Fernando Vallejo
Hombre Gabo: te voy a contar
historias de Cuba porque aunque no me creas yo también he estado ahí: dos
veces. Dos vececitas nomás, y separadas por diez años, pero que me dan el
derecho a decir, a opinar, a pontificar, que es lo que me gusta a mí, aunque por
lo pronto solo te voy a hablar ex cátedra, no como persona infalible que es lo
que suelo ser. Así que podés hacerme caso o no, creerme o no, verme o no. Si
bien el águila, como su nombre lo indica, tiene ojo de águila, cuando vuela
alto se traiciona y no ve los gusanos de la tierra. Eso sí lo tengo yo muy
claro.
Llegué a Cuba la primera vez con
inmunidad diplomática, en gira oficial arrimado a una compañía de cómicos
mexicanos que protegía el presidente de México, protector a su vez de Cuba,
Luis Echeverría. No sé si lo conocés. Con él nunca te he visto retratado.
Retratado en el periódico te he visto con Fidelito Castro, Felipito González,
Cesarito Gaviria, Miguelito de la Madrid, Carlitos Andrés Pérez, Carlitos
Salinas de G., Ernestico Samper. Caballeros todos a carta cabal, sin cuentas en
Suiza ni con la ley, por encima de toda duda. ¿Con el Papa también? Eso sí no
sé, ya no me acuerdo, me está entrando el mal de Alzheimer. Sé que le tenías
puesto el ojo, tu ojo de águila, a Luis Donaldo Colosio, pero te lo mataron. Me
acuerdo muy bien de que cuando lo destaparon (cuando lo destapó tu pequeño
amigo Carlitos Salinas de G. para que lo sucediera en su puesto, la presidencia
de México, supremo bien) madrugaste a felicitarlo. Le diste, como quien dice
(como se dice en México) “un madrugón”.
–¿Y qué hace usted, Gabo, en casa
del licenciado Colosio tan temprano? ¿Es que es amigo de él? –te preguntaban
los reporteros curiosos.
–No –les contestaste–. Pero voy a
ser. Tenemos muchas afinidades los dos.
–¿Como cuáles?
–Como el gusto por las rancheras.
Nos encantan a los dos. Por eso madrugué hoy a cantarle “Las mañanitas”.
Gabo: estuviste genial. Me sentí
en México tan orgulloso de vos y de ser colombiano...
Donde sí no te vi fue en el
entierro de Colosio cuando lo mataron (cuando lo mató el que lo destapó, vos ya
sabés quién porque era tu amigacho). E hiciste bien. No hay que perder el
tiempo con muertos. Que los muertos entierren a sus muertos, y que se los coman
los gusanos, y que les canten “Las mañanitas” sus putas madres.
¿Pero por qué te estoy contando a
vos esto, tu propia vida, que vos conocés tan bien? ¿Narrándole yo, un pobre
autor de primera persona, a un narrador omnisciente de tercera persona su
propia vida? ¿Eso no es el colmo de los colmos? No, Gabito: es que yo soy
biógrafo de vocación, escarbador de vidas ajenas, y te vengo siguiendo la pista
de periódico en periódico, de país en país y de foto en foto en el curso de
todos estos largos años por devoción y admiración. Tu vida me la sé al dedillo,
pero ay, desde fuera, no desde dentro porque no soy narrador de tercera persona
y no leo, como vos, los pensamientos. Vos me llevás a mí en esto mucha ventaja
desde que descubriste a Faulkner, la tercera persona, el hielo y el imán.
Y a propósito de hielo. Ahora me
acuerdo de que te vi también en el periódico con Clinton en una fiesta en
palacio, en México, “rompiendo el hielo”, como les explicaste a los periodistas
cuando te preguntaron y les contestaste con esa expresión genial. Vos de hielo
sí sabés más que nadie y tenés autoridad para hablar. ¿En qué idioma hablaste
con Clinton, Gabito? ¿En inglés? ¿O le hablaste en español cubano? Ese Clinton
en mexicano es un verdadero “mamón”, que se traduce al colombiano como una
persona “inmamable”. Ay, esta América Latina nuestra es una colcha de retazos
lingüísticos. Por eso estamos como estamos. Por eso el imperialismo yanqui nos
tiene puesta la bota encima, por nuestra desunión. Si vos vas de palacio en
palacio –del de Nariño al de Miraflores, del de Miraflores a Los Pinos, de Los
Pinos a La Moncloa–, lo que estás haciendo es unirnos. Vos en el fondo no sos
más que un sueño bolivariano. Gracias, Gabo, te las doy muy efusivas en nombre
de este continente y muy en especial de Colombia. Sé que ahora andás muy
oficioso entre Pastrana y la guerrilla rompiendo el hielo. Vas a ver que lo vas
a romper.
Bueno, te decía que he estado dos
veces en Cuba y que me fue muy bien. En la primera me conseguí un muchacho
esplendoroso, y te paso a detallar enseguida una de las más grandes hazañas de
mi vida: cómo lo metí al hotel. Pero te lo presento primero en la calle vestido
para que le quitemos después la ropa prenda a prenda en la intimidad del
cuarto: de dieciséis tiernos añitos, de ojos verdes, morenito, con una
sexualidad que no le cabía en los pantalones, lo que se dice una alucinación.
Sus ojos verdes deslumbrantes se fijaron en los pobres ojos míos apagados, y la
chispa de sus ojos viéndome incendió el aire. ¡Uy, Gabo, qué incendio, qué
inmenso incendio en Cuba, el incendio del amor! Menos mal que medio lo apagamos
después en el cuarto, porque si no, les quemamos los cañaverales y listo, se
acabó la zafra.
–¿Cómo te llamas, niño? –le
pregunté.
–Jesús –me contestó.
Se llamaba como el Redentor.
–¿Y qué podemos hacer a estas
alturas de mi vida y a estas horas de la noche? –le pregunté.
–Hacemos lo que tú quieras –me
contestó.
–Entonces vamos a mi hotel.
–Aquí los cubanos no podemos ir a
ninguna playa ni entrar a ningún hotel –me explicó–. Pero caminemos que esos
que vienen ahí son de la Seguridad del Estado, y además nos están viendo desde
aquel Comité de Defensa de la Revolución.
–¿Y de quién la están
defendiendo?
–No sé.
La estarán defendiendo, Gabo, de
los pájaros. Vos me entendés porque vos sos un águila.
Los dos pájaros o maricas seguimos
caminando, y caminando, caminando, llegamos a los prados del Hotel Nacional.
Era el único sitio solitario en toda La Habana. A mi hotel, el Habana Libre, ex
Hotel Hilton (que construyó Batista pues la revolución no ha construido nada),
era imposible entrar con Jesús: el hall era un hervidero de ojos y oídos
espiándonos. El estalinismo, ya sabés Gabito, que es lo que procede montar en
estos casos: si al pueblo se le deja libre acaba hasta con el nido de la perra
y de paso con la revolución.
Ese Hotel Nacional de esa noche
era irreal, alucinante, palpitaba como un espejismo del pasado. Ardiendo sus
luces como debieron de haber ardido las luces de la mansión de El Cabrero, la
que tenía Núñez en Cartagena, hace cien años, con su esposa doña Soledad. Pensé
en Casablanca, la de Marruecos, y en el ladrón de Bagdad. Y entonces, de
súbito, como si un relámpago en la inmensa noche oceánica me iluminara el alma,
entendí que Castro, el tirano, había logrado lo que nadie, el milagro: había
detenido el tiempo. En los marchitos barrios de Miramar y de El Vedado, en los
ruinosos portales, en el malecón, el monstruo había detenido a Cuba en un
instante exacto de la eternidad. Entonces pude volver a los años cincuenta y a
ser un niño. Nos sentamos en un altico de los prados, cerca de unas luces
fantasmagóricas y un matorral. El mar rugía abajo y las olas se rompían contra
el malecón. Tomé la cara de Jesús en mis manos y él tomo la mía en las suyas y
lo fui acercando y él me fue acercando y sus labios se juntaron con los míos y
sentí sus dientes contra los míos y su saliva y la mía no alcanzaban a apagar
el incendio que nos estaba quemando. Entonces surgió de detrás del matorral un
soldadito apuntándonos con un fusil.
–¿Qué hacés, niño, con ese
juguete? –le increpé–. Apuntá para otro lado, no se te vaya a soltar una bala y
acabés de un solo tiro con la literatura colombiana.
Fijate, Gabo, que no le dije:
“Qué haces, niño” o “Apunta para otro lado” sino “Qué hacés” y “Apuntá”, con el
acento agudo del vos antioqueño que es el que me sale cuando yo soy más yo,
cuando no miento, cuando soy absolutamente verdadero. ¡El susto que se pegó el
soldadito oyéndome hablar antioqueño! Hacé de cuenta que hubiera visto a la
Muerte en pelota. O que hubiera visto en pelota al hermano de Fidel, a Raúl, el
maricón.
–No te preocupes, que anotó mal
mi apellido –me dijo Jesús.
Y en efecto, el apellido de Jesús
es más bien raro, y Jesús vio que el soldadito lo escribió equivocado.
¿Y cuál es el apellido de Jesús?
Hombre Gabo, eso sí no te lo digo a vos porque estando como estamos en este
artículo en Cuba desconfío de tu carácter. No te vaya a dar por ir a denunciar
a mi muchachito ante la Seguridad del Estado o ante algún Comité de Defensa de
la Revolución.
Anotado que hubo el nombre de
Jesús en la libretica con su arrevesada y sensual letra, como había aparecido,
por la magia de Aladino, desapareció. ¿Pero sabés también qué pensé cuando el
soldadito nos estaba apuntando? Pensé: ¿y si la misa de dos padres la
concelebráramos los tres? Un ménage à trois, une messe à
trois pour la plus grande gloire du Créateur? Pero no, no se pudo, no pudo
ser.
Se fue pues el soldadito, se nos
bajó la erección, y echó a correr otra vez el tiempo, la tibia noche habanera.
–Jesús, esto no se queda así. Si
no me acuesto contigo esta noche me puedo morir.
–Yo también me puedo morir –me
contestó.
Estando pues como estábamos en
grave riesgo de muerte los dos, determinamos irnos a mi hotel, al Habana Libre,
a ver qué pasaba. Yo tenía una camisa rojita de cuadros y él una gris
descolorida, hacé de cuenta como de la China de Mao. En el baño del hall del
Habana Libre las intercambiamos: yo me puse la suya vieja, gastada, comunista;
y él la mía nueva, reluciente, capitalista. Mi gafete del hotel se lo puse a
Jesús en lo más visible, en el bolsillo de la camisa, y yo me quedé sin nada.
Cruzamos el hall de los espías y entramos al ascensor de los esbirros. Dos
esbirros del tirano operaban el ascensor y nos escrutaron con sus fríos ojos.
Jesús con mi camisa reluciente de prestigios extranjeros y mi gafete no
despertaba sospechas. Yo con mi camisa cubana y sin gafete era el que las
despertaba. ¿Pues sabés, Gabito, qué me puse a hacer mientras subía el ascensor
para despistarlos? ¡A cantar el himno nacional! El mío, el tuyo, el de
Colombia, en Cuba. ¿Te imaginás? “Oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal,
en surcos de dolores el bien germina ya”. ¡Gloria y júbilo los míos, carajo, me
volvió la erección! ¡Nos volvió la erección! Y así, impedidos, caminando a
tropezones, recorrimos un pasillo atestado de visitantes rusos y de cancerberos
cubanos. Los rusos cocinaban en unas hornillas de carbón, con las que habían
vuelto al viejo Hilton un chiquero, un muladar. ¡Qué alfombras tan manchadas,
tan quemadas, tan desastrosas! Ni las del Congreso de Colombia. ¡Y las
cortinas, Gabo, las cortinas! La guía nuestra, una muchacha bonita, se había
hecho un vestido de noche con un par de ellas. Pero para qué te cuento lo que
ya sabés, vos que habés vivido allá tantos años y con tantas penurias.
Con la erección formidable y al
borde de la eyaculación entramos Jesús y yo a mi cuarto. Las cárceles a mí, y
por lo visto también a Jesús, me despiertan los bajos instintos, y me
desencadenan una libido jesuítica, frenética, salesiana. Pero pasá, Gabito,
pasá con nosotros al cuarto que vos sos novelista omnisciente de tercera
persona y podés entrar donde querás y ver lo que querás y saber lo que querás,
vos sos como Dios Padre o la KGB. Pasá, pasá.
Pasamos al cuarto, y sin alcanzar
a llegar a la cama rodamos por el suelo, por la raída alfombra, como animales.
¡Uy, Gabito, qué frenesí! ¡Qué espectáculo para el Todopoderoso, qué porquerías
no hicimos! Por la quinta eyaculación paramos el asunto y entramos en un
delirio de amor. Salimos al balconcito, y con el mar abajo rompiéndose
enfurecido contra el malecón, y con la noche enfrente ardiendo de cocuyos, y
con el tiempo otra vez detenido por dondequiera, atascado, empantanado, nos
pusimos a reírnos de los esbirros del tirano, y del tirano, y de sus putas
barbas, y de su puta voz de energúmeno y de loco, y de todos los lambeculos
aduladores suyos como vos, y riéndonos, riéndonos de él, de vos, empezamos a
llorar de dicha y luego a llorar de rabia y ahora que vuelvo a recordar a Jesús
después de tantísimos años me vuelve a rebotar el corazón en el pecho dándome
tumbos rabiosos como los que daban esa noche las olas rompiéndose contra el
malecón.
Pero te evito, Gabo, mi segundo
viaje a La Habana, mi regreso por fin al cabo de diez años en los que no dejé
nunca de soñar con él, con Jesús, mi niño, mi muchachito, y el desenlace: cómo
la revolución lo había convertido en una ruina humana. Ya no te cuento más, no
tiene caso, vos sos novelista omnisciente y de la Seguridad del Estado y todo
lo sabés y lo ves, como veía la Santa Inquisición a los amantes copulando per
angostam viam en la cama: los veía la susodicha en el lecho desde el techo
por un huequito.
Tomado de El Malpensante,
noviembre-diciembre de 1988.
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