Pedro Marqués de Armas
Fue esa una de las jornadas más intensas y fructíferas de cuantas realicé en la Biblioteca Geral. Salí a la calle excitado y, siguiendo la ruta acostumbrada, atravesé el Jardim da Sereia hasta alcanzar la avenida Dias da Silva. Esa noche me vi con un poeta un tanto vehemente y apegado a las metáforas, que me invitó a una lectura de poesía. Mientras los poetas se atropellaban por subirse a un estrado construido al efecto, bajo unas acequias y entre gárgolas con animales del pleistoceno que escoltaban la estatua del desdichado modernista Antonio Nobre, pensé en aquellos olvidados próceres que rodearon a Felino y que, de tan desvanecidos por la desmemoria, parecían asistir en ausencia a aquel recital al que yo mismo los convocaba. Ya no me dejaría quieto Joaquín Otazo, médico del Hospital de Mujeres. Pero tampoco otros Joaquines que se habían acumulado a lo largo de la investigación: ¿acaso Joaquín de Rojas?, ¿Joaquín Domingo Reyes?, ¿el tal Joaquín García Pola? No solo se movieron por esos territorios a los que pertenecían, Cárdenas y sus alrededores, sino también por los entramados de la conspiración. Ahora meras sombras a las que yo trataba de insuflar vida a través de mis disquisiciones y en las que se disputaban un lugar incierto. Así que me dije, tiene que ser Joaquín Otazo, con quien al menos se verificó un arriesgado encuentro. Con él, me dije, se vendría viendo desde que Pío D. Campuzano los presentara, o alguna velada en el Club los uniera, sellando el inicio de una relación que se tornaría íntima. Solo él podía ser el amigo en cuestión, volví a decirme, y hasta supuse que al acompañarlo a la Estación de San Martín, de algún modo se estaban despidiendo en el temor de que no volverían a verse. Ese mismo día antes de subir a los altos del Hotel La Dominica, desde donde lo condujeron a una casa de embarrado en las afueras, supuse, Felino debió retratarse. Retratarse y despedirse, me dije, fueron una misma cosa... Cuando los poetas concluyeron su maratónico recital, y en tanto las lucecitas que pendían de las gárgolas comenzaban a apagarse, ya había montado en mi cabeza una historia apremiante y advertía esa tensión que se siente por seguir investigando.
Días más tarde iba a conocer lo esencial sobre el destino de aquellos nombres, nada menos que por una extraña historia del circo en Cuba que me esperaba, aún virgen, en la biblioteca de la Facultade de Letras. Cierta mañana de octubre de 1895, se cuenta en Circus cubensis, llegó a Cárdenas un circo ambulante que se hacía llamar Petite Troupe. Lo integraban un tal Alfredo Herrera, antiguo jefe del cuerpo de bomberos Camisetas Rojas, un payaso que se presentaba como Minguino, un chino de Cantón que había recorrido medio país y conocía cómo pensaba la gente, varios enanos, un hermafrodita y mujeres de toda laya. Con el pretexto de que había guerra y era necesario “distraer al pueblo”, no tardaron en recibir autorización de puño y letra del síndico, levantando carpa junto al matadero. En cuestión de días se ganaron las simpatías por sus acrobacias y sus chistes ambiguamente independentistas, estos a cargo del cantonés, quien se anunciaba como el “sabio de la guataca” y exigía a cada asistente que le contara algún secreto al oído. La Petite Troupe asustaba a la concurrencia, haciendo como que ya se oían disparos, y lo cierto es que se fueron robando el afecto de los cardenenses, al grado de llegar a enterarse “de todos y cada uno de los hilos que movían los conspiradores”. Desentrañado el complot, el Dr. Castró huyó a la manigua y se incorporó a las filas insurrectas hasta que, enfermo de disentería, se refugió en los Estados Unidos. Larrieu fue aprehendido y se salvó de que lo fusilaran acreditando su ciudadanía francesa, lo que supuso para él el inmediato destierro. Álvarez Cerice se refugió en la Logia Perseverancia, donde los consternados discípulos de Salomón lo protegieron durante semanas, sacándolo disfrazado de patriarca. Mientras que Otazo, a quien fueron a prenderle al hospital, se ocultó en la morgue pasando por muerto. El circo siguió rumbo a Recreo, y de ahí a Motembo y a San José de los Ramos, donde, por cierto, el payaso terminó dándole nombre al tren en que había aparecido, y de paso, un apodo a mi padre, por ser el suyo, ya entonces y hasta tres décadas más tarde, el flamante maquinista del Minguino.
(…)
Al estudio de la vida de Felino en campaña entregué las siguientes jornadas en la Biblioteca Geral, con algunas incursiones en los acontecimientos que, mientras tanto, se sucedían en el pueblo y sus alrededores. Por esos días los árboles de la Avenida Dias da Silva y del abandonado Jardim da Sereia entraron en floración, por lo que nubes de polen se aposentaban desde temprano, en lo que yo bajaba las abruptas y tapizadas escaleras para subir luego otras no menos empinadas y llegar a mi destino. Me atacaban estornudos que solo cedían al rato de recoger los materiales, servidos por una bibliotecaria en extremo silenciosa y envuelta en un abrigo tirolés, quien no se enteraba de que era primavera. Cuando digo vida en campaña me refiero a la vida en el campamento, no a las acciones y combates, tópico que me seguía generando resistencia. Desde luego que, en este sentido, cotidiano, por no encontrar otro término, los vacíos resultan gigantescos y todo no es sino, las más de las veces, un terreno cenagoso o de repente muy árido. Pero no por ello dejé de fantasear con el no solo inconmensurable, sino también demencial desafío ¡ya me gustaría! de abarcar la totalidad de sus días. Me solazaba en ese señuelo cuando por fin me interné en el prolijo testimonio de Julián Sánchez. Sin más escrúpulos hacia la horrible portada del pintor pop-revolucionario Raúl Martínez, ahora en su peor rango kitsch-socialista, y con las normales reticencias que se tienen hacia un narrador infantil, tanto más cuando sus evocaciones han sido “retocadas”, puse manos a la obra. Del tejido de sus recuerdos entreverados con lo que emergió de otros relatos de campaña, como del “Diario de operaciones y apuntes del Teniente Coronel Felino Álvarez Duarte.-1896”, a cuyo estudio solo entonces me entregué por completo, comenzaron a salir conejos.
De cuantos vieron con sus ojos a Felino, ya no mis tías que lo evocaban a través de lo narrado por su madre y sus abuelos, aunque haya que agradecerles tanta retentiva y el haber custodiado celosamente y a riesgo de convertirse en fantasmas unas en definitiva fantasmales reliquias, ni mucho menos mi padre, que cada vez que abría la boca era para convertirlo (no solo físicamente) en un hombre más grande, aunque igualmente haya que agradecerle su devoción, solo dos personas no se limitaron a señalar su valentía, coraje o intrepidez, sinónimos que se repiten como un metrónomo. Tenía Julián once años cuando Felino visitó su casa en la hacienda Franki, por lo que se deduce, en noviembre del 95. No menciona el refugio que conjeturé, ni registra su alzamiento, pero da cuenta de algunos nombres entre quienes formaban la tropa, casi todos labradores de la finca de su padre. Según Julián Sánchez, y a diferencia de lo expresado por el estenógrafo Álvarez, Felino pertenecía a los Chapelgorris. No solo era empleado del tal comercio, El Entronque, sino que él mismo había sido chapelgorrista, como se comprende ya no solo de la frase “un empleado del comercio que pertenecía a los Chapelgorris”, sino también de lo que añade a continuación: “De estos, algunos se integraban a las tropas mambisas porque pensaban como cubanos”. Así que, o bien el estenógrafo no fue al respecto suficientemente exacto, o no lo fueron mis siempre excusables tías, o yo mismo al interpretar en esa única semblanza suya, el verdadero sentido implícito en esa frase. No laboraba, pues, solamente, para su chapelgorrista padrino, sino que él mismo lo fue. Muchas vueltas di desde entonces a esa aseveración. Pero al igual que acepté esa súbita caricatura que de su aspecto físico traza Rosell y Malpica, por qué no admitir algo a fin de cuentas concluyente. Si un testigo de primera mano venía a convencerme, con argumentos verídicos y más precisos que los esgrimidos por el estenógrafo Álvarez, o tal vez resultantes de mi errática lectura, y si ya me había interrogado con ahínco sobre ese proceso que lo llevó a experimentar un redomado sentimiento libertario, arriesgando la hipótesis de que debieron acumularse en él las más disímiles tensiones, por qué sorprenderme ahora. No se encontraba taxativamente lejos, en definitiva, lo expuesto acerca de unos afectos incubados en sus años de aprendiz de comerciante bajo la tutela de Modesto Flores, como sobre esa casi dentada lentitud como fueron despertando en cierto espacio comprometido en el que ciertos apetitos terminan por conocerse antes que resulten siquiera insinuados, de esa tentativa intelección mía acerca de su carácter y, por tanto, de que fuera chapelgorris. Por el contrario, explicaría su pertenencia. Hayan o no cometido crasas delaciones, dedicado alguna loa al tirano o esbozado apenas una sonrisa de complicidad, ¿cuántos no colaboran en su adolescencia? Al punto que puede hablarse de un estado de colaboración adolescente. Quien esté libre de pecados que tire la primera piedra, decía Fina, y Emma apostrofaba: que la tire. Dicho de otro modo, El Entronque no fue solo un nombre propicio y el símbolo de cuanto allí se empalmó, sino también, una escuela. Si el campesino Sánchez no menciona sus estudios de comercio, ni sus frecuentes viajes a Cárdenas, se sobreentiende. Su memoria es circunscritamente local. Pero si eso dijo, o más bien dictó al magnetófono que Dumpierre le colocó delante, no admite discusión. Por el tono, pero también por lo particular de la referencia, no puede alegarse que tal aseveración pertenezca a las añadidas por el “retocador”. Es recuerdo vivo, vox populi. Volviendo al relato de Sánchez, también habría que matizar. No solo por cuanto el así llamado etnógrafo, Dumpierre, retoca aquí y allá algún que otro pasaje, sino por esos anacronismos en los que incurre constantemente al retrotraer los ideales comunistas a un pasado mambí, y, por tanto, al abordar los recuerdos de la guerra, expuestos por Sánchez desde un temple igualmente comunista, a tenor de falsificar aún más el pasado. Hecha esta aclaración, a fin de delimitar lo que verdaderamente dictó Sánchez del acabado que da a sus memorias Dumpierre, estaba en condiciones de pasar y, en efecto, pasé, a entendérmelas con los episodios que allí se materializan. Pero como todo hay que ponerlo en cuarentena, y viéndome en la necesidad de recelar y subrayar ciertas palabras, me lancé con los sentidos más alertas que nunca. ¿No lo reclaman acaso acontecimientos lejanos y siempre más amenazados por la desmemoria?
Cuenta Sánchez que Felino y sus hombres irrumpieron con una novilla sacrificada y pidieron una ristra de ajos. Su padre les entregó medio galón de manteca, tres calabazas, un queso, cinco barras de guayaba, y un saco de boniatos que vació en el suelo, al tiempo que voceó: ¡Media arroba de rabisas para cuarenta y cinco hombres! En otro saco, echaron naranjas agrias y cargaron con todo al monte donde cocinaron la novilla y asaron los boniatos. Se sumaron dos jornaleros, además de Julián y sus hermanos menores. A la tarde regresaron con varias costillas ahumadas. Como los jornaleros decidieron incorporarse a la tropa, el padre les entregó diez pesos por cabeza para que compraran hamacas y frazadas. A uno regaló unas polainas de cuero marroquí, y al otro, una capa de paño. Julián y su hermano Dámaso, montados a caballo, dijeron que se alzaban también, y cuando fueron a desmontarlos, protestaron. Fue entonces que, al ver sus caras, Felino los consoló diciéndoles que ya crecerían y les obsequió unas décimas, según él, “escritas en la manigua”. Setenta años más tarde Julián las dictaría al etnógrafo Dumpierre, quien las transcribió y colocó al final de aquel pasaje:
Quién eres que quién me llamas,
tus lastimosos quejidos
cual la perdiz el
silbido
de un señuelo que
reclama
si el rigor de un
yaguarama
te ha puesto mortal
así,
tú debes de hallar en
mí
el cariño de una
hermana
y de una infeliz
cubana
que se conduele de ti.
Ven a apoyarte en mis
brazos
que haré un esfuerzo
terrible,
que no hallo tan
imposible
que vayamos paso a
paso.
Hallarás en mi regazo
alivio a tanto dolor
y yo postrada de hinojo
con fina y ardiente
fe,
tus heridas lavaré
con lágrimas de mis
ojos.
¿Quién eres bella
mujer
que has venido a este
lugar,
como un ángel tutelar
a aliviar mi padecer?
En mí podrás
comprender
a un infeliz
desgraciado,
que por su patria ha peleado
y está gravemente
herido
y de cansancio
rendido
y con su sangre
bañado.
Esto dijo y expiró
en brazos de la
cubana,
y allá en la misma
sabana
la sepultura le dio.
De allí desapareció
aquella linda
doncella
sin dejar tras sí una
huella;
pero lo que se
deplora
que de él el nombre
se ignora,
no se sabe quién es
ella.
Tomé un descanso y salí a la explanada. Bajé la escalinata y me dirigí al Sá de Miranda, donde se podía fumar y hacían el mejor café de Coímbra. Encontré allí a Nuno Almeida, apoltronado junto a la galería que da al parque quien, no más verme, me dio la noticia de otra lectura de poesía y se puso a hablar de su artista favorito, el fotógrafo Witkin. Mientras Nuno hablaba de escenografías pesadillescas y lo mucho que se avenían con su concepción del arte, o como dijo, su estética, pensé si no estaba armando un cadáver. A quién podía importarle mi investigación y, tanto más, unas décimas que, amén de alegóricas y románticas, en nada compiten con las del Cucalambé. Esto me pregunté, mirando las fuentes secas del Jardim da Seria, mientras Nuno seguía inmerso en Witkin y en lo embalsamado de la tradición, no sé si dijo, de Coímbra o todo Portugal. Desde luego, en mi cabeza se instaló entretanto, con creciente ímpetu, la sospecha de que esas décimas fueran escritas por Felino. En lo que Nuno discursaba ya en un tono templado, eché a volar la imaginación. Y si las escribió para Rosalía. Y si aludía a ella el “ángel tutelar”. Y si era él ese narrador oculto que deviene cronista apelando a la tercera persona, tras dedicar las estrofas iniciales ora a lo que dice la mujer, ora a lo que responde el abatido, agonizante, libertador. Nuno se despachó cuanto quiso, por supuesto, sin que lo interrumpiera un solo momento, embargado como estaba por ideas imperiosas. Y es que no había dado con un día cualquiera en la vida de Felino, sino con una de esas jornadas representativas de un roman de guerre. Un historiador bien formado encontraría en esas páginas, dictadas por Sánchez al etnógrafo Dumpierre, me dije, en tanto Nuno alzaba otra vez el tono y seguía hablando de Witkin, y de cómo se hizo Witkin con los cadáveres en las morgues de New Aspen, todo un intercambio de dones. En fin, como para encerrar la historia en un puño: alimentos, alianzas, simpatías, sacrificios y, por último, una didáctica de la gesta: esos niños que no quieren bajar de sus caballos y a los que se les entrega, a cambio, un drama en versos.
De vuelta a la Biblioteca Geral, subiendo la extensa escalinata, y en el afán de leerlas nuevamente, imaginé que encontraría en ellas algo escatológico. Pero una vez en mi puesto habitual, en el vetusto escritorio de cara a los estantes del fondo, comprobé que la tumba sin nombre y la no menos innominada sabana donde entierran al soldado en lo que la doncella escapa sin dejar huellas, no daban para más. Negué entonces que las décimas fueran de su autoría, para volver al rato a la sospecha, inevitable, casi inconsolablemente. Podían haber sido escritas por un anónimo insurgente, o por alguno de los tantos poetas de Cárdenas que se agenciaron los acontecimientos. En todo caso, me dije, confundiendo un poco el mensaje y al mensajero, podían pasar por anónimas, pues no hablan sino de un amor entre desconocidos: el joven y la amada, el joven y la patria, el joven y la muerte. Pero cuanto más me persuadí, más retornó y con mayor fuerza la pregunta ¿y si las escribió Felino?
A la mañana siguiente estudié otra visita a
la casa de los Sánchez en la abandonada hacienda Franki, esta vez la de
Clotilde García. Advertí de entrada iguales secuencias: la llegada de unos
hombres a caballo, la preparación de un almuerzo y, entre una y otra anécdota, unos
pichones de mambí a los que el insurrecto entrega una décima en este caso
vernácula. Aunque, por lo que narra el campesino devenido comunista Sánchez, se
deduce en Clotilde un carácter más explosivo que el de Felino, diferencias
sobre las que volveré, quedó para mi claro, tras sumergirme en este episodio, lo
que por otra parte nadie había puesto en duda, ni el estenógrafo Álvarez, ni
mis memoriosas tías, ni tanto menos esos historiadores que siempre los
mencionan a dúo sin entrar en pormenores, lo indubitable y hasta cómplice de
esa amistad. En otras palabras, el modo como compartían, al menos mientras los
resultados de la guerra lo permitieron, o mientras los soldados españoles se
comportaban, ciertos códigos. O la manera en que procedían, no muy distinta
respecto a hacendados y ganaderos, según simpatizasen o no con la causa y, por
tanto, colaborasen o no materialmente. Como también, el modo y manera como
trataban a los guerrilleros de acuerdo con un mismo e invariable axioma: el de traidores.
Felino y yo, cuenta Sánchez que dijo Clotilde, ya cortamos unas cuantas
cabezas. Felino y yo, ya colgamos por el pescuezo a más de uno. Para apuntar a
continuación que no le importaba matar españoles, ni a Felino tampoco, salvo
que estos, agregó, se les enfrentaran. Queremos reservar las balas, dijo
Clotilde, siempre según Sánchez, para esos renegados. Si nos matan a Felino y a
mí, acrecentó Clotilde, y volvió a repetir sus nombres, no va a quedar títere
con cabeza. Cuenta entonces el campesino devenido comunista que su padre
comentó: El otro día casi acaban con la guerrilla de Las Ciegas, solo dejaron
con vida a unos pocos. A lo que Clotilde, con el rostro contraído y los ojos
bailándole en las órbitas, respondió: Esos se salvaron de milagro, pues no
sabía que eran de los del sargento Caín. Dicho esto, se incorporó desde el
tronco de almácigo y tras dar unos pasos, exclamó: ¡De saberlo, los hubiera
liquidado a balazos! Tras lo cual acarició la cabeza de Dámaso, el hermano
pequeño de Julián, para proferir: Están saliendo buenos pollitos. Y con la misma los
convidó a que aprendieran de memoria, y repitiéndola con él, esta otra décima:
Nos levantamos
temprano
antes que levante el
sol,
y al desayuno comimos
boniato con
picadillo.
Nuestra cama de
espartillo
del mundo
desconocida;
en la manigua querida
a la sombra de un
limón,
los sueños plácidos
son
y es libre nuestra
vida.
Justo comieron eso: boniato con picadillo. Acabada esa, por así decirlo, magistral lección de violencia y, quién lo duda, de poesía, y mientras sus hombres fueron a por las bestias, no sin antes echar en un tambuche lo que había sobrado, Clotilde enlazó las vacas. Cuenta el campesino devenido comunista que las ensartó de una vez, y añade en su duplicado Dumpierre, no sin cierta galanura: Era montero y daba gusto verlo cuando peleaba, enredado en el caballo que casi no se le veía.
Hice un alto en mi esbozo de
memoria-ensayo-biografía y me fui a caminar por la Baixa. Merodeé por
callejones con nombres tan sugerentes como beco do Gato, beco do Corvo, y salí
a la Iglesia de Santa Cruz. No quería acabar la jornada sin redactar un resumen
de los acontecimientos que precedieron a la invasión. Así que, después de
retomar fuerzas en la lujosa cantina que escolta la iglesia, tomé el tranvía
que conduce a la explanada y volví a mi puesto. El mismo circo que pasó por
Cárdenas, saliendo de Motembo, arribó a San José hacia esos días. Todavía no se
había declarado la ley marcial y, para ser exactos, siguiendo no solo la
narración de Sánchez sino la de una historia local (San José de los Ramos y sus hijos), no había habido grandes
movimientos de tropa ni más encontronazos que contra las guerrillas. La Petite
Troupe contaba ahora con una mujer barbuda que se les anexó en Elguea y tres
prostitutas francesas que “venían a apoyar la zafra”. El exbombero, un mulato
picado de viruelas, tan fornido que podía mover con los dientes una carreta
cargada de caña, lanzaba a Minguino por el aire, mientras las madame y la
barbuda lo aguadaban con un toldo. El cantonés montó su popular número “de la
guataca”. Se dice que abusó de la bondad y buenas intenciones de los vecinos,
arrancándoles información delicada. Para el campesino Julián Sánchez, sin
embargo, todo fue un montaje del que se valió la inteligencia española, bien
avisada de que se aproximaba la invasión, pero desconocedora del punto exacto
por el que entrarían las tropas. “Solo la hez del pueblo pudo prestarse para
semejante patraña, pues los verdaderos cubanos -dictó Sánchez al etnógrafo
Dumpierre- estaban con la causa”. Una semana más tarde se decretó la ley
marcial y La Troupe tuvo que recoger sus bártulos. Quemaron El Entronque,
operación a cargo de Regino Alfonso, bandolero que se había pasado a mambí y
quien, ya en dos ocasiones, intentara secuestrar a Modesto Flores. Clotilde
incendió la parroquia de Hato Nuevo y veinte casas en Sabanillas, y destruyó el
paradero de Guamutas, donde cortó los hilos telegráficos. Los Chapelgorris
respondieron capturando a siete infidentes y fusilándolos junto a otros doce lugareños. El maestro Manolo Fraga cerró la escuela y huyó del pueblo. Y al
padre del campesino Julián Sánchez, que entretanto había comenzado a colaborar
con los insurrectos ocultando armas, le llegaría una carta comprometedora que
enterró en el patio dentro de una botella. El mensaje resultaba fidedigno: las
tropas de Gómez y Maceo no tardarían en arribar.