domingo, 26 de abril de 2020

Luis XVI


   
Alberto Savinio

El punto débil de la Revolución Francesa, es que es una revolución francesa. Con esta frase de aire frívolo, simplemente queremos decir que todo lo que sucede en tierra de Francia son hechos cuyo valor "aparente" supera con creces el valor "real". Los franceses son maestros en el arte de crear el affaire. ¿Y qué es la revolución de 1789 si no un affaire, y el más grande de todos?

Se ha hablado mucho sobre la ejecución de Luis XVI. Pero esta trágica novela fue compilada por emigrantes monárquicos, por personas que no tenían voz ni voto en la revolución: no era de su competencia. Además de esto, esta trágica novela ha sido alimentada por las largas tergiversaciones que precedieron inútilmente a la muerte del rey, y por el patético encarcelamiento de la familia real en el Temple, y por el misterio que hábilmente llegó a rodear el destino del Delfín. Todo para mostrar que la muerte de Luis XVI no tiene si no una importancia romántica. En cuanto a la importancia política, es parte de las prácticas administrativas ordinarias. Una vez que se admitió el hecho revolucionario, la persona del rey debía desaparecer de inmediato. ¿Y qué desaparición más radical que la obtenida mediante el dispositivo del afamado Guillotin? Es absurdo que Luis XVI haya logrado sobrevivir bajo la dictadura de la Carmañola. Es absurdo que haya usado tantos subterfugios para evitar la solución fatal, entre los cuales, el más lamentable, haber aceptado el estatus civil del "ciudadano Capeto".

Asomado a un entrepiso en la rue de Ricbelieu, Chateaubriand ve avanzar desde el final de la calle una multitud. Marcha en la vanguardia una especie de sansculotte. Este, que en lo alto de una pértiga sostiene una cabeza cortada, la levanta hacia el entrepiso del "vizconde" y lo invita a participar de la fiesta.

Este episodio de Memorias de Ultratumba ilustra mejor que cualquier disquisición histórica el verdadero carácter de la revolución francesa. Hecho histórico, sí, pero lleno de horror y sangre, más que de resultados prácticos. Es cierto que a fines del siglo XVIII, el arte de la revolución todavía estaba en pañales. Más que a la técnica de la nueva ideología, estaba dirigida a la degollina. Revolución plebeya, revolución mal hecha. A tal punto que, al cabo de unos años, eso que debía ser el fruto de la revolución, desaparece en medio del imperialismo más pomposo. No en vano, en la edificación de París, la plaza de la Bastilla es tan pequeña en comparación con la Plaza de la Estrella.

En nuestro dibujo, las cabezas -cabezas y no más altezas- de Luis y de Maria Antonieta, han caído como frutos demasiado maduros del árbol de la guillotina. Este dibujo es una naturaleza muerta. Los ojos de los soberanos se levantan de la muerte. Sin embargo, puede ser que recurran a esa Providencia, a ese Derecho Divino que es el padre y el cuidador de los gobernantes. Y en sus labios florece esa sonrisa "monárquica", que a falta de cualidad más corpórea, era el máximo decoro, la gracia suprema de aquel rey, de aquella reina.


Versión M. Varón de Mena

sábado, 25 de abril de 2020

En el desagüe


Ernest Jünger


Goslar está bañada por el Gose, un angosto riachuelo que según el plano de Frankenberg desemboca en la ciudad y prosigue de nuevo su curso a través de un gran canal que cruza la muralla urbana. Este punto débil se encontraba cubierto antaño por el Wasserburg, un edificio que pertenece a los tesoros desconocidos de la ciudad y que se ha conservado muy bien.

Intramuros, al Gose se le llama desde tiempos remotos el “desagüe”; ese nombre siempre se me ha antojado ingenioso como designación de las aguas sucias y residuales. Sin embargo, hasta donde alcanzo, se remonta al término latino aquaeductus a través de la forma Agetocht, a mi juicio, menos apropiada. Es un bello ejemplo de cómo la lengua popular digiere un vocablo extranjero.

Durante mi paseo diario alrededor de la fortificación doblo a menudo por el canal de Wasserburg y hago el camino de vuelta a lo largo del desagüe. Friedrich Georg, un día que me acompañaba, hizo que reparara en una figura sumergida en el agua, que al principio tomamos por uno de esos muñecos de peluche de los niños. Sin embargo, al contemplarlo de cerca descubrimos que se trataba de un corderillo minúsculo, que aún exhibía el cordón umbilical. La figura, que a un primer golpe de vista fugaz nos había divertido, nos causó enseguida repugnancia, sobre todo a medida que reconocíamos con más nitidez que no era sino la postrera imitación de una forma viviente, y además compuesta por grumos finísimos de fango que temblaban en la corriente.

Descubrir que una aparición, como en este caso, de algo entrañable, no es sino una ilusión óptica y que, en el fondo, tras ella se oculta la nada no me resulta nuevo y, sin embargo, despierta siempre inquietud. Así, a veces nos encontramos con ojos que se dirían formados por un fango turbio y helado y que delatan el grado máximo de impasibilidad humana. Existe hoy una nueva clase de espanto similar al que nos sobresalta cuando nos topamos con un cadáver oculto en el agua; encuentros en los que se insinúa una situación teológica absolutamente concreta y frente a los cuales el ser humano se ve necesitado del amparo, largo tiempo olvidado, de los severos preceptos purificadores.

Por el contrario, el caso inverso, cuando el muerto se revela vivo, resultado aliviador. Creemos ver, por ejemplo, un trozo de madera enmohecida, y en ese mismo instante salta una gran langosta al mismo tiempo que bajo sus élitros grises se despliega un par de alas luminosas.



Traducción: Andrés Sánchez Pascual.

Sobre el dolor seguido de La movilización total y Fuego y movimiento [1934], TusQuets, 1995. 

miércoles, 22 de abril de 2020

La mecanización de la música




Reunidos en París, en la redacción de la revista “Bifur”, Dessaignes, Ungaretti, Huidobro, Desnos, Varèse y Lourié, conversaron aguda y autorizadamente sobre el porvenir de la música y las trascendentales consecuencias de su mecanización. A.C., quién tomó parte en esta charla, la ha fijado estenográficamente. Con la autorización de “Bifur”, nosotros la reproducimos.

Ribemont Dessaignes: Nos hemos reunido para conocer su opinión acerca de la música del porvenir, a no ser que nos hable del porvenir de la música. ¿Podría usted comenzar por decirnos lo que opina de la música, sencillamente?

Edgar Varèse: Es una cuestión demasiado vasta, y lo que me interesa ante todo es el estado de la música en relación con el tiempo presente… Me hallo sorprendido del estancamiento en que se encuentra el período actual. Hay compositores de todas clases y no me atañe aquilatar su valor. Sin embargo, debo anotar que la mayoría de ellos se apegan a todas las formas académicas y tratan de imponerlas. Esto resulta sorprendente si tenemos en cuenta que las otras artes están en constante progreso técnico, sobre todo en lo que a la arquitectura se refiere. Opino que en los Estados Unidos las construcciones nuevas son notables porque sólo especulan sobre lo esencial. Pero el mérito de eso se debe sobre todo a los ingenieros. Son ellos los que realizan la belleza de las construcciones con lo esencial, mientras los arquitectos sólo dañan sus iniciativas, llenándolas de estética y de detalles independientes de las necesidades estructurales.

En música, terreno en que las relaciones con los ingenieros son nulas —o se ven reducidas al mínimo estricto—, vivimos en una época que corresponde al Parnasianismo literario. Sufrimos una invasión de neoclasicismo. Y, como bien lo dijo Emmanuel Berl, el clasisismo es “lo que se aprende en clases”. Yo sostengo que toda concepción nueva debe recurrir a nuevos medios de expresión. No creo en los regresos al pasado. El pasado no tiene por qué rehacerse. Está realizado. Lo lleva uno en sí mismo. Lo que es el pasado para nosotros era el presente en épocas a las cuales no tenemos por qué volver. En toda obra de arte lo importante es la novedad. Los elementos de novedad que pueden hallarse en los pastiches del pasado, sólo se deben a ciertas deformaciones exteriores. ¿No opinas así, Huidobro?

Vicente Huidobro: Es cierto. Pero se me ha dicho que el hecho mismo de buscar instrumentos nuevos era una prueba de impotencia. A ello respondí que en tal caso era necesario seguir el árbol genealógico de los instrumentos, hasta remontarnos al primero, porque el que había empleado el segundo instrumento había ya dado muestras de impotencia. Del mismo modo, quien inventó el tercero. Y sucesivamente. Si se acepta un escalafón, debe aceptarse toda la escalera, sin límite de escalones.

Edgar Varèse: Las mismas personas que se niegan a aceptar el progreso de los medios de expresión musical admiten el progreso para el automóvil o el avión. Aceptan el progreso para sus asentaderas, no para su cabeza.

Lo que nos falta, lo repito, son medios de nuestra época… Sin embargo todas las vías nuevas nos son ofrecidas por las posibilidades actuales: perfeccionamientos eléctricos, ondas, etc. Pero debe advertirse que esos medios no deben conducirnos a una especulación sobre reproducciones de sonidos ya existentes, sino, por el contrario, debe permitirnos nuevas realizaciones. Ya no está en relación con nuestras necesidades de forjar nuevos modos de expresión. Con el sistema temperado estamos sometidos a reglas muy arbitrarias, mientras que los nuevos medios nos ofrecen una especulación ilimitada sobre las nuevas leyes de la acústica y de la lógica. Aparte de ellos puede admitirse que ambos sistemas hagan migas, con esta ventaja de que todo sistema nuevo, no temperado, puede, por elasticidad, adaptarse a las exigencias del primero.

Hallándome un día en un laboratorio de acústica, como sólo los hay en América, puede darme cuenta, mientras hacían funcionar instrumentos integrales junto a instrumentos temperados, que la suciedad del conjunto obtenido, y que no podía mejorarse, provenía de las interferencias creadas por las frecuencias distintas que, teóricamente, de acuerdo con los sistemas actuales, debían haber coincidido.

Ribemont Dessaignes: ¿En qué dominios espera usted encontrar instrumentos nuevos?

Edgar Varèse: Especialmente en el dominio electro o radio-eléctrico. Por ejemplo: los aparatos de onda de Martenot o Bertrand como una de las posibilidades.

Vicente Huidobro: ¿No temes caer en un exceso de maquinismo?

Edgar Varèse: Sólo nos encontramos en los balbuceos de una nueva fase de la música.

Ribemont Dessaignes: ¿Cree usted en la absoluta necesidad de obedecer a las leyes?

Edgar Varèse: No podemos evitarlas ni sustraernos a ellas. Esas leyes sólo nos ofrecen nuestro medio de expresión. Debe establecerse una diferencia entre las leyes y las reglas. Con el sistema temperado sólo existen reglas.

Ungaretti: Cuando las leyes envejecen, todo el mundo se percata de su falsedad. Las leyes son convencionales.

Edgar Varèse: En ese caso deberíamos encontrar otro término que el de “ley”.

Ribemont Dessaignes: Obedecmos a lo que es más fuerte que nosotros. Debemos la palabra que defina ese imperativo.

Ungaretti: ¿Cree usted en la superioridad de la máquina?

Edgar Varese: La máquina es obra del hombre. El hombre admite sus propios límites. Cuando alcanzamos cierta cifra de frecuencias —cuyo número señala la máquina— no oímos nada, pero sentimos un malestar físico producido por la presencia de esas frecuencias.

Alejo Carpentier: Háblenos de los instrumentos de que quisiera disponer.

Edgar Varèse: Los instrumentos que los ingenieros deben perfeccionar en colaboración con los músicos, permitirán el empleo de todos los sonidos, es decir, no serán arbitrarios, y, por consecuencia, propiciarán también la ejecución de la música temperada. Podrán reproducir todos los sonidos existentes y laborar para la creación de timbres nuevos. Todo ello no dependerá más que de un perfeccionamiento de principios conocidos. Adaptados a la acústica de las salas actuales, podrán estar dotados de una energía ilimitada. La variedad de timbres es, por así decirlo, inexistente hasta ahora. Las intensidades son apenas variables. Con el sistema mecánico toda esperanza nos es permitida, tanto desde el punto de vista timbre, como desde el punto de vista intensidad.

Tomando en masa los elementos sonoros, hallamos posibilidades de subdivisión con relación a esa masa; esta última dividiéndose en otras masas, otros volúmenes y otros planos, por medio de productores de sonidos colocados en otros lugares, daría una impresión de movimiento en el espacio, mientras que hoy sólo disponemos de una suerte de ideograma.

En el registro grave, aunque todavía hay muchos perfeccionamientos por hacer, hemos llegado casi al máximum de lo que el organismo humano puede percibir. Los especialistas de acústica no han logrado ponerse de acuerdo sobre el poder de percepción de altas frecuencias por un oído mediano. Un físico, Bouasse, señala un límite aproximativo de 38 000. Otros conceden más. Algunos físicos, basándose en estadísticas hechas en los laboratorios, afirman que a partir de cuarenta años el oído normal sólo percibe de 10,000 a 12,000 vibraciones. Por mi parte creo que podríamos basarnos, para empezar, en un promedio de 18,000, con seguridad de acertar, añadiendo unas dos octavas a los límites de los instrumentos de hoy, sin salir del dominio musical, y con la convicción absoluta de su percepción. Además nadie podía afirmar que con la educación de un oído, al principio poco desarrollado en su percepción, no podrían mejorarse sus facultades auditivas.

Robert Desnos: Lourié, ¿podría usted exponernos sus puntos de vista acerca de la mecanización de la música?

Arthur Lourié: Pienso que la cuestión de la mecanización de la música es una de las más importantes que puedan platearse. Dejando a un lado el problema de si la mecanización debe ser generalizada en toda la música o no, hacerse frente a la situación tal y como existe; estamos ante el hecho de que la orquesta actual "viviente" se vuelve un factor arcaico en relación con el pensamiento musical de hoy. Se la utiliza porque no se dispone de otros medios. La mecanización de la música tiene ya precedentes —y avanza rápidamente con el auxilio de la sincronización cinematográfica y de las ondas.

La vida colectiva que se impone cada vez más; el desarrollo en cantidad de la producción artísticas, muchas veces en detrimento de la calidad (lo que no debiera, necesariamente, ser indispensable), contribuyen también a favorecer esa mecanización. Y, paralelamente, la educación musical de nuestros días, ha llevado el estilo temperado a un impasse.

Para explorar fundamentalmente ese problema (el de la mecanización) sería útil organizar una suerte de congreso al que concurrirían músicos y físicos competentes enfocando la cuestión bajo sus dos aspectos de creación y de realización, eliminando del plano de discusión la música “normal” del pasado y del presente, que no tiene nada que ver con el asunto.

Como programa de trabajo podrían proponerse las siguientes materias:

1. Temperamento y orden natural, en relación con las tendencias y las realizaciones actuales.
2. Las nuevas aportaciones en los dominios del timbre –constructivo y no pintoresco- y sus posibilidades prácticas.
3. Eliminación de timbres instrumentales “vivos”, que pueden ser reemplazados ventajosamente por nuevos medios.
4. Proyectos de nuevos instrumentos. Teoría y práctica en ese dominio.
5. Tendencia de la música contemporánea hacia la mecanización sobre una base "leal".

Ribemont Dessaignes: En suma, lo que dice Lourié concuerda exactamente con lo que Varèse nos ha dicho.

Edgar Varèse: Yo considero la idea del congreso propuesto por Lourié no solamente como algo excelente, sino como algo necesario. Además, la materia por tratar y la complejidad de los problemas que habrán de plantearse salvarán los límites exiguos del marco señalado por él. Tengo el optimismo de mi época y no creo en cuestiones insolubles o imposibles. Algo que yo quisiera ver realizado es la creación de un Laboratorio de acústica donde los compositores y físicos colaborarían. Esto sería útil desde el punto de vista práctico, en el dominio mismo de los instrumentos perceptores.

Hasta ahora no se ha considerado bastante el problema de los sonidos resultantes inferiores: a) sonidos diferenciales (así como los llamó Helmoltz) que habían preocupado ya a un Sorge y aun Tartini, cuya característica está en que presentan un número de vibraciones igual a la diferencia de números de los sonidos primarios; b) sonidos adicionales, descubierto por Helmoltz, cuyo número de vibraciones es igual a la suma de los sonidos primarios.

Ahora bien: pienso que, por así decirlo, nunca se ha tenido en cuento que la intensidad de los sonidos resultantes (a pesar de disminuir más rápidamente) crece en una proporción más fuerte que la de los sonidos primarios simples, lo que hace que en ciertas obras se obtenga un resultado sonoro, pesado y viscoso. Pero es cierto que estableciendo este postulado, debe considerarse el fenómeno contrario como cuestión de azar. 

Por su educación, el oído humano ha sido disciplinado y llevado a hacer abstracción de ese resultado, y tal vez podría afirmarse que ciertas impresiones defectuosas del gramófono (y esto es bastante frecuente en las reproducciones orquestales) sean debidas a esa causa.

Alejo Carpentier: En suma, usted no enfoca la aportación de nuevos timbres como enriquecimiento estético ni las nuevas intensidades como medios expresivos.

Edgar Varèse: Volviendo a nuestro punto de partida, diré que no. Como lo apuntó Lourié, esas intensidades y esos timbres constructivos que necesitan las nuevas concepciones sólo pueden sernos dados por instrumentos nuevos. La diferencia de timbres nos permitirá llevar una claridad necesaria  —sea harmónica, sea lineal— en la ordenación de la obra.

París. Septiembre de 1930.

Alejo Carpentier


Revista de La Habana, noviembre de 1930, vol. 4, no 2, pág. 161-166. Texto original en francés: «Mécanisation de la musique», Bifur, núm. 5, 31/07/1930.


sábado, 18 de abril de 2020

Expediente o exposición de mascotas




Antonio Armenteros 


        “No existe una verdad. Hay contaminaciones, curiosidad, búsquedas.  Y son ellas las que le consienten a los seres humanos escucharse. Comprenderse…”.
                                                                                                                                                                                                                                                                                Massimo Cacciari


En los últimos tiempos me llaman la atención en demasía, por denominarlas de algún modo, las falsas novelas policiacas. No pretendo ahondar en esta definición, en sus evidentes fallas. Aludiremos cual nota por arribita que, resulta obvio la carencia, entre otras cosas, de bandidos y policías, amén de avances científicos y de tramas que engarcen como debieran. Pero promocionados por la bonanza económica de la Semana Negra del Café Gijón, en Asturias, o el Premio Hammett, etcétera, muchos Paduritas aparecieron de los años noventa hacia acá entre nosotros, queriendo, intentando, forcejeando por ser el autor del ciclo: Las cuatro estaciones. Puede que estemos ante el neopoliciaco cubano.

No es, claro está, el caso que nos ocupa. Aunque puede ser clasificada como falsa policiaca, en el otro extremo resulta —exprofeso— mucho más que esto. Para empezar, es una novela escrita por una mujer, santiaguera de pura cepa, publicada en España y que por primera vez entra al ruedo. Ella, la autora/creadora/emisora, se nos había mostrado con anterioridad: pujante, vital, asombrosa y austera; en otro género literario, tal vez el género tremendo de la Literatura: La poesía. Su libro de poemas, ganador del Premio Calendario en 2002, estoy seguro que es uno de los poemarios capitales del periodo, debut aparte. Me refiero, nada más y nada menos, al cuaderno de versos: Las puertas dialogadas, de Dolores Labarcena (Santiago de Cuba, 1972) que nos sorprende con la novela Kruschov, por la Editorial Verbum, 2015, en su colección de Narrativa y ahora en Edición Kindle, Amazon, 2020.

Labarcena, en su narrativa, no deja títere con cabeza. No recuerdo, luego de Nunca antes habías visto el rojo (1996), de José Manuel Prieto González —por nuestros lares—, una manera más profunda y sólida de emprenderla contra el kitsch cubano y mundial. Las revistas insulsas, de falso glamour. Incluso la denomina, cinismo galopador: Rose Rose. Las ferias banales, la feria del can(es), el deporte de los burgueses: el tenis, sus clubes. Los terapeutas, las terapias, Freud, sus seguidores, sus rivales, el festín —acuático— de las bananas, en hoteles y sitios lujosos, todo descrito de un modo cruel, despiadado: único. Puede y debe definirse como una novela minimalista, de economía escritural sospechosa, en esa zona asombrosa en que se movía, y nos enseñó a leerlo Thomas Bernhard. También (co)existen —ejemplo de placer, sabrosura sin par— muchas otras señales/lecturas, otras novelas en lo interno de esta fábula detectivesca. ¿Comenzamos a entendernos, le cogen la pista al asunto? Entonces ha llegado el instante de comentar que Dolores, su relato, emprende una sofisticación filosófica de total deconstrucción, en voz de Derrida.

Prefiero, acto de gusto y para gustos se han inventado los colores, como reza el refrán popular, conceptualizarla cual cuenti-novela, o sea, este tipo de relato que se puede leer con independencia de la trama, de lo (d)escrito, o narrado. El periodista Parado, sujeto obsesivo/compulsivo está en busca de sus primicias judiciales, pesquisas que lo llevan a encontrarse con personajes lacónicos, enigmáticos, secos, llenos de grisuras que no se aclaran o se muestran del todo. Entonces lo inesperado: brota la historia de las variadas razas caninas, en especial las que les son útiles a la autora para desarrollar sus intensos juegos narratológicos, las mutaciones de estado. Extraño catálogo de mascotas o no, difuminado por el espacio novelesco, hasta el final sorpresivo/sorprendente casi —como bien asegura el editor— autista.

Leyéndola, eterno admirador del universo canino de Jack London, recordé una anécdota de los años ochenta, en una Rusia que se desmorona a velocidad supersónica. Un autor de una región autónoma, se dio a relatar los desmanes del Socialismo Real Soviético, en su República Autónoma, a través de las peripecias de un perro de nombre Stefan, un verdadero pillo/pícaro de esos días, emulador de nuestra: La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554). El resultado es que dicho libro de cuentos logró eludir la censura real soviética de la época. Si leemos bien, la autora con sencillez escoge los elementos que mejor se insertan en su discurso. Estoy dando un rodeo para referirme a la dramaturgia escritural del relato, constituye otro de esos giros gustosos, una trampa, no olvidar que la epístola —es un género femenino total—. Dolores Labarcena lo subvierte casi todo, por lo tanto no resulte extraño que narre desde un punto desconocido hacia otro aún más ignoto, de esas historias apoyadas en intensas asociaciones, exigencias estéticas lejos de las cronologías negras, de eso trata su concepto. Aunque las desviaciones, las conexiones son en realidad inclinaciones a la risotada. Una rara instrumentación entre argucia e ingenio, humorismo e inteligencia, nada, que asistimos a un ejercicio provocativo, enigmático que se introduce en el juego de las apariencias, o sea, un libro contradictorio. No deseo robarles un minuto más de placentera lectura. Por favor: solicite el libro, pídaselo al amigo español, al pepe de la casa, de la familia, ahora que Cuba, su Cultura ocupan un lugar privilegiado en el concierto de las naciones del mundo. Una artista nos regala su talismán, enmascarado en una novela, un juego irónico, un suspense de potencia psicoanalítica: Kruschov.


domingo, 12 de abril de 2020

Inapropiada manera



Giorgio Agamben


Con Caproni asistimos a la despedida de todas las figuras propias de la ateología. La despedida es ciertamente un momento característico del segundo Caproni: (entendiendo como segundo la etapa que se anuncia con Congedo del viaggiatore cerimonioso, [Despedida del viajero ceremonioso, 1965]; pero mientras la infidelidad horderliniana se basaba precisamente en la idea de que “la memoria de los seres celestiales no se acaba, aquí domina una sobria “determinación de prescindencia”, en la que incluso el pathos ateológico queda definitivamente arrinconado y la memoria de los seres divinos y humanos se eclipsa, dejando tras de sí un paisaje completamente vacío de figuras. Por eso Caproni consiguió expresar, acaso en mayor medida que ningún otro poeta contemporáneo, sin sombra de nostalgia ni de nihilismo, el ethos, y casi, la Stimmung de la "soledad sin Dios”, de la que habla el "Anexo" del libro Il franco cacciatore [El libre cazador] (“Irrespirable para la mayoría. Dura e incolora como un cuarzo. Negra y transparente (y cortante) como la obsidiana. La alegría que ella puede dar es inexpresable. Significa el acceso -cortada de raíz toda esperanza- a todas las libertades posibles, incluida aquella (la serpiente se muerde la cola) de creer en Dios aun a sabiendas -definitivamente- de que Dios no está ni existe. Pero en la “ceremonia” infinita de la despedida, a la que ya habíamos asistido en el Libre cazador y en el Conde (y será entonces posible, en verdad, como se ha observado agudamente, leer en el "Rechazo del invitado” algo así como una Última Cena ya poco memorable), se agrega ahora una despedida de la despedida misma, para internarse en regiones de un desajuste cada vez más extremo entre el hombre y el Dios.

En este sentido, resulta decisivo que tanto el Conde como Res amissa tengan en su centro una figura de la impropiedad. La Bestia del Cande es algo que por excelencia no pertenece a nadie, (la fiera bestia es, en la tipología jurídica, el tipo mismo de la res nullius [cosa de nadie]), mientras el bien que está en cuestión en el último libro es una res amissa, no en el sentido de la res derelicta [cosa abandonada] (que, según los juristas romanos, se vuelve nuevamente objeto de propiedad en el instante en que alguien la recoge), sino a la manera de algo que permanece inapropiable para siempre. Así como la Bestia del Conde no era tanto una alegoría del mal (con igual legitimidad se podría ver en ella, según una equivalencia típicamente caproniana, una cifra de la vida y del lenguaje) cuanto de su radical impropiedad; de modo que el único mal verdadero no era en el fondo, otra cosa que el tan encarnizado como vano intento humano de capturarla y apropiársela, de esta misma forma la res amissa no es otra cosa que la inapropiabilidad y el carácter no figurativo del bien (ya sea este, a su vez, naturaleza o gracia, vida o lenguaje –o, como se lee en el primer esbozo del poema, la libertad-). La Bestia y la res amissa no son entonces, cosas distintas, sino las dos caras de una misma desapropiación de un único don -o, mejor dicho, la res amissa no es otra cosa que la Bestia convertida definitivamente en algo inapropiable, la despedida de toda caza y de toda voluntad de apropiación (según una indicación que comparte también la obra tardía de Carlo Betocchi: “El mal y el bien son dos espejos / de la misma ilusión: que es la de creernos dueños, del propio ser...". En este sentido debe entenderse la estrecha correspondencia que Caproni instituye entre sus dos últimos libros: en su conjunto, ambos constituyen las tablas de un díptico, en el que se compendia el preámbulo del nuevo ethos, es decir de la nueva casa de los "deshabitantes" de la tierra.

La ciudad y la poesía

Caproni es el más urbano de los poetas italianos del siglo XX. En ningún otro la poesía vive completamente de la ciudad y en la ciudad. Montale y Penna, en quienes vibra una tensa atmósfera metropolitana, quedan indisolublemente ligados, uno al agreste paisaje ligur y el otro a la dulce campiña urbana. La poesía de Caproni es, en cambio, inexorablemente de la ciudad. No sólo Génova (“¡estoy hecho de Génova!”) y Livorno, sino también, de modo un tanto secreto y casi sofocado, la nunca nombra Roma –pero no la Roma monumental e histórica sino la casi periférica e impura del barrio en que el poeta vivió largo tiempo: Monteverde (en las contiguas variantes de “viejo” y “nuevo”). Cuando, al final, en su poesía comienza a aparecer un campo deshabitado, cada vez más agreste y nocturno, ello corre paralelo a la maravillosa ruptura del metro caproniano. Su propia poesía es la que se deshace y desvanece en los angustiados paisajes del Conte y de Res amissa. De este modo, Caproni ha vivido ejemplarmente, tras el juvenil sueño genovés, el fin de la ciudad en la fase del capitalismo que comienza en los últimos años setenta y que seguimos viviendo, sin signos visibles de salida.



Fragmento del ensayo “Inapropiada manera” seguido del anexo “La ciudad y la poesía”, ambos en El final del poema. Estudios de poética y literatura. Traducción y prólogo de Edgardo Dobry, Adriana Hidalgo editora, 2016. 

sábado, 11 de abril de 2020

El Conde de Kevenhüller III





Entre paréntesis

        ¿Miedo de qué?

                                    ¿De la Bestia
que -según el Conde- “infesta
el Campo”?

                       Miedo
-más bien- de mi no tener miedo,
yo, perdido en el Bosque.

[...]

Ella

        La bestia leoneante
Reptileante.

                          La bestia
que mientras la mente precipita
en pedazos, volante  
o arrastrante resbala
y en sí misma se oculta.

                                       La bestia
dragoneante.

                                        La bestia
amebeante…

                         Es ella.
Única e inequívocamente
ella, la Bestia
(la ónona) que nada detiene.


La ónoma


       La ónoma no deja horma.
Es pura gramática.
Bestia por eso sin forma.
Inasiblemente errática.

[....]


La más vana

        La bestia viscoseante.
Amujereante. 

                                      La bestia
que -capturada- permanece
por siempre distante.

        La bestia de todas (quizá)
la más vana.

                          (Quizá.)


Al amigo que acecha

        Presta buen oído,
amigo, a lo que te digo.

        Apuntas contra un espejo.
Te disparas a ti mismo.


Suposición

           Un golpe…

                                    Una sacudida
en el follaje

                             Un susurro
de alma en fuga…

                                                 Yo
que -ileso- desastrosamente  
me enrollo, ¿invierto el movimiento?...



El estoico moloso
  
       Se lambiaba el muslo
desgarrado. Daba impresión.
En los ojos, ninguna angustia.
Solo un poco de aprensión.


 Casi una cabaletta

            ¿Nadie escuchó
mi disparo?

                          Un silencio
térreo siguió
al último eco.

                          El dedo
todavía en el gatillo, anhelante.

            No me lo podía creer.

            No encontraba reparo
al desengaño.

                           A la señal
convenida, ¿por qué
todo permaneció en silencio,
fuera de razón?

           Me sentí traicionado.

          Amenazado, casi…

          Caí precipitado
     desde mi altura

                                          Jamás,
  jamás golpeó en mí
  con tal hielo
  el invierno del miedo.


En el pórtico

        Escapé.

                      Me refugié
en el pórtico de la catedral.


        Traté de rezar.

                                   Intenté
 ordenar la mente.
    

                11 de agosto.

                                               Me ardía
la frente. 
                          
                            El monte  
entero tenía sobre
la espalda.

                                  Un plomo.  

   
      Comencé a seguir el sendero
con la mirada -la pista
recta, serpenteante,
donde oscurece la vista.


      La presa pasó en un instante
ante los ojos.

                                Rubia.

             Negra.
                              
                                   Sin dejar huella.


           Ni siquiera tuve tiempo
de volver la escopeta.


            Me sentí impotente.


                                              Vil.


       Traté -pero en vano- de rezar
de nuevo en el pórtico
de la Catedral.


      (¿En el pórtico, quizá,
 de la propia Presa?


                                       ¿De un Nombre?
                                       
          ¿Un Numen?

                                  ¿Quizá
de cualquier animal?...)


[...]


Perplejidad de la Curias


        No, la "dulce Lombardía"
no es el Gévaudan.

        Debía pues saberlo,
el Conde.

                  Un Jean
Chastel, ¿cómo puede, aquí,
tener semilla?

                               ¿Cómo
encontrarlo, aquí,
donde nunca se vio
el granito ni el esquisto,
el ruido liberador
que fulminó “LA BESTIO:
la terreur du país”?

      El Ducado no es
el Lozère.
                        Las Curias
están perplejas.
                                ¿Bastan
-sin ánimo de liberación-
“cincuenta lentejuelas reales”
para reemplazar la pasión?

[...]


La víbora
´
        Es cobarde pero mortífera.
Le basta, por trampa, una piedra.
Por más cauto que sea tu paso
-¡atento!- puede ser mortal.


La vida

       Seduce pero es mortífera.
Le basta, por trampa, una piedra.
Por más cauto que sea tu paso,
¡resígnate! Será mortal.


El flagelo

Sobre una intervención
de Ginevra Biompani
I

         En perpetua carrera.
    
         Ninguno había logrado nunca
observarla de cerca.
   
         De ella, se sabía solo
que arrasaba en los campos.
  
        Pero, ¿quién no arrasaba,
-cada día- en los campos?

        ¿Y qué voracidad
podía tener, una cierva,
para crear un flagelo?

       En el sol se vieron relámpagos
fugaces.

                               “Tiene cuernos”,
                                                               alguien
gritó.

                                    Y bastó
                 ese fulgurar de cuernos
                 (en una fémina) –ese rutilante
                 destello en la sombra
                 del bosque- para hacerla
                 (fuera de la precisa consigna
                 del Conde) la única
                 presa digna.

II

      Aparecía.
                        Escapaba.

      Encerrados en casa, los labradores
espiaban tras las puertas.

      Languidecían de las ganas
de perseguirla, como
-en la tormenta- una hoja
persigue a la otra.

                         A regañadientes,
se contenían.

                                    Para ellos
nada había más bello
que poderla seguir.

       Arrojarse.

                            En un despliegue neto.

       Lanzarse.

                      Como del tamburello 
a la pelota, en el Esferisterio.

      Venir de una buena vez,
con ella, a la corte.

      ¿Es esto –quizá- el flagelo?

     ¿Perseguir el deseo?

     ¿Perseguir la muerte?

III

      Languidecían.

                               Encerrados en casa
espiaban, tras las puertas.

      Sólo él (el cazador
principal) sabía.

     Inútil, para salvarlos,
disparar a la muerte.

                   Otro debía ser el objetivo.
                        
                   Mil veces más astuto.

    Capturar –¡pero vivo!-
el Deseo de Muerte.

   Devolver el flagelo
a Morgana (un día
rocoso), a su castillo
sin vía de retorno.

  
    Traducción: Pedro Marqués de Armas