Zbigniew Herbert
Los
relatos existentes acerca de la anatomía de Cancerbero, como los referidos a su
vida vegetativa e intelectual, son voluminosos, pero también muestran
inquietantes incongruencias. La intención de este trabajo es esclarecer, con
abundante luz, esta problemática tan tenebrosa.
Según la narración del arqueo-poeta, Cancerbero
fue simplemente un perro. Dante lo considera un gusano. Hesíodo lo cita dos
veces en la Teogonía, pero no puede decidirse si tuvo una o 50 cabezas. Píndaro
duplica este número. Horacio le regala la crin de serpientes. Los escultores y
pintores lo presentan cuando mucho con tres cabezas. Los escritores de las tragedias
también se limitan a tres cabezas. Aquí tengo que hacer una observación: el
idioma tiende a las hipérboles y las exageraciones, o quién sabe, puede llegar
hasta a las mentiras, mientras la expresión en el mármol o en la pintura impone
una objetiva simplicidad.
El acontecimiento de la lucha de Heracles con
Cancerbero, el guardián del reino de los muertos, resulta poco claro a causa de
la falta de luz en el lugar de la acción. Ésta fue la décima, la última y la más
difícil obra de Eros. Por esta razón sucedió casi en la oscuridad, como ocurre
en el mundo del más allá. ¿Y cómo fue la lucha? Con base en los restos “arqueológicos
literarios” no se puede obtener una opinión clara, hay versiones diferentes e
incluso contradictorias. Oscilan entre una sangrienta batalla o un leve paseo
de cacería detrás de una presa. Algunos dicen que Cancerbero fue regalado a
Heracles por Cora, como le regalan los padres una bicicleta a un niño por comportarse
bien. Otros sostienen la idea de que Hades, gobernante de lo subterráneo y
quien se estaba aburriendo mortalmente, organizó algo parecido a un torneo. El
animal y el hombre pelearon larga y dolorosamente.
Queda abierta la cuestión, ¿qué carácter tenía
Cancerbero? Comúnmente se le considera exageradamente endemoniado, mientras que
en realidad parecía tener en el reino de Hades un papel totalmente simbólico,
similar a un guardia suizo en un hotel. El número de muertos que quieren regresar
a la tierra es minúsculo. Cancerbero no estaba sobrecargado de trabajo. Era
como un letrero “Perro peligroso” o “No hay salida”. ¿A quién se le ocurre
pensar que era un diablo, si se le podía sobornar con un pastel de miel? Toda
su función amenazadora consistía en menear la cola.
Como sea que fuese, el hecho es que durante la
lucha entre Heracles y Cancerbero ninguno fue herido. No fue ésta ninguna batalla
stricto sensu, más bien una maniobra estratégica: rodear al enemigo y obligarlo
a la capitulación incondicional. Seguramente Heracles utilizó el método clásico
de asfixiar. Aunque esto ya es un detalle. Lo importante es que el héroe,
semiasfixiado, se asomó con su presa a la superficie del mundo.
Y esto sucedió no se sabe dónde exactamente.
Una vez más, las fuentes son dudosas y mencionan varios lugares diferentes en
el mapa del mundo. El problema es evidentemente académico. La experiencia indica
que en cada civilización desarrollada los descensos al infierno son múltiples.
Llegan a ser más numerosos que los expendios de cerveza y los buzones del
correo.
Cancerbero ladraba en el infierno con la voz
de un imponente bajo. En el Louvre se encuentra una ánfora, muda por cierto, en
la que el pintor Andokides narró la lucha entre Heracles y Cancerbero. Heracles
toma la posición del corredor al arranque. El tórax expuesto hacia delante, la
mano derecha se dirige a la frente de la bestia, en la izquierda sostiene una
imponente cadena. Cancerbero tiene dos cabezas. Una vigilante y provocadora,
pero la otra se agacha hacia el suelo, como si esperara la caricia del hombre.
Éste es el principio de la tragedia llamada “domesticación”.
¿Cómo se sintió Cancerbero la víctima del
atentado? El ligero shock a causa de la pelea ya había pasado y ahora empezaba otro,
tan fuerte, que ponía en peligro el corazón del perro. Se sentía como el pez
del mar profundo sacado a la superficie.
Como una avalancha caían sobre él los sonidos,
las formas y los olores.
El mundo se le presentaba en los colores
rabiosamente intensos como los de las telas de los fovistas: el pasto color
fuego, los árboles rojo ocre, las rocas calizas color violeta, el cielo verde.
Solamente Heracles aparecía en los tonos suaves
y su silueta estaba rodeada de los contornos delicados y pulsantes.
Más difícil de soportar fue la inundación de
los 500 000 olores. Había el Sol en llamas sobre la tierra reseca.
Bajo un encino, en una alta colina, estaban
acostados, juntos, el perro y el hombre. No se quitaban la vista. Más
desconfiados que hostiles.
Heracles olía a sangre, a piel y a tormenta. Cancerbero
a albúminas en descomposición. Pertenecían a dos mundos diferentes e
irreconciliables.
Heracles pensó de repente que si Cancerbero
quisiera abandonarlo no podría interponerse ante esto. Decidió tomar la palabra.
En estas circunstancias el sonido de la voz tiene la fuerza de cautivar.
HERACLES: Escúchame, bestia, eres mi esclavo. Si
tratas de huir te partiré el cráneo, los cráneos —se corrigió, recordando algunos
tratados de derecho internacionales.
Cancerbero emitió un largo gruñido. Ahora es
de noche y hay luna llena. Cancerbero se levanta sobre las dos patas delanteras.
Heracles toma su mazo ensangrentado. Y en este momento resuena el canto.
Es inútil describir la música. Los que pueden
tener cierta idea acerca de la cantata de Cancerbero son los que han escuchado
la voz del lobo en las noches de invierno sobre las planicies nevadas. Para los
que no participaron de este milagro, presento una trascripción aproximada, como
una reproducción de la obra de Rembrandt en un periódico.
Aquí
está anotada la partitura de este canto. La encontré en la obra de Alexander Schmook:
Der Wolf sein Wesen und Seine Stimme
(Tubinga, 1848):
Hur hau u uh
Hau hau
U i jaur huuu
Ho hau
Hurrrrr ho hauuuh
Jau jau ho hurrr hau uh.
Después
vino un silencio muy sonoro. Y las repeticiones de la voz en los intervalos
iguales del tiempo. Heracles se conmovió con el canto de Cancerbero, como si
fuera una gigantesca ola del océano. Escuchó. Tenía ganas de aullar junto con
él, pero sabía que iba a hacer el ridículo, ya que no lograría sacar de su
garganta tanta dignidad y desesperación. Con su voz, no hubiera podido describir
las cordilleras de la tierra, los precipicios del espacio, innumerables fuentes
de la sangre en los cuerpos de los animales, los secretos del agua y de la sed,
los escondites de la luz y las amplias negruras.
El camino que estaban recorriendo para llegar
con el rey Euristeo, que iba a liberar a Heracles de este anatema, era muy
largo. Cancerbero empezaba a encariñarse con Heracles sin que él tuviera que
hacer algo por ello. Su naturaleza de monstruo experimentó la metamorfosis y se
transformó en la naturaleza del perro.
Las personas con tendencias sentimentales hubieran
encontrado algo conmovedor en esto, pero el testigo de este cambio tenía el espíritu
libre de los sentimientos y a su vez violento. Con dificultad lograba dominar
su creciente furia cuando se daba cuenta de que si levantaba la cabeza para
mirar arriba Cancerbero hacía lo mismo. El perro se transformó en un espejo de
su dueño, y hay que agregar que, por la diferencia de la postura, fue éste un
espejo en horizontal.
Lo
peor estaba por venir. Cancerbero empezó a hablar. En un principio torpemente, babeando.
Pronunciaba las palabras “comu, duermu”, pero cada día su vocabulario se
enriquecía y las estructuras se complicaban. Heracles, especialmente durante
las noches, olvidaba que viajaba con el perro. Reprimía sus sentimientos,
recordando que su papel se limitaba a trasladar al cautivo.
HERACLES:
No me gustas nada.
CANCERBERO
(filosóficamente): No cualquiera puede ser Heracles.
HERACLES:
No se trata de la moda, pero por lo menos podrías intentar aparentar ser un
perro normal. Creo que no tendrás gran éxito con las hembras.
Aquí,
Heracles se quedó callado. Tocó un tema delicado. Durante el camino encontraron
hembras caninas, pero Cancerbero no les prestó atención.
CANCERBERO:
Si hubieras vivido entre los cuerpos en descomposición, también perderías el
apetito para todo.
HERACLES:
¿Por qué comes pasto y hueles las flores y no cazas por lo menos una liebre?
¿Qué es esto? (con dulzura): ¿Por qué no aúllas un poco? ¿Te acuerdas de nuestra
primera noche bajo el encino? Dios mío, cómo se va el tiempo. Aúllas
verdaderamente hermoso.
CANCERBERO:
¿Cómo quieres que aúlle, si ya me domesticaste?
HERACLES:
Hazme caso, maldito perro. Cualquiera puede hablar. Te ordeno que aúlles,
¿entiendes?
CANCERBERO:
No voy a aullar.
HERACLES:
Duerme, pues.
Sí,
pensaba Heracles apuradamente, hay que romper esta relación absurda. Cuando el
rey Euristeo vea a Cancerbero, se dará cuenta de que es un personaje más cómico
que peligroso y me encargará otro trabajo más. En cambio la gente se dará cuenta
de que la vida después de la muerte es puro cuento. ¿Y qué va a pasar con la moda
para la muerte y su discreta presencia llena de indefiniciones?
Amanecer.
Heracles y Cancerbero despiertan en el mismo momento, como si su sueño y su
despertar estuvieran amarrados con un hilo común.
HERACLES:
Escúchame, pinche perro. Hace tiempo que por tu culpa no hago ofrendas.
CANCERBERO:
¿Cómo que por mi culpa?
HERACLES:
Tengo que cuidarte.
CANCERBERO:
Es algo muy bonito de tu parte.
HERACLES:
De ninguna manera es bonito. Estoy cayendo en el ateísmo. Estoy descuidando los
deberes religiosos. Ya es tiempo de arreglar esto. Justo hay una oportunidad.
¿Ves ese templo en el horizonte?
CANCERBERO:
Veo muy mal, tantos años en la oscuridad...
HERACLES:
Deja de conmoverte contigo mismo. El templo realmente está muy lejos.
CANCERBERO:
Me quedaré echado.
Así es como empezó la huida del héroe. Corrió
adelante, sin mirar a los lados, a veces se detenía, escuchaba, volteaba alrededor
muy inquieto. Cambiaba las direcciones, iba contra el viento, cruzaba los
pantanos y los arroyos, todo para perder sus huellas, que se pegaban a cada pasto,
a cada granito de arena, llevando el persistente olor del amo junto con el olor
de su perro, lo que cualquier perro identifica en un instante como un olor
especial, único, olor a los dioses.
Así
que uno huye no sólo del enemigo sino también de la responsabilidad de arraigarse.
Lo hacen todos o por lo menos conocen bien este deseo de hacerlo. Al anochecer
Heracles se preparó un camastro entre las ramas de un viejo olmo. Se durmió en
una torre, muy tranquilo.
En
la mañana, los dos ojos del perro observaban cada movimiento del recién despierto.
El resto del camino, que parecía una maratón para llegar a la meta, lo
recorrieron hasta los límites de la resistencia del corazón humano y del
canino, ya casi sin pernoctar, ni descansar. Heracles se aburría y decidió
darle clases de historia natural a Cancerbero, considerando los alcances más
modernos de la ciencia. Partidario del método de la demostración, metió la mano
en el pasto, como en agua verde.
—Mire
usted, aquí tenemos Trifolium pratense,
comúnmente llamado trébol, puede ser de dos años o de más duración, la raíz
está extensa, ahusada. Sobre las delicadas raíces se forman las verrugas que
contienen las bacterias para asimilar el azoto (como en todas las
papilionáceas). Retoños llenos de pelusa. Flores de rojo claro o púrpura.
Forman cabezas esféricas siempre apoyadas en sus bases por hojas protectoras.
El cáliz tiene la forma de tubos acampanados. Otra vez metió las manos en el
pasto y sacó un objeto ovalado y rojo.
—Éste
es un bicho, Dorcus parallelopipedus.
Es muy tragón. Vive en los bosques frondosos. Sus larvas se desarrollan en la
madera carcomida de los encinos y hayas. ¿Me entiendes, bicho? Mañana platicaremos
sobre la fotosíntesis y sobre una obra temprana de Kant, Algemaine Naturgestichte und Teorie des Himmels. Ahora duérmete, mi
tontito.
A
Micenas llegaron en la noche. La ciudad estaba vacía, caía una pequeña y fría
llovizna, ya que se aproximaba el otoño. Caminaron por las calles desiertas, a
lo largo de los muros color hígado. Primero Heracles, que con dificultad hacía
la cara de vencedor, luego Cancerbero, contento con él mismo, estúpidamente
alegre, intentando ir al paso como un obediente recluta.
Como
entrada de un triunfador, ésta era absolutamente ridícula, a pesar de que fue ésta
una historia muy dramática, la que sucedió sólo una vez en la historia del
mundo, la que se mereció una corona de laureles de las multitudes aplaudiendo y
el resonar de las trompetas.
Pero
desde el principio hasta el final, esta hermosa flor del triunfo fue carcomida por
el gusano y el héroe fue tocado por la peor de las fatalidades: la banalidad.
Ésta
aplastó todo, lo desolló de la gloria, empujó el maravilloso hecho hacia abajo,
a la esfera de la anécdota. Tal vez hubiera sido un alivio para Heracles,
cuando se batía en esta lluvia y lodazal acompañado por su monstruo, si hubiera
sabido que el rey Euristeo lo miraba desde la ventana de su palacio con
creciente terror.
Cancerbero
estaba enloquecido. Nunca había visto tanta gente oliendo a vino y a ajo. Fue
una amenaza para los mercados de verduras. Se comía una infinidad de
coliflores, pepinos y camotes. Andaba entre los puestos, que olían a apio, espantando
a los vendedores. Los niños lo adoraban y lo montaban a pelo. El rey Euristeo
no quería ver ni a Heracles ni a Cancerbero. Simplemente ordenó que se largaran
de la ciudad.
—¿Sabes
qué, perro? —decía Heracles—, estoy cansado de esta constante y hambrienta
travesía de una ciudad a otra. Debemos instalar un circo. Ante una multitud de
mirones vas a caminar en dos patas y yo tiraré del fuete, como para asustarte.
¿Sabes caminar en dos patas?
—Por
supuesto —respondió un poco indignado Cancerbero—. La idea le gustó.
Un
día, Heracles trajo un costal de yute de una ciudad cercana y, sin mayor cuidado,
mencionó que iba a dormir sobre él, porque sus huesos ya no aguantaban estar echados
sobre el suelo.
Cancerbero
lo recibió con absoluta confianza, como todo lo que le decía su amo. En ninguna
de sus dos cabezas se le había ocurrido que se estaba acercando el trágico
final de toda la historia.
Para
la eternidad queda la pregunta: ¿cómo pudo Heracles meterlo adentro de un oscuro
hoyo —ese húmedo y sucio costal—, sacudido por los desamparados gritos y
aullidos del amor traicionado?
Traducción
de María Mizersk
Tomado de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, marzo de 2003