Carlos A. Aguilera
Arañas, arañitas, arañas
gordas, medio arañas… Cada vez que Oblómov el Tuerto se dormía, de su
cabeza empezaban a salir arañas. Arañas que copulaban entre ellas haciendo un
gran ruido o arañas de patas cortas, prietas, con un poquitico de pelos en los
bordes y una cruz en el lomo. Arañas que subían por su cara como si esta ya
perteneciese a un muerto y solo quedara por sentir la sensación que producían
sus patas, ese escalofrío mitad asco mitad picor. Arañas que se difuminaban por
el día, que tomaban el rostro de los conocidos y dejaban una extraña impresión
por horas, que se descolgaban de un tubo de desagüe y sobrevivían a la humedad;
que saltaban, que brincaban, que mordían. Arañas bobas, dispuestas siempre a
morir bajo un pisotón… Cada vez que Oblómov el Tuerto se dormía, con quien
soñaba en verdad era con dios. Un dios con un chaleco apretado y un diente
chiquitico. Un dios casi calvo, cojo, charlatán. El mismo dios que un día él
había encontrado en Dresde y al cual los enfermeros tiraban de vez en cuando
una salchicha. Nada como tirarle a dios una salchicha, le había dicho
jeringuilla en mano uno de los enfermeros de Schloss Sonnenstein. Nada como verlo
hincándole el diente a una salchicha, había repetido. Primero se hace el
desentendido, da dos vueltas alrededor del Wurst y después se
sienta. Le pasa la lengua, como un gato, dejando que la grasa le corra hasta el
chaleco y el ombligo. Ese es el dios de Sonnenstein, me había repetido el
enfermero, una, dos, ochenta veces. Eufórico. Nuestro dios, me había dicho, en
lo que yo entraba a su jaula y lo miraba tragarse los últimos restos de su
tripita de carne y comenzaba con aquel extraño foxtrot. Un-dos-tres, foxtrot.
Undostres, foxtrot, gritaba el dios enérgico para que todos en el sanatorio lo
escuchasen. Esa era su venganza, me dijo. Mi venganza, repitió. ¿No prefieren
tener aquí a dios amarrado echándole salchichas como si fuese un ratón en una
caja? Entonces, foxtrot para todos, gritaba hasta que se le reventaban las
venas. Foxtrox y venganza. Eso es lo que se merece el mundo, vociferaba. El
enfermero me decía, tenga cuidado, lo puede morder. Pero no, dios solo
vociferaba, se movía ridículamente de un lado a otro y gritaba. Esa era su
venganza. La venganza de Sonnenstein, decía. La venganza prusiana. Dónde se ha
visto que amarren a dios a una cama con unas tiritas de cuero, ¿eh, dime?
¿Dónde se ha visto? Hasta el chaleco ya no me entra, me decía. Compruébalo tú
mismo, y se acercaba a mí. Compruébalo, y movía su dedo de mi ojo a su botón y
de su botón a mi ojo. Todo obra de los enfermeros me decía, dejando afuera la
puntica negra de su diente verdoso, como si de pronto este se le hubiera
ladeado y ya no le encajara bien en la boca. ¿Sabes lo único que hace falta
para estar aquí?, me dijo. Lo único que hace falta, me dijo, es saber comer
salchichas. ¡Lo único! Y siguió con su foxtrot. ¡Lo único! Ahora tu madre va a
demostrármelo, me dijo, deteniendo de pronto el vaivén ridículo de su cuerpo.
Ahora va a demostrárnoslo, señalando de nuevo con su ganzúa sucia mi ojo
sulfuroso. Se la envié a Biswanger. Y empezó a reírse. Le dije: Biswanger,
cógela. ¿Ella no se pasó toda la vida hablando del Gran Inquisidor y del zorro
de tres patas? Pues ahora sí va a saber lo que es el zorro de tres patas.
Biswanger, le grité a mi perro suizo, cógela. Ponla a hablar de los indios
sudamericanos. Ahora sí va a saber tu mamushka lo que es
usurpar mi nombre. Va a aprender de nuevo incluso lo que ya sabía. Biswanger es
un éxito, ya verás. Te hace ver hasta lo que no has soñado. Convierte en
materia todas tus palabras. Si lo que te va es el zorro negro, pues Biswanger
te hace ver zorritos negros. Zorritos negros que bajan y suben, que deliran,
que saltan, que corren. Zorritos negros hasta en la sopa. Si lo tuyo son las
arañas, Biswanger entonces te hace ver arañas negras. Todavía no se ha dado un
caso que Biswanger no haya solucionado con su experiencia autocurativa. Te
sienta en una silla durante horas y sales de ahí viendo todo tipo de zorritos o
arañas. ¡Mira a tu madre! Ya no solo ve zorros, ya sabe hasta cuántos colmillos
tienen los zorros. Biswanger es un genio, te lo digo yo. Es mi creación. Y su
sanatorio, allá en Suiza, mi sitio preferido. Con árboles y una temperatura
siempre fresca. Con banquitos para que se vea la naturaleza. Con esas mangueras
de agua fría que serenan a cualquiera que se crea más fuerte que un enfermero.
Con sus dosis de pastillitas. Biswanger te sienta en una silla y te hace mirar
con una lupa todos tus sueños. Uno a uno. Lo que querías ser y lo que no
querías ser. Lo que deseabas y lo que blasfemabas. Biswanger te sienta delante
de una pared blanca durante días y no te da ni salchichas ni nada. Sueños. Biswanger
solo te hace ver sueños. Hace que los entiendas plano a plano, como si la vida
no fuese más que un álbum donde la misma foto se repite hasta que se te empieza
a podrir en la memoria. ¿No decía mamushka que tenía un
huequito podrido en los pulmones que la hacía escupir sangre? Pues ahora va a
tener también un huequito en la cabeza. El huequito-Biswanger. Cuando Biswanger
te muerde, mejor cierra los ojos y despídete. A Biswanger lo entrené yo
personalmente, en Kreuzlingen. Le dije, levanta aquí tu sanatorio, yo te
mandaré los enfermos. Y no me ha fallado. Nunca. Yo le tiraba un huesito y
Biswanger mordía. ¡Que hay demasiados filósofos! Biswanger se encarga.
¡Demasiados políticos! Biswanger lo soluciona. Les abre un huequito en la
cabeza y ya: a hablar de indios sudamericanos. En eso Biswanger es un genio. Te
tiene durante años hablando de indios sudamericanos y hasta hablando con un
gran cacique sudamericano y ni te das cuenta. Yo solo digo: Biswanger, muerde,
y ahí ya está él sentándote frente a la pared blanca y diciéndote: Señor,
cierre los ojos… En eso no hay quien le gane, te lo digo yo. Lo entrené con
huesitos de hierro. Le tiraba uno al aire y le gritaba, corre. Y Biswanger
nunca dejó caer ninguno al suelo. Cuando Biswanger muerde sale el sol, dijo incluso
uno de sus pacientes: un enano obsedido por el arte. Cuando Biswanger muerde,
me repetía aquel enano, uno camina hasta más derecho. Biswanger es un fenómeno.
Créeme. No viene a verte con esa cabrona jeringuilla de caballos que los
enfermeros usan aquí contra mí y con la que pretenden asustarme. No. Biswanger
no. Biswanger no usa jeringuilla ni nada que se le parezca. Biswanger ni habla.
Te sienta solo frente a una pared blanca durante días y deja que tú te vayas
encontrando contigo mismo. Tú solito. Nadie abandona a Biswanger sin haberse
arrepentido de lo intolerante que ha sido con otros, de su poca paciencia, sus
dolores fingidos, su soberbia. El método Biswanger lo resuelve todo. Y cuando
no puedes más con la pared, agua fría, para que te refresques. ¿No se quejaba
tu madre de paní Zolová? Y mira que me quise apiadar en el
último minuto y le envié a la Zolová para que no se aburriese. Pero ustedes los
Oblómov tienen mala sangre. Le puse a la cantante al lado para que le hiciese
anécdotas, la consolase, la acompañara en su calvario. Y nada. Por eso ahora,
Biswanger. Mírala, ya ni se queja. La reina de la quejita ya no se queja. Ya no
habla de zorros ni de Gran Inquisidor ni de velas contra los maleficios ni
nada. Ahora dice que la pared blanca es el único camino. Biswanger le trae de
vez en cuando un técito y ni se lo toma. La pared blanca se le ha empotrado en
el cuerpo y no la deja respirar. Eso es lo que pasa cuando Biswanger te coge.
Entra en ti, despacito, como arrastrándose a través de un tubo y te muerde en
el pescuezo, para que no te muevas. A Biswanger lo entrené con huesitos de
hierro, por si no lo sabías. Se los tiraba bien lejos para que no pudiera
alcanzarlos y siempre regresó con ellos, como si rompiéndose la boca los
dientes se le afilaran aún más. Ese es Biswanger: todo presión, todo rabia,
todo sutileza. Cuando agarra ya no suelta, aunque grites, aunque incluso lo
golpees. Lo entrené para eso, para que fuera inmune a cualquier tipo de
sentimiento, de llora-llora. Biswanger es el mejor. Tu madre ni siquiera pudo
llegar a convertirse en buena perra. Se creía independiente, excepcional, como
si después de ella ya no hubiera otra cosa. Solo vacío. Y el único que puede
delirar aquí con mi nombre soy yo, dijo, no una maldita tísica enferma. Por eso
le abrí ese huequito en los pulmones, para que viese lo que yo hago con los
usurpadores. No los mato. Les abro un huequito en alguna parte y los pongo a
observar cómo poco a poco se van descomponiendo; cómo por el huequito empiezan
a oler mal. A eso se reduce toda sabiduría: mostrarle a los otros dónde huelen
mal. Lo demás son excesos. Y de mí todo el mundo cree saber muchas cosas.
Incluso estos enfermeros cuando entraste te hicieron creer sobre mí muchas
cosas. En eso han convertido su oficio. Vigilarme, darme de comer, amarrarme a
la cama, prohibirme el foxtrot… en eso han degenerado. Por eso de vez en cuando
lo invierto todo y entonces uno de los enfermeros empieza a matar policías o se
le abre un huequito de pronto en la uretra y empieza a oler mal, como si la
distancia entre enfermero y paciente tuviese el mismo tamaño de un cero. ¿No se
reduce a eso la vida? El que aprieta la jeringuilla gana. Por eso a Biswanger
le prohibí usar con tu madre cualquier tipo de profilaxis. Que muera
reventándose frente a esa pared blanca en Kreuzlingen. La hermosa pared blanca
de Kreuzlingen, famosa ya por sus resultados. Al que sientan delante de ella,
canta. Nadie ha permanecido mucho tiempo delante de ella sin que cuando lo
saquen a caminar no cante. Incluso ese Kropotkin que tanto te fascinó cuando
joven cantó como nadie después de estar unos días frente a la “tumba”. Ni
siquiera podía oír mencionar la palabrita anarquía. Mientras más se le
mencionaba la palabrita anarquía más agudo cantaba. Hasta pasitos de ballet
tiró el Kropotkin ese caminando por Kreuzlingen. Canciones rusas, canciones
japonesas, canciones mongolas. Tremendo repertorio el de los anarquistas. Uno
pensaría que alguien tan gordo y con tanta barba nunca llegaría a emocionarse
así, pero tendrías que haber visto a Kropotkin llorando y dando palmadas: trash
trash trash, trash trash… Tendrías que haberlo visto cantando el Allein
Gott in der Höh’ sei Ehr para que comprendieras. La pared blanca es el
futuro, te lo digo yo. Convierte a un anarquista en tenor, a un perro de pelea
en hámster, a un comecol en poeta. Le echa un manto de cal a todo lo malo y
cura. Es como el hielo, todo lo funde hasta que se descongela. La solución está
en no descongelar, como grita Biswanger poniéndose los espejuelos. Tener cuidado
de que nada se descongele, como me dice entre huesito y huesito Biswanger. Ya
verás cómo tu madre competirá incluso con la más fina cantante de Italia.
Cantará el mejor avemaría que se ha escuchado en el Este. Le saldrá primero un
chorrito de voz, tímido, y después cogerá fuerza. Ya verás. Siempre es lo mismo
con tu madre: primero tímida y después arrogante. Hasta cuando le hice crecer
várices por todo el cuerpo se mostró primero tímida y después arrogante. Se
balanceaba día y noche en aquel sillón de palo mostrándole las varices a toda
la familia y hablando de la gracia de Dios. Increíble. ¿Si yo era él que la
había castigado cómo iba a estar haciéndole un favor? Con los estúpidos no hay
arreglo. Ven grandeza en todo. Hasta en el infarto ven grandeza. A tu madre
tenía que haberle provocado cáncer en la lengua, como a tu abuela y a tu
bisabuela. Cáncer, para que cada vez que moviera los labios la gente a su
alrededor saliera huyendo. Para que le crecieran unas bolitas verdiblancas en
la lengua que le explotasen como si fuesen globos y tuviera que tragarse su
propia mierda, el pus apestoso del cual tiene lleno el cerebro. Imagina qué
cantaría ahora con cáncer en la lengua. Nada. Se quedaría quieta y no cantaría
nada. Se quedaría en blanco frente a la pared blanca y no cantaría nada, lo que
pondría a Biswanger nervioso. Por eso no, mejor no. Cáncer en los pulmones.
Várices en los pulmones. Diarrea en los pulmones. La voy a ir destripando poco
a poco. Le voy a convertir los pulmones en una salchicha. ¿Ella no hablaba de
salvación? Pues que demuestre ahora que se puede salvar. Que demuestre ahora
que existe la salvación. Haré que la entierren en un cajón vulgar, pintado de
negro, donde no exista nombre ni año ni cruz ni nada. Que no se sepa de ella
más nunca. Biswanger ya está en eso. Hoy salió con un hacha al bosque y cortó
madera. Le dije, constrúyele un cajón chiquitico. Uno donde no quepa completa,
le dije, para que así sepa incluso en el otro mundo lo que es el dolor. Un
cajón chiquitico donde no quepa completa, donde haya que picotearla como se
trocea una vaca. Déjala frente a la pared, le dije a Biswanger, y cuando se
muera, hacha en la cabeza, hacha en los pulmones, hacha en los intestinos,
hacha en las patas. Que se vaya hecha un rompecabezas al otro mundo. Y ve
diciéndoselo ya, le dije, para que sufra. Nada me da más placer que ver cómo le
entran a hachazos a los que sufren: imitadores todos de esa unidad que soy yo.
¿No se creen en verdad santos? Pues hacha. Biswanger se encarga. Biswanger se
encarga de todo. Hasta de las velas en tu entierro se encarga. Pone tu ataúd en
el medio de una sala y le pone cuatro velas grandes en cada esquina para que
todos puedan verlo. Cuatro velas grandes, de cera pura, de esas que se demoran
en quemar e imitan el sonidito del papel. Biswanger en eso es el mejor. A veces
incluso les pega a las velas una crucecita roja para que el sonido se haga más
fuerte y los loquitos de Kreuzlingen piensen que es el alma del difunto el que
está purificándose, soltando su energía mala, flotando. Y hay que ver lo que
hace Biswanger mientras tanto. Sale con un capote todo negro, con un collar de
cuentas de madera y baila. Baila hasta que casi se cae de cansancio dentro de
la caja. Baila como si fuese un enviado de otro mundo, el que va a llevar cada
pedazo del muerto hacia el cielo. Biswanger es un genio, te digo. Eso de la
danza ni siquiera se lo recomendé yo. Nació de él, de su creatividad. Igual que
las grabaciones de las canciones de los locos. Las colecciona y después las
vende en un estanco cercano. Las vende como única-voz-pura o algo así. No es
acaso bastante conocido que frente a la muerte tu voz se concentra de una
manera que pierde todo peso, todo rencor, toda súplica y se queda como
vulgarmente se dice, en el hueso: ¿la voz en sí? Biswanger sabe de esto y más.
Por eso te agarra cuando estás muriendo y te graba. Te graba hasta que tu voz
se hace tan delgada que se torna inimitable. Y después la vende. Las
grabaciones de voz las vende como música, melos fisiológico, objeto. No como voz
del alma. El alma no existe. El alma es fisiología y las voces que vende
Biswanger son tan reales como una obstrucción en el intestino. El alma es pura
engañifa, estafa. Algo que se inventaron los idiotas como tu madre para
confundir más a todos los caradeculos que le creen. ¿Tú me has
escuchado a mí hablar alguna vez del alma o algo así? El alma es una vela. Esas
velas que pone Biswanger en tu tumba y se queman. Ese sonidito. Y nada más
fisiológico que ese sonidito. Nada más material. Biswanger por suerte es un
vivo. No solo le saca partido a una pared en blanco, le saca partido hasta a tu
voz última, al sonido sin huesos, sin rostro, sin tendones, sin venas. Una
voz-tubo donde ya no interfiere nada, ni siquiera los sentimientos, como cuando
un carnicero descuartiza un puerco y lo cuelga en un gancho. Esa es la voz que
ha aprendido a oír Biswanger. Te promete una buena dosis de morfina y ahí hay
que ver cómo los loquitos renquean con la cabeza y se largan a cantar. Hasta la Misa
Glagolítica cantarían si los dejan. Por un poco de morfina son capaces
de violar a sus madres si los dejan. Y eso es lo que sabe Biswanger; lo que
usa. El ser humano es pura imitación, manada pura, y por un gramo de cualquier
mareíto es capaz de darle tres hachazos a su madre. Eso es lo que sabe
Biswanger. Por eso cuando se para en el estanco y exige cinco gröschen más, yo
solo puedo reírme. La voz humana es morfina. La gente compra las grabaciones
para sentarse en su butacón, tomarse un alcohol y escucharlas. Escuchar la voz
de alguien justo antes de morir, la voz sin músculo los hace caer en éxtasis,
cerrar los ojos y hacer las paces consigo mismos, con toda la maldad que alguna
vez han cometido. Cierran los ojos y olvidan. Ahí es donde está la morfina, el
secreto. Por eso hay voces que cuestan más de cinco gröschen. Voces que son
difíciles de pesar por el grado de refinamiento, de sutileza, de “pincho” que
poseen, como si la castración en vez de ser genital estuviese ubicada en el
mismo centro del cuerpo. Una castración de toda preocupación y toda angustia.
Voces que Biswanger tiene que reservarse para ofrecérsela solo a
coleccionistas. Personas que sepan degustar y diferenciar la voz x de la voz y.
Por esas voces Biswanger pide casi oro. Y me parece bien. Todo tiene un precio,
aunque los imbéciles no lo sepan y los estafadores se aprovechen de esto para
burlarse de los demás. Todo debe ser vendido a su verdadero precio. Si tu madre
hubiese vendido a su verdadero precio sus arengas, tal y como hacen todos los
demás, entonces yo la hubiera dejado tranquila. Hasta de la tuberculosis la
habría librado. Yo mismo hubiera venido a pulirle sus dos pulmones como si de
dos ventanitas en un ático se tratase. Le hubiera taponeado y curado el mal
olor. Pero no. Ella creía ser la enviada. Se creía más dios que dios. Y por eso
miré a Biswanger y le dije, cógela. Ahí es donde Biswanger no falla. Cuando te
agarra por el pescuezo no falla. Ni cuando te da tres hachazos para separar tu
cuerpo. Está entrenado con huesitos de hierro, no lo olvides. Todo el que
quiera salir adelante en este mundo tiene que entrenarse con huesitos de
hierro. Y mi perro suizo es un experto en eso. Primero pared blanca. Después
canto. Después grabaciones y dinero. Y después a la caja. Ahí Biswanger no
falla. Lleva años haciéndolo. Lo que para otros es espanto, para él es rutina.
Rutina y deseo, ya que ése sí disfruta de su trabajo. No como otros que
constantemente reniegan. Ese no. Ese muerde si hay que morder. Te entierra si
hay que enterrarte. Corta árboles si eso es lo que yo le ordeno. Y siempre con
el mismo rostro, con la barbita siempre bien recortada, el semblante fresco, el
surco de pelos bien afilado en el cogote. Es un maestro de los buenos modales y
el secreto. En él se puede confiar. Quiere dinero y lo reconoce, no lo encubre
bajo sermones y nosecuántascosas caritativas; en el asco. A
ese lo enseñé yo a reconocerse a sí mismo. Por eso abrió con sus propias manos
el hueco donde había que echar la caja donde están los pedazos de tu madre y lo
taponeó, así como le ordené. No quiero que ustedes la encuentren más. Olvídense
de ella, dijo. Olvídate de ella, me dijo. Ya está muerta y a tres metros bajo
tierra. Ya ni canta. Así que olvídate. Los muertos no cantan, por suerte. Y la
voz de tu madre fue bastante espantosa hasta el último minuto. Así que
olvídate. Nunca vas a saber dónde está su caja. Ni su caja ni sus huesos ni ese
mal olor que tanto la caracterizaba y volvió loco a todo el mundo en
Kreuzlingen. He dado órdenes de que no puedas encontrar nada. Es lo mínimo que
puedo cobrar por ni siquiera haber podido vender las grabaciones que Biswanger
le hizo. Lo mínimo. Así que desaparécete. ¡Raus! El foxtrot es una cosa
difícil. Un baile de fuerza y hay que dedicarle energía, cerebro, imaginación.
Y tiempo es lo que no tengo. Así que dale, menea, o llamo a Biswanger…
Fragmento de la novela inédita El Imperio Oblómov
Tomado de Specimen. Última narrativa latinoamericana
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