dicho, desde que salí de la
URSS no he hecho declaraciones a ningún medio extranjero, ¡y ya tengo setenta y
un años! ¿No le parece curioso?", concluyó hierático, sentado como Vardhamāna
sobre un taburete de Ikea abrazando a un diablo espinoso, de juguete.
miércoles, 2 de diciembre de 2020
Belleza sin ley
Juan Goytisolo
1. NO HAY REDES PARA EL FLUJO DE
LA LITERATURA
La historia de la literatura
europea se estudia generalmente en función de unos ciclos abstractos que los
profesionales en el tema explican mediante el recurso a unos sustantivos
sonoros transmitidos de generación en generación: Prerrenacimiento,
Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Simbolismo, Modernismo y
toda una serie de derivados de éste, términos fruto de una abstracción que deja
de lado el análisis concreto de los escritores encapsulados en ellos. La
fórmula es muy cómoda para los profesores de instituto y autores de manuales de
divulgación, pero no alcanza a explicar la singularidad de las obras que hoy
apreciamos en razón de su modernidad atemporal. ¿Cómo encajar La
Celestina de Fernando de Rojas o Gargantúa y Pantagruel de
Rabelais en los esquemas renacentistas? La lista de excepciones cuyas obras se
inscriben en tierra de nadie, extramuros de unos conceptos altisonantes pero
reductivos, sería interminable. En verdad, abarcaría a casi todos los autores
que me interesan.
Si tomamos, por ejemplo, el caso
del romanticismo, sobre el que se han escrito millones de páginas, tropezamos
de entrada con una piedrecilla. Aunque hay elementos comunes, casi siempre
superficiales, a los románticos españoles, franceses e italianos y a los
ingleses, alemanes y rusos, ¿cómo explicar las abismales diferencias
cualitativas entre unos y otros? El romanticismo francés, el italiano y el
español, inspirado en el primero, es por lo general mediano y gárrulo y no
admite comparación alguna con el de los otros países anteriormente citados. En
vano buscaremos entre nosotros un Yeats o un Coleridge, un Pushkin o un
Lérmontov, un genio de la talla de Hölderlin. Una buena traducción de éstos
supera con creces la poesía escrita en nuestra lengua (no obstante los aciertos
de la obra tardía de Bécquer). Cuando Antonio Pérez Ramos vertió al castellano
el bello poema en el que Lérmontov maldice a la patria que le envió al Cáucaso
a matar chechenos, le dije sin adulación alguna: “Has escrito el poema que
ningún romántico español acertó a componer”.
Si a ello añadimos el rutinario
comodín generacional, esto es, el agrupamiento de los creadores en función de
su edad que borra la individualidad del novelista o poeta respecto a sus
coetáneos, la confusión originada por dicho esquematismo es todavía mayor.
Basta dar un salto atrás para poner al desnudo el jibarismo de tal
manipulación.
¿Fue Cervantes un miembro
destacado de la generación de 1580, Goethe de la de 1790, Tolstói de la de
1858? De nuevo nos encontramos ante el uso y abuso de sintagmas nominales,
etiquetas y fechas que nada dicen sobre el contenido de la obra que pretenden
analizar. Recorrer las páginas de algunas publicaciones culturales y libros de
texto saturados de términos (generación, realismo, formalismo, etcétera) nos
pone ante una evidencia: en vez de partir del escritor estudiado para
justificar su adscripción a alguno de esos sustantivos abstractos, lo incluyen
en el ámbito de éstos sin aclaración metodológica alguna. Los esqueletos de los
examinados se asemejan sin duda, pero el cuerpo real de su obra, no.
Sabemos, sí, que la historia
literaria y artística alterna unos ciclos en los que las nuevas corrientes y
formas se imponen con sorprendente fuerza y novedad con otros en los que, por
un conjunto de circunstancias que el estudioso debe analizar, el impulso
innovador decae, la gracia poética se desvanece, la reiteración y el
anquilosamiento de temas y formas convierten el Parnaso en un desolado erial.
La literatura española ha conocido esas fases de florecimiento y desertización,
de palabra seminal y de retórica huera. La intensidad poética de san Juan de la
Cruz, Góngora y Quevedo (elijo aposta a tres creadores muy distintos entre sí)
nos abandonó a finales del siglo XVII y no reapareció sino en la pasada
centuria.
Basta repasar la historia de las
diferentes civilizaciones del planeta para comprobar que tras largas etapas de
aparente modorra, una creatividad sumergida aflora de pronto. Así sucedió en
Iberoamérica a mediados del siglo XX. Hasta entonces, los narradores y poetas
oriundos de ella (el brasileño Machado de Asís es una feliz excepción) no
rebasaban los límites de lo que Milan Kundera denomina con acierto “el pequeño
contexto”, esto es, el de quienes mejor representan las características propias
de una nación o una lengua, pero sin aportar nada nuevo al árbol frondoso de la
literatura (el del “gran contexto”). Un poema como Martín Fierro, por
poner un ejemplo, encarna sin duda unos valores identitarios dignos de estima,
pero no significa gran cosa fuera de su tierra natal. Las estatuas erigidas al
autor marcan los límites de su gloria poética.
Hubo que esperar sesenta años
para la aparición casi simultánea de autores que, de Borges a Octavio Paz,
impusieron la universalidad de sus obras, ya fuere en Buenos Aires, o México,
La Habana o Montevideo. Ellos y otros cuya enumeración no cabe aquí fueron los
gérmenes del llamado boom de los sesenta cuyo centro se situó
en Barcelona y París. La constelación novelesca de Cortázar, García Márquez,
Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Roa Bastos, Onetti… desdibujó esas
fronteras políticas trazadas por la independencia del Nuevo Mundo: no escribían
novelas argentinas, colombianas, mexicanas, peruanas, cubanas, uruguayas o de
cualquiera de los 18 países de Iberoamérica, sino propuestas innovadoras que
debían tanto a sus lectores europeos y norteamericanos como a la obra germinal
de Rulfo, Lezama Lima, Carpentier, Leopoldo Marechal o Guimarães Rosa. Con
ellos la lengua española recuperó su protagonismo en la creación novelesca,
protagonismo que había perdido desde la muerte de Cervantes.
No hay redes ni esquemas
abstractos que den cuenta cabal del flujo y decantación de la literatura.
2. LOS NOVELISTAS DEBERÍAN LEER
POESÍA
En un encuentro celebrado en
Berlín a mediados de los ochenta del pasado siglo varios escritores españoles
leyeron fragmentos de su obra ante un auditorio compuesto de compatriotas e
hispanistas germanos. La gracia poética de la lectura de José Ángel Valente y
de unas páginas de La lluvia amarilla del novelista Julio
Llamazares, cuyo ritmo y prosodia acariciaban el oído del espectador, fueron
seguidos de recitaciones mediocres, por no decir desastrosas, que poco tenían
que ver con la expresión poética ni con la prosa de quien posee un oído
musical.
Prosa y poesía son cosas distintas
pero no incompatibles ni opuestas. No hablo aquí de la llamada “prosa poética”
cultivada hace unas décadas por unos vates más o menos próximos al Régimen,
sino de esa oralidad secundaria tan bien analizada por Walter
J. Ong en su imprescindible estudio Orality and Literacy. Como
muestra su autor, junto a la expresión primaria de la cultura oral, que incluye
ademanes, inflexiones vocales, expresiones del rostro y otros elementos
semióticos (Milman Parry probó su existencia en los versos homéricos recitados
ante el ágora), existe otra del escritor solitario a la escucha de las palabras
que plasma en el papel, y que si bien suele pasar inadvertida al lector
“normal”, se manifiesta en el caso del lector curioso que la lea de oído e
incluso en voz alta. Mientras la inmensa mayoría de las novelas y relatos que
hoy se publican no soportan una audición que pondría al desnudo la mera
funcionalidad de una prosa al servicio de la trama narrativa y, muy a menudo su
torpeza expresiva y su violencia abrupta y sin gracia alguna ejercida sobre la
sintaxis (solo la belleza del resultado puede justificar la “violación”)
encontramos otras que adquieren su plena dimensión estética mediante una
lectura de viva voz. Son a la vez prosa y poesía, como el bellísimo Mono
gramático de Octavio Paz.
Si la invención de la imprenta
arrinconó primero en Europa, y luego en el mundo entero, la oralidad primaria y
la gestualidad que la acompañaba, una veta subterránea alimentó no obstante su
presencia en una minoría de autores, cuya nómina, espectacular en el siglo XX,
abarca a algunas de las figuras fundamentales de la novela moderna. ¿Qué mejor
manera de apreciar la singularidad del Ulises joyciano, del Viaje al
final de la noche de Céline, El zafarrancho aquel de Vía
Merulana de Carlo Emilio Gadda, o Tres tristes tigres de
Cabrera Infante que en una audición de las mismas? Escuchar una casete con la
voz de Lezama Lima es una experiencia aguijadora que desdibuja las fronteras
entre los géneros. ¿Es poesía, es prosa? El lector-auditor no se plantea
siquiera el problema: la prosodia musical le envuelve y le hechiza. Su
expresión más nítida de la palabra humana está allí.
Los tres fragmentos de Espacio de
Juan Ramón Jiménez, en esa innovadora etapa de madurez de Animal de
fondo, pueden ser leídos como un monólogo interior y, simultáneamente
como uno de los poemas más fluidos e intensos de su obra (“Vi un tocón, a la
orilla del mar neutro; arrancado del suelo era como un muerto animal; la muerte
daba a su quietud la seguridad de haber estado vivo; sus arterias, cortadas por
el hacha, echaban sangre todavía”). Los antologistas de Las ínsulas
extrañas acertaron plenamente al incluirlo en su incentiva selección.
Lo mismo ocurre con el largo poema urbano de Wordsworth, Residence in
London, en el que el lector-auditor paseante recorre el mundo abigarrado y
rebosante de vida de los barrios populares de la capital inglesa de su época
con sus cinco sentidos, en una experiencia que anticipa mi Lectura del
espacio en Xemáa-El-Fná. Leer estos textos de viva voz es la mejor manera
de recuperar su dimensión oral, esa oralidad subyacente que vertebra el relato.
Los narradores en nuestra lengua
deberían leer más poesía: no la prosa que se toma por tal sin serlo sino la que
verdaderamente lo es. Con ello evitarían esa prosa zurcida y llena de frases
hechas que tanto abunda en el universo mediático de las superventas (allí solo
cuenta la trama: intriga, policiaca, novela histórica y otros materiales de
rebaja que según los expertos en mercadotecnia “agarran al lector”, aunque no
aclaran por dónde). Entristece en verdad el ninguneo de quienes apuestan por el
texto literario (carecen de visibilidad mediática, encuentran difícilmente
editor en esos tiempos de crisis y pasan inadvertidos a los ojos del lector
medio), en contraste con la promoción de quienes venden sábanas y sábanas
impresas aplaudidas por los responsables de nuestro atraso educativo y cultural
(uno de los más bajos de Europa y en continuo retroceso respecto a hace dos o
tres décadas). Una lectura asidua de la mejor poesía contribuiría a afinar el
oído de escritores y lectores. Los representantes de la Institución literaria
deberían insistir en ello en vez de marginar al desamparado esfuerzo creador.
3. ¿MUERTE DE LA NOVELA?
El reciente debate sobre el
impacto de las nuevas tecnologías y la posible extinción del libro en papel se
ha extendido en algunos foros al del incierto porvenir de la novela. Para
algunos, su historial, tal como lo conocemos ahora, se cerrará con la era de
Gutenberg. Pero estos sombríos augurios no tienen base. Y, como sucedió a lo
largo de la pasada centuria, la novela podrá metamorfosearse de mil maneras
distintas, pero subsistirá y quizá rebrotará con mayor fuerza.
Hace menos de un siglo muchos
dijeron que el cine acabaría con ella. ¿Para qué perder el tiempo en la
minuciosa descripción de personas y cosas durante docenas de páginas si una
imagen las capta en un instante? El argumento parecía inapelable y se aplicaba
a una cierta manera de narrar. Pero el cine no acabó con la novela: modificó
simplemente su rumbo o, mejor dicho, sus posibilidades de rumbo, tan vastas
como la rosa de los vientos. Ciertamente, la falta de inventiva de muchos
novelistas y los hábitos de lectura del lector perezoso han permitido no solo
el mantenimiento de unas formas narrativas reiterativas y anquilosadas sino su
exitosa divulgación comercial: las listas de campeones de ventas en todos los
países del planeta dan cuenta de ello. Con todo, un buen número de autores
cogieron el guante y se enfrentaron al reto de hollar un terreno nuevo. Había
mil maneras de hacerlo. El catálogo de éstas sería extenso y me limitaré a
bosquejar unas cuantas.
Mientras un “raro inventor” como
Rafael Sánchez Ferlosio convertía El Jarama en una cinta grabadora
que actuaba secundariamente de cámara en la medida en que permitía seguir el
movimiento de sus personajes a través de sus conversaciones (y asestar así un
golpe definitivo a la estética supuestamente objetiva, pero de un subjetivismo
autoril asfixiante, de La colmena de Cela), el nouveau
roman de Michel Butor, Nathalie Sarraute y, sobre todo, de Alain
Robbe-Grillet, creaba una inédita forma de expresión en directa concurrencia
con la cámara, pero profundizando en la visión de ésta (Claude Simon y Marguerite
Duras etiquetados en el grupo siguieron cada cual su propia senda). Para los
grandes creadores del género del siglo XX el cine actuó a su vez de revulsivo:
abandonaron el territorio por él abarcado y centraron su creatividad en el
lenguaje: concentrado, disperso, fragmentario, poético. Del stream of
consciousness joyciano a la frase envolvente y sugestiva de Proust,
del ritmo jadeante de Céline a la maquinaria creativa de Biely. En unos casos,
poesía, novela y cine se entreveraron para forjar una realidad estética
superior. Algunos llegaron hasta el fin del proceso de demolición de la
narratividad reduciéndola al espinazo del lenguaje, como en Finnegans
Wake o en el texto inacabado e inacabable de Arno Schmidt. La
observación de Kundera sobre la especificidad de la obra artística en la que, a
diferencia del campo de la ciencia, un nuevo descubrimiento no vuelve caduco el
anterior, sino que extiende simplemente el ámbito creativo a la tierra
inexplorada y desconocida, se traduce en el largo listín de creadores que
demuestran la inanidad de las profecías de la muerte de la novela.
En los últimos diez años, la
incesante renovación de las tecnologías de punta tampoco anuncia el fin de
ésta: muy al contrario, la induce a adoptar formas nuevas en las que Internet,
los móviles y las redes sociales desempeñan un importante papel. El valor de la
actual narrativa dependerá en último extremo de la profundidad y sentido
artístico de quienes la crean. Habrá como siempre inventores de originalidad
irreductible y otros que se limitarán a seguir la corriente sin aportar
elementos innovadores como sucedió tras la irrupción del cine. Las necrológicas
fatalistas me parecen fuera de lugar y a ellas se aplica el refrán: “Los
muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Mas para eso habrá que resistir a
la ubicua cultura del entretenimiento, al zapeo mental y a la creciente
insatisfacción de la sociedad con la conciencia de navegar a contracorriente,
como fue ayer, es hoy y lo será mañana.
Tomado de El País, 31 de marzo
de 2012.