Rodrigo Rey Rosa
Una noche, mientras sus padres bajaban por la
autopista de vuelta a una fiesta de cumpleaños, Miguel entró en la sala y se
acercó a la jaula del canario. Levantó la tela que la cubría, y abrió la
puertecita. Metió la mano, temblorosa, y la sacó en forma de puño, con la
cabeza del canario que asomaba entre los dedos. El canario se dejó agarrar, oponiendo
poca resistencia, con la resignación de alguien que sufre una dolencia crónica,
tal vez porque creía que lo sacaban para limpiar la jaula y cambiar el alpiste.
Pero Miguel miraba al canario con los ojos ávidos de quien busca un presagio.
Todas las luces de la casa estaban encendidas;
Miguel había recorrido cada cuarto, se había detenido en cada esquina. Dios,
razonaba Miguel, puede verlo a uno en cualquier sitio, pero son pocos los
lugares apropiados para invocarlo a Él. Por último, escogió la oscuridad del sótano.
Allí, en una esquina bajo la alta bóveda, se puso en cuclillas, al modo de los
indios y los bárbaros, la frente baja, los brazos en torno de las piernas, y el
puño donde tenía el pájaro entre las rodillas. Levantó los ojos a la oscuridad,
que era roja en ese instante, y dijo en voz baja: "Si existes, Dios mío,
haz que este pájaro reviva". Mientras lo decía fue apretando poco a poco
el puño, hasta que sintió en los dedos la ligera fractura de los huesos, la
curiosa inmovilidad del cuerpecito.
Un momento después, contra su voluntad, Miguel
pensó en María Luisa, la sirvienta, que cuidaba del canario. Y luego, cuando
por fin abrió la mano, fue como si otra mano, una mano más grande, le hubiera
tocado la espalda: la mano del miedo. Se dio cuenta de que el pájaro no
reviviría. Dios no existía, luego era absurdo temer su castigo. La imagen e
idea de Dios salió de su mente, y dejó un vacío. Entonces, por un instante,
Miguel pensó en la forma del mal, en Satanás, pero no se atrevió a pedirle
nada.
Se oyó el ruido de un motor en lo alto: el auto
de sus padres entraba en el garaje. Ahora el miedo era de este mundo. Oyó las
portezuelas que se cerraban, tacones de mujer en el piso de piedra. Dejó el
cuerpecito del canario en el suelo, cerca de la esquina, buscó a tientas un
ladrillo suelto y lo puso sobre el pájaro. Oyó la campanilla de la puerta de
entrada, y subió corriendo a recibir a sus padres.
—¡Todas las luces encendidas!—exclamó su madre
cuando Miguel la besaba.
— ¿Qué estabas haciendo allá abajo?—preguntó su padre.
—Nada—dijo Miguel—. Tenía miedo. Me da miedo la
casa vacía.
La madre recorrió la casa apagando las luces, en
el fondo asombrada del miedo de su hijo.
Ésa fue para Miguel la primera noche de
insomnio. El hecho de no dormir fue para él lo mismo que una pesadilla, sin la
esperanza de llegar al final. Una pesadilla estática: el pájaro muerto debajo
del ladrillo, y la jaula vacía.
Horas más tarde, oyó que se abría la puerta
principal; había ruidos de pasos en el piso inferior. Paralizado por el miedo,
se quedó dormido. María Luisa, la sirvienta, había llegado. Eran las siete; el
día aún estaba oscuro. Encendió la luz de la cocina, puso su canasto en la mesa,
y, como acostumbraba, se quitó las sandalias para no hacer ruido. Fue a la sala
y levantó la cobertura de la jaula del canario. La puertecita estaba abierta;
la jaula, vacía. Después de un momento de pánico, durante el que permaneció con
los ojos clavados en la jaula que se balanceaba frente a ella, miró a su
alrededor, volvió a cubrir la jaula y regresó a la cocina. Con mucho cuidado
recogió las sandalias, tomó su canasto y salió de la casa. En la calle, se puso
las sandalias y echó a correr en dirección al mercado, donde esperaba encontrar
un canario igual al que, según ella, por su descuido se había escapado.
El padre de Miguel se despertó a las siete y
cuarto. Cuando bajó a la cocina, extrañado de que María Luisa aún no hubiera
llegado, decidió ir al sótano a traer las naranjas para sacar el jugo él mismo.
Antes de volver a la cocina, trató de apagar la luz, pero tenía las manos y los
brazos cargados de naranjas, así que tuvo que usar el hombro para bajar la
llave. Una de las naranjas cayó de su brazo y rodó por el suelo hacia una
esquina. Volvió a encender la luz. Dejó las naranjas sobre una silla, hizo una
bolsa con las faldas de su bata, y fue a recoger la naranja que estaba en la
esquina. Y entonces notó el ala del pajarito que asomaba debajo del ladrillo. No
le fue fácil, pero pudo imaginar lo que había ocurrido. Nadie ignora que los
niños son crueles; pero, ¿cómo reaccionar? Los pasos de su esposa se oían
arriba en la cocina. Se sentía avergonzado de su hijo, y, al mismo tiempo, se
sintió cómplice con él. Era necesario esconder la vergüenza, la culpa, como si
la falta hubiera sido suya. Levantó el ladrillo, guardó el cuerpecito en el
bolsillo de su bata, y subió a la cocina. Luego fue a su cuarto para lavarse y vestirse.
Minutos más tarde, cuando salía de la casa, se
encontró con María Luisa que volvía del mercado, con el nuevo canario oculto en
el canasto. María Luisa lo saludó de un modo sospechoso, pero él no advirtió
nada. Estaba turbado; tenía el canario muerto en la mano que escondía en el
bolsillo.
Al entrar en la casa, María Luisa oyó la voz de
la madre de Miguel en el piso de arriba. Dejó el canasto en el suelo, sacó el
canario y corrió a meterlo en la jaula. Con aire de alivio y de triunfo,
levantó la cubierta. Pero entonces, cuando descorrió las cortinas de los
ventanales y los rayos del sol tiñeron de rosa el interior de la sala, notó con
alarma que una de las patas del pájaro era negra.
Miguel no lograba despertarse. Su madre tuvo que
llevarlo cargado hasta la sala de baño, donde abrió el grifo y, con la mano
mojada, le dio unas palmadas en la cara. Miguel abrió los ojos. Luego su madre
lo ayudó a vestirse, bajó con él las escaleras, y lo sentó a la mesa de la
cocina. Después de dar unos sorbos del jugo de naranja, Miguel consiguió
deshacerse del sueño. Por el reloj de pared supo que eran los ocho menos
cuarto; María Luisa no tardaría en entrar a buscarlo para llevarlo a la parada
del autobús de la escuela. Cuando su madre salió de la cocina, Miguel se
levantó de la mesa y bajó corriendo al sótano. Sin encender la luz, fue a buscar
el ladrillo en la esquina. Luego corrió hasta la puerta y encendió la luz. Con
la sangre que golpeaba en su cabeza, volvió a la esquina, levantó el ladrillo y
se convenció de que el canario no estaba allí.
Al subir a la cocina, se encontró con María
Luisa; la evadió y corrió hacia la sala, y ella corrió tras él. Al cruzar la
puerta, vio la jaula frente al ventanal, con el canario que saltaba de una
ramita a otra, y se detuvo de golpe. Hubiera querido acercarse más, para
asegurarse, pero María Luisa lo agarró de la mano y lo arrastró hacia la puerta
de la calle.
Camino de la fábrica el padre de Miguel iba
pensando en qué decirle a su hijo al volver a casa por la noche. La autopista
estaba vacía; era una mañana singular: nubes densas y llanas, como escalones en
el cielo, y abajo, cortinas de niebla y luz. Abrió la ventanilla, y en el momento
en que el auto cruzaba por un puente sobre una profunda cañada, quitó una mano del
volante y arrojó el pequeño cadáver.
En la ciudad, mientras esperaban el autobús en
la parada, María Luisa escuchaba el relato de la prueba que Miguel había
recibido. El autobús apareció a lo lejos, en miniatura en el fondo de la calle.
María Luisa se sonrió y le dijo a Miguel en tono misterioso: "Tal vez ese canario
no es lo que parece. Hay que mirarlo de cerca. Cuando tiene una pata negra, es
del diablo". Miguel, la cara tensa, la miró en los ojos. María Luisa lo
cogió de los hombros y le hizo girar. El autobús estaba frente a él, con la
puerta abierta. Miguel subió el primer escalón. "¡India bruja!", le
gritó a María Luisa.
El autobús arrancó. Miguel corrió hacia atrás y
se sentó junto a la ventana en el último asiento. Sonó una bocina, se oyó el
rechinar de neumáticos, y Miguel evocó la imagen del auto de su padre.
En la última parada, el autobús recogió a un
niñito gordo, de ojos y boca rasgados. Miguel le guardaba un lugar a su lado.
— ¿Qué tal? —el niño le preguntó al sentarse.
El autobús corría entre los álamos, mientras
Miguel y su amigo hablaban del poder de Dios.