Reinaldo Arenas
Súbito y enfurecido -cual una bala de cañón- caía el
sol detrás de un inmenso palmar cuando invadieron la casa de las calderas los
dueños del ingenio La Tinaja en compañía de sus familiares, amigos
y empleados.
Guiaba la procesión el cura de El Mariel, revestido
con sotana de lujo y bonete de ceremonia. Detrás venían doña Rosa, sus tres
hijas e Isabel Ilincheta, todas de traje largo, sobre falda y mantilla, y
portando cada una un largo cirio encendido. Más allá, solemnes y de negro frac,
los señores don Cándido de Gamboa, Leonardo, el técnico norteamericano,
el médico del ingenio, el mayoral y el mozo (o maestro) del azúcar. Cada uno
con su sombrero bajo el brazo.
La ceremonia que iba a tener lugar era para ellos de
suma importancia. Por primera vez en aquel central -y en toda la Isla de Cuba-
se iba a utilizar una máquina de vapor. Lo cual significaba que el antiguo
trapiche tirado por caballos o mulas, y hasta por los mismos esclavos, sería
superado, dando paso a un sistema de producción mucho más eficaz y rentable.
La enorme máquina, de construcción
inglesa, pero traída de los Estados Unidos, se alzaba al descubierto en el
mismo centro del Batey, junto a la casa de calderas donde numerosos esclavos,
descalzos y semidesnudos en medio de un calor asfixiante, trajinaban
incesantemente estimulados por el látigo del contramayoral.
Rápidamente, a un lado del imponente artefacto, la
servidumbre dispuso confortables butacas de campeche y sillones de mimbre donde
los señores y las damas, luego de haber colocado las velas encendidas alrededor
de la maquinaria, se sentaron para observar la ceremonia.
Circularon entre los caballeros las copas de vino y
los puros o habanos generosamente dispensados por don Cándido, mientras que las
damas bebían guarapo caliente rociado con aguardientes de Canarias, el cual era
ceremoniosamente servido por el mozo del azúcar, hermoso criollo que
evidentemente galanteaba a Adela, lo que irritaba sobremanera a su hermano,
Leonardo, quien no concebía que Adela pudiera amar a hombre alguno fuera de él
mismo.
En tanto, los esclavos, entre incesantes latigazos,
echaban leña a toda velocidad en las fornallas a fin de aumentar la presión de
las calderas para que comenzase a funcionar el trapiche mecánico.
Cuando el técnico norteamericano calculó que la
máquina ya tenía suficiente presión, el cura se puso de pie, avanzó hasta el
enorme artefacto, murmuró una breve oración en latín y roció los cilindros con
agua bendita, sirviéndose para ello de un hisopo de plata. Inmediatamente dos
caballeros condujeron hasta el trapiche mecánico un haz de cañas atados con
cintas (de seda) blancas, azules y rojas que sujetaban por los extremos las
cuatro señoritas.
Se depositaron las cañas de azúcar. El señor cura se
persignó y los demás lo imitaron. Iba a comenzar la primera molienda a vapor en
el célebre ingenio La Tinaja. Todos, aun los mismos
esclavos, se mantenían a la expectativa. Pero lo cierto fue que el trapiche no
se movió.
El técnico norteamericano rectificó la presión en
los relojes de la caldera. Se les ordenó a los esclavos que metieran más leña
en los hornos. Los relojes marcaron aún más presión. Pero el trapiche seguía
paralizado. Una nueva remesa de latigazos hizo que los negros alimentaran
vertiginosamente aquellas bocas de fuego. La presión de la máquina subió al
máximo. De un momento a otro sus poleas se pondrían en marcha y harían
funcionar el trapiche.
Pero nada de eso ocurrió.
Don Cándido parecía desesperado, doña Rosa se
agitaba en su amplio sillón, el cura comenzó una oración mientras miraba el
limpio cielo del oscurecer tropical.
-Quizás alguna polea, o varilla o algo en el
mecanismo se ha trabado-tradujo el mozo del azúcar las palabras del técnico
norteamericano.
-¡Pues que se destrabe! -rugió don Cándido.
El técnico, el mayoral, el mozo del azúcar y hasta
el médico del ingenio (que ya hasta había sacado su estetoscopio) se acercaron
al vientre de la máquina con el fin de localizar el fallo. Pero el inmenso
aparato estaba al rojo vivo, por lo que retrocedieron de inmediato.
-¡Traigan a los negros menos estúpidos! -ordenó el
mayoral al contramayoral- ¡Que se suba allá arriba a ver si hay alguna correa
desenganchada!
De inmediato varios negros, todos relativamente
jóvenes y fornidos, tuvieron que encaramarse a golpes de latigazos y amenazas
de muerte sobre la maquinaria y mientras se achicharraban pies y manos
trajinaban como podían sobre aquella superficie de fuego. Finalmente uno de
ellos, pensando, seguramente, que allí estaba el fallo, abrió la enorme válvula
de seguridad del tubo de escape. Se produjo entonces un insólito estampido y de
inmediato, impelido por la violencia del vapor condensado, el negro, dejando
una estela de humo, voló por los aires, elevándose a tal altura que se perdió
de vista mucho más allá del horizonte. Se oyó otro cañonazo y un segundo negro
atravesó también el cielo. Un tercer estampido y otro negro se confundían ya
con el azul.
Por lo que don Cándido, verdaderamente aterrado, se
puso de pie y gesticulando gritó:
-¡Paren ese aparato o se me van todos los esclavos!
¡Yo sabía que con los ingleses no se puede hacer ningún negocio! ¡Eso no es
ninguna máquina de vapor, es una treta de ellos para devolver los negros a África!
Oír los negros del central aquella revelación y
correr hacia la máquina de vapor fue una misma cosa. En menos de un minuto
cientos de ellos se treparon descalzos al gigantesco y candente lomo mecánico y
al grito de “¡A la Guinea!” se introducían por el tubo de escape, cruzando de
inmediato, a veces por docenas, el horizonte.
Con velocidad realmente inaudita casi todos los
esclavos de la dotación se prepararon para un viaje que ellos suponían
prolongado. Así, entre los innumerables negros que iban metiéndose en la
máquina se veían muchos provistos de repentinos equipajes donde llevaban toda
su fortuna: una güira gigantesca, un racimo de cocos, una jutía viva que
gritaba enfurecida, rústicos cajones llenos de piedras semitalladas o de ídolos
de madera, y, sobre todo, numerosos tambores de variados tamaños.
Vestidos con lo mejor que tenían -trapos rojos o
azules- se introducían en el tubo de escape y una vez en el aire, sin duda
enardecidos por la euforia y el goce de pensar que al fin volaban a su país,
ejecutaban cantos y bailes típicos con tal colorido y movimiento que constituyó
un espectáculo verdaderamente celestial, tanto en el sentido figurado como real
de expresión… Naturalmente, el hecho de andar por los aires los dotaba de una
ingravidez y de una gracia superiores, permitiéndoles realizar movimientos, giros
y piruetas, enlaces y desenlaces, mucho más sincopados y audaces que los que
podían haber hecho en la tierra. También las canciones y el tam tam de
sus instrumentos alcanzaban allá arriba sonoridades más diáfanas que
estremecían con su frenético retumbar hasta las mismas nubes.
Espléndidos cantos y danzas yorubas y bantúes
(congos y lucumíes) en agradecimiento a Changó, Ochún, Yemayá, Obatalá y demás
divinidades africanas fueron ejecutados, entre otros muchos, en todo el cielo
de La Tinaja por
los esclavos a la vez que se dispersaban por el invariable añil… Al mismo
tiempo, una luna abultada y plena (al parecer cómplice de los fugitivos) hizo
su aparición. Flor de la noche abierta, iluminada y gigantesca, reflejó en su
pantalla los pequeños puntos negros y convulsos que en la altura ya
desaparecían a toda velocidad, como si una intuición desesperada les hiciese
buscar en otro mundo lo que en éste nunca habían encontrado.
Sin embargo, a pesar de este espectáculo fascinante
y sin precedentes en toda la historia de la danza (detalle que ya fue
certificado por Lydia Cabrera en su libro Dale manguengue, dale gongoní),
el pánico que reinaba allá abajo entre la familia Gamboa y sus allegados era
total: los negros seguían entrando en el aparato y volando por los aires.
Don Cándido, el cura y demás señores trataban de
contener como podían aquella estampida, pero la enfurecida máquina seguía
expulsando negros. Por último, al parecer congestionada por la cantidad de
cuerpos que se metían al mismo tiempo en su vientre y por la presión del fuego
y del vapor, se salió de su base y comenzó a girar hacia todos los puntos
cardinales.
Las señoritas y hasta los señores, corrían
despavoridos perseguidos a veces por la misma máquina que vomitando fuego y
negros giraba frenéticamente entre una enorme humareda y un estruendo cada vez
más estentóreo.
-¡Traición! -exclamaba Don Cándido-¡Llamen al
ejército! ¡Que traigan todas las armas!
A media noche, cuando llegaron las tropas y a
balazos lograron reducir a escombros la infernal máquina de vapor, miles de
negros habían cruzado por los aires el extenso batey, estrellándose sobre
montañas, cerros, palmares y hasta sobre la lejana costa.
Pero el resto de la dotación, sin autorización de
don Cándido, tocó esa noche el tambor en homenaje a aquéllos valientes que se
habían ido volando para el África.
Capítulo XXIV de La
Loma del Ángel
Tomado de Hotel Telégrafo
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