viernes, 22 de marzo de 2024

La casa del loco

 

Cristina Annino

 

Entro lentamente en la casa del loco;

no abro las persianas, no quito el polvo.

Llego a su cuarto que todavía duerme

en la mañana demasiado aire para ojos

de pálido doliente marrón. Miro

la nuca rígida y el cuerpo que no siente

siquiera el pijama. 

Me siento a su lado y le traigo el asfalto

limpiándolo del ruido, del olor del mes,

del peso de la gente.

Intento no abrumarlo con nada;

su cuerpo vacío es una habitación: sueños

soplan en pompas de viejo dolor.

¿Qué es la razón? Llego y me acuesto

al pie de su cama como a una planta

y entra dentro de mí, del loco, casi

cable eléctrico, una blanca, cansada,

atroz vitalidad.

 

La casa del folle

 

Entro piano nella casa del folle;

non apro le persiane, non tolgo la polvere.

 Arrivo ala sua camera che ancora dorme

 nel mattino troppa aria per occhi

 di dolente marrone pallido. Guardo

 la nuca rigida e il corpo che non sente

 neppure il pigiama.

 Mi siedo accanto e gli porto l'asfalto

 ripulendolo del rumore, da l'odore del mese,

 dal peso de la gente.

Cerco di non affollarlo di niente;

il suo corpo vuoto è una stanza: sogni

vi soffiano dentro bolle di vecchio dolore.

 La ragione cos'è? Arrivo qui e mi stendo

al piede del suo letto come a una pianta

ed entra dentro di me, dal folle, quasi

fune elettrica, una bianca, stanca

atroce vitalità.

 


Versión: Pedro Marqués de Armas


jueves, 7 de marzo de 2024

Una hora con Freud

 

Michael Ignatieff

 

Aquel otoño Berlin hizo una visita al más famoso refugiado de la Europa nazi, Sigmund Freud. La mujer de Freud estaba emparentada con un amigo de la familia, Oscar Phillip. A través de este intermediario, Isaiah quedó en ir a la casa de Mansfield Gardens un viernes por la tarde en octubre de 1938. Le abrió la puerta el propio Freud, que le invitó a pasar a su célebre despacho con las estatuillas y figuritas egipcias y griegas dispuestas ya sobre cualquier espacio libre de su escritorio y en las vitrinas y estanterías. Cuando Freud le preguntó a Berlin a qué se dedicaba, e Isaiah le respondió en alemán que intentaba enseñar filosofía, Freud le respondió con sarcasmo: “Entonces pensará que soy un charlatán”. No estaba nada lejos de la verdad, pero Berlin protestó: “Doctor Freud, ¿cómo puede pensar una cosa así?” Freud entonces señaló hacia una figurilla que había sobre la chimenea. “¿Adivina de dónde es?” Cuando Berlin le dijo que no tenía ni idea, Freud contestó: “Es de Megara. Veo que no es usted pretencioso”. A continuación le explicó que había llegado hasta Londres gracias a la intercesión de la princesa Marie Bonaparte e inquirió si Isaiah tenía algún conocimiento sobre los miembros de la familia real griega. Cuando éste dijo que no, Freud respondió: “Veo que no es usted un esnob”.

Concluida esta parte del interrogatorio, Freud empezó a reflexionar en voz alta sobre la posibilidad de establecerse profesionalmente en Oxford. Berlin dijo que con seguridad los servicios del doctor Freud estarían muy solicitados en un lugar como Oxford, y mentalmente imaginó una placa de latón discreta y bruñida en alguna puerta de Oxford que rezara “Dr. Freud, consulta de 2 a 4 de la tarde” y una fila de neuróticos de dos kilómetros de longitud.

En ese momento la esposa de Freud, una mujer dulce de setenta y tantos años, entró con un gesto divertido e irónico en la cara y preguntó: “Usted conoce a mi primo Oscar. ¿Es un judío practicante?” Berlín dijo que lo era. Ella continuó: “Toda mujer judía desea encender las velas del Sabat los viernes por la noche, pero este monstruo”, y señaló a su marido, “lo prohíbe. Dice que es superstición”. Freud asistió gravedad burlona y dijo: “La religión es superstición”. Claramente, aquello era una broma entrelazada en el tejido mismo de su matrimonio.

Después de esto, los Freud, su nieto Lucian y Berlin tomaron el té en el jardín, en una atmósfera que, según recordaba Berlin, era pura Viena circa 1912. El anciano Freud estaba en la etapa penúltima de su cáncer de mandíbula, pero no dio una sola muestra de dolor, malestar o lamentación. Cuando hubieron tomado el té, Berlin se marchó, con el sentimiento de haber pasado una hora en compañía no de un genio, pero sí de un viejo doctor judío, inteligente, malicioso y sabio.


Traducción: Eva Rodríguez Halffter


Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, 1999, pp. 129-30.

 

sábado, 2 de marzo de 2024

Estacas


Luis Miguel Nava 


Mis huesos están encajados en el desierto, no hay uno sólo en mi cuerpo que se escape.

Clavados todos en la arena del desierto, unos tras otros, alineados.

Sería absurdo hablar de esqueleto.

La piel fue entretanto enterrada, algunos ya han caminado sobre ella. ¿Quién diría? La piel, antes izada, una bandera, casi una corona.

El viento se apoderó de mis vértebras. El sol mismo que entre ellas brilla es descarnado, un sol desierto, donde el desierto penetró.

Quizás podríamos lavarlo, este desierto, quién sabe, o amarrarlo, amordazarlo. La piel garantiza el espacio, el resto luego se verá.

 

Estacas


Os meus ossos estão espetados no deserto, não há um só no meu corpo que lhe escape.

Cravados todos eles na areia do deserto, uns a seguir aos outros, alinhados.

Seria absurdo falar-se de esqueleto.

A pele foi entretanto soterrada, há quem já tenha caminhado em cima dela. Quem diria? A pele, outrora hasteada, uma bandeira, quase uma coroa.

O vento apoderou-se-me das vértebras. O próprio sol que entre elas brilha é descarnado, um sol deserto, onde o deserto penetrou.

Talvez pudéssemos lavá-lo, este deserto, quem sabe, ou amarrá-lo, amordaçá-lo. A pele garante o espaço, o resto logo se veria.


Traducción: Pedro Marqués de Armas