Fernando Vallejo
Por lo demás no es mi único
regreso en sueños. Por años soñé que regresaba a La Habana a concluir una
remota historia que se me había quedado inconclusa: la del muchachito de la
noche del malecón, pero infructuosamente; bajaba del avión, dejaba el
aeropuerto, tomaba un taxi, y a un paso de su casa y de encontrarlo, cuando tan
sólo nos separaba una vía férrea, el sueño se interrumpía con un profundo
dolor.
Para información del doctor Flores
Tapia y colegas psicoanalistas anoto de pasada que en uno de esos disparates
oníricos (¿pero cuáles no, si son la quintaesencia de la realidad?) estuve a
punto de regresar a La Habana en una montaña rusa altísima; desde lo alto ya
divisaba las olas rompiéndose contra el malecón y empezaba a bajar, pero en el
vértigo del descenso el sueño se disipaba. Llegué a La Habana por primera vez
en esta realidad (la de aquí, la de este lado desde el que escribo, la de este
mundo que por lo visto es distinta a la de los sueños si bien yo cada día las
distingo menos o las confundo más) con una compañía de cómicos de la legua
mexicanos que regresaba a México tras una larga gira, gris cuanto inútil, por
América. La víspera de mi partida de La Habana, al anochecer, cuando ya me
despedía para siempre de la ciudad y sus miserias, en el hall del viejo Hotel
Hilton, corazón del espionaje en un país de espías y tiburones, lo conocí. En
el Hilton, al que le habían cambiado el nombre pero no las alfombras ni las
cortinas raídas cual se estila en las revoluciones, muy dadas a apoderarse de
lo que construyeron y trabajaron los otros para destruirlo como las ratas.
Jesús, el muchachito, que en algún lado me había visto pasar entre los
mexicanos, venía ahora a mi hotel a buscarme, en cumplimiento de los
pronósticos engañosos de una gitana, más falsa que el comunismo, que le había
prometido amor y felicidad. ¿Pero todavía quedaban gitanas en Cuba? Perros, por
lo menos, yo no vi, los acabó la Revolución. Sombras, si acaso, de humanos, espectros
deambulando por una ciudad semiderruida, despintada, desvaída, cortada del
mundo, detenida en el pasado, fantasmal. Espectros espiándose. Le agradezco,
eso sí, al comunismo, que al haber sacado a Cuba de los cauces del tiempo me
hubiera permitido, por fin, satisfacer mi gran capricho de tomar la máquina de
Wells para regresar al pasado a conocer a Jesús y su inocencia antediluviana, y
ver de paso, como cualquier turista de antes con camisa de colores chillones a
cuadros, el show del Tropicana en el esplendor de su momento pero años y años
después, décadas que habían ido acumulando sobre la isla mágica capas de polvo
y polvo y más polvo. Espejeando entre las lentejuelas polvosas del Tropicana,
la Cuba que yo conocí era un espejismo del pasado, del ayer insidioso. Barba
Jacob, que estuvo cuatro veces en ella tantísimos años antes que yo, la habría
encontrado muy familiar; se habría extrañado, si acaso, de los colores de La
Habana, idos, desvaídos por falta de pintura capitalista, y un poco también de las
casas desmoronándose en ruinas, pero apuntaladas con los sólidos pilotes de la
ideología que hacían prácticamente innecesarios los de madera, cansada,
carcomida, vieja madera. Ah, y un edificio alto que dejó Batista en
construcción y así se quedó diez años, veinte, treinta, mirando como pendejo al
cielo. ¿Y los cubanos? Los cubanos, «el pueblo», pues comiéndose su sopita
espesa de dialéctica condimentada con la sal del mito que le da sabor
riquísimo. En cuanto al «comandante Fidel», el señor don Castro, elévese
simplemente a la décima potencia a Machado, el «burro con garras» que dijo
Mella, y ahí lo tienen, ahí tienen al tirano de los tiranos en este
continentucho de tiranos, al máximo criminal, el energúmeno, el granuja, el
carcelero, el cancerbero. Con esta simple operación matemática habría
comprendido Barba Jacob por qué la isla bella se había trocado en una cárcel
que era a la vez convento: por obra y gracia del dúplice señor don Castro, un
sargentón que fusilaba y una madre superiora (con barbas blancas) que impedía
pecar. Y eso sí que no, compañeros y compañeras, pero no, pero no, pero no
porque no porque no puede ser, el mundo sin pecado no es mundo, es el infierno.
A mí prohibirme cosas era apretarme el tubo de la respiración, taponarme el
gaznate. Que la farsa esa sangrienta, la dizque «revolución» me impidiera
llevarme al angelito que me llovió del cielo adonde se me antojara a hacer lo
que se nos diera la gana me revolvía las tripas. Y ese maldito Hotel Hilton o
Habana Libre o como lo quieran llamar (que no construyeron ellos, que construyó
Batista) atestado de espías y esbirros del tirano –en el hall, en los
elevadores, en los pasillos, en los cuartos, en los closets, bajo las camas, en
la escalera y hasta en el polvo mismo que flotaba en el aire espejeando al sol–
era para el pecado mortal con hombre o mujer, con burra o quimera, una
fortaleza de la pureza. Cómo la vencí yo, cómo la burló el antipapa, ya lo
conté en otro libro que hay que leer y comprar pues no me pienso repetir como
Cuevas pintando siempre las mismas caritas, ¡siempre los mismos monigotes que
lleva adentro! ¿Por qué más bien no los vomita en el inodoro? En fin, en fin,
en fin, señorita, tache lo dicho de ese señor que me simpatiza y ponga en su
lugar dos puntos: de tanto soñar que volvía a Cuba tuve que regresar. Bajé del
avión, dejé el aeropuerto, y en el taxi archiconocido me dirigí a la dirección
archisabida que tantas veces me había indicado el sueño: ahí, en esa casa,
cruzando la vía del ferrocarril. Crucé la vía del ferrocarril y en la casa
señalada llamé a la puerta. El tiempo, con lentitud perversa, se dio a
arrastrarse inflándose. Débiles foquitos alumbraban la calle en la noche
habanera y me recordaron las barriadas de Buenos Aires, y vaya Dios a saber por
qué asociación de ideas, de sensaciones, me sentí feliz. ¿Acaso porque mi tío
Iván había estudiado en Buenos Aires y su recuerdo me alegraba? La noche
palpitaba, intemporal, en su tibieza. La misma tibieza de otra vaga noche,
indistinta, en la finca Santa Anita que hacía tanto se había quedado atrás, con
mi niñez, empantanada en el lodazal del tiempo. ¿Iría a despertar? Aún no,
abrieron. Abrió ella, la madre, por quien Jesús jamás había pensado siquiera
huir de Cuba, una pobre mujer mestiza, anodina, en los huesos, que me inspiró
compasión: casi sin materia agente, se diría el mero espíritu del hambre, y lo
más lejano que se pudiera imaginar usted, usted y Chucho Lopera, de la
turbadora belleza de su hijo. Que Jesús estaba por llegar, me informó, que
pasara… Al pasar pensé que iba a despertar, pero el sueño continuaba. Seguimos
a la habitación del muchacho: en un alambre tendido de pared a pared colgaba
humildemente su ropa; entonces advertí, entre sus camisas planchadas,
pulcrísimas, la de cuadros y colores, ya apagándose, que yo le había regalado
diez años antes y gracias a la cual, a su incontrovertible verdad extranjera,
pudimos engañar a los guardias del elevador y del pasillo y entrar a mi cuarto
haciéndoles creer que Jesús, como yo, era un huésped del hotel. La avalancha
del tiempo se me vino encima y sentí que ahora sí iba a despertar, que hacía
mucho el sueño debía haberse terminado. –Él cuida mucho su ropa–me dijo ella.
Entonces apareció «él», en el
umbral de la puerta: más alto, hecho un hombre, muy cambiado, pero con la misma
sonrisa triste de antaño. El sueño, por fin, era la realidad, había regresado.
Al día siguiente, caminando solos por el malecón, entendí perfectamente cuanto
me contó y explicó. De la Universidad lo habían expulsado por no pertenecer a las
juventudes comunistas, y ahora trabajaba de albañil reparando ruinas. En cuanto
a mí, me había reemplazado por otros en vista de que no regresaba. Que no podía
vivir sin el amor, me dijo, cosa que acepté sin reproches. Sé que así pasa en
las cárceles, sin fútbol, sin discotecas, sin cine, sin televisión, viendo
siempre las mismas películas rusas, basura, y oyendo día y noche a la lora
alharaquienta de Fidel chillando, perorando, como un viejo disco rayado, sin
parar… ¿Qué queda entonces sino el amor? También entendí que me hubiera escrito
con regularidad, y en clave, durante esos diez largos años, y que yo le hubiera
contestado ídem, igual: él por desocupado, y yo por pendejo. ¿Pero por qué no
me advirtió claro lo esencial, que nuestra ilusa historia de amor se había
acabado, que sólo duró esa noche? –Así me hubieras evitado este regreso a Cuba,
a nada, a ver ruinas de ruinas…
Fragmento de Entre fantasmas
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