martes, 26 de mayo de 2015

El llanto de la excavadora (I y II)



Pier Paolo Pasolini                                         


I
    
Solo el amar, solo el conocer
cuenta, no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia
    
vivir de un amor acabado.
El alma no crece más.
Aquí en el encantado calor
  
de la noche que plena acá abajo
entre las curvas del río y las aturdidas
visiones de la ciudad regada de luces
    
resuena todavía con mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos, haciéndome enemigas

las formas del mundo que hasta ayer
eran mi razón de existir.
Aburrido, cansado, regresar a casa
    
por negras plazuelas de mercados,
tristes calles junto al puerto fluvial,
entre barracas y almacenes que alcanzan
 
los últimos prados. Allí el silencio
es mortal, pero abajo, en avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde resulta

todavía dulce. A sus distritos, 
a sus suburbios regresan, en motos,
de overol o en pantalones de trabajo,
    
mas impulsados por un festivo ardor,
los jóvenes con sus compañeros en los sillines,
riendo, sucios. Los últimos clientes

charlan de pie en voz alta, en la noche,
aquí y allá, en las mesas de los locales
aún luminosos y semivacíos.

Estupenda y mísera ciudad,
que me enseñaste eso que los hombres,
alegres y feroces, aprenden de niños,
    
las pequeñas cosas en las que se descubre
en paz, la grandeza de la vida, como el andar
firmes y presurosos entre el gentío
    
de las calles, dirigirse a otro hombre
sin temblar, no avergonzarse
de mirar el dinero contado

con dedos perezosos por el dependiente
que suda a la carrera ante las fachadas
con su eterno color de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos
y no solamente en el corazón,

a comprender que pocos conocen
las pasiones en las que he vivido,
que no me son fraternos, pero

sí hermanos en el poseer pasiones
de hombres que alegres,
inconscientes, enteros,
    
viven de experiencias
para mí ignotas. Estupenda y mísera
ciudad que me obligaste
       
a experimentar aquella vida
desconocida, hasta hacerme descubrir
eso que era, en cada uno, el mundo.

Una luna moribunda en el silencio,
que de sí misma vive, palidece entre ardores
violentos, que miserablemente sobre la tierra
    
muda de vida, con bellas avenidas,
viejas callejuelas, sin dar luz deslumbra,
y refleja, en todo el mundo,
    
allá arriba, un poco de las cálidas nubes.
Es la noche más bella del verano.
Trastévere, con un olor de paja
    
de viejos establos, de vaciadas
hosterías, todavía no duerme.
Las esquinas oscuras, las plácidas paredes

resuenan con encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a casa
-ya solos bajo festones de luces-

hacia sus callejones atestados de oscuridad
y basura, con ese paso blando
que invadía más el alma
    
cuando verdaderamente amaba, cuando
verdaderamente quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.


II
    
   
Pobre como un gato del Coliseo, 
vivía en una barriada todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad
 
y del campo, apretujado cada día
en un autobús agonizante,
y cada ida, cada vuelta,
    
era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la cálida calígene,
largos crepúsculos ante los papeles

amontonados en la mesa, entre calles
fangosas, muritos y casitas bañadas de cal,
desbaratadas, con cortinas por puertas…

Pasan el aceitunero, el trapero, 
viniendo de cualquier otra barriada,
con la polvorienta mercancía que parecía
 
fruto de un robo, y la cara cruel
de jóvenes avejentados entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambrienta.

Renovado por el nuevo mundo, libre,
–una llamarada, un aliento
que no sé expresar- daba a la realidad
    
humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueante en la periferia meridional,
un sentido de serena piedad.
      
Un alma en mí, que no solo era mía, 
una pequeña alma en aquel mundo
sin confines, crecía, nutrida de la alegría
    
de quien amaba aun sin ser amado.
Y todo se iluminaba de este amor.
Quizás de muchacho, heroicamente,  
    
pero madurado en esa experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba al centro del mundo, en aquel mundo
    
de barriadas tristes, beduinas,
de praderas amarillas arrasadas
por un viento siempre brutal,
    
viniera del cálido mar de Fiumicino,
o de la tierra, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en aquel mundo
    
que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la calima amarillenta,
  
agujerada por mil filas iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre viejos campos y casuchas dormidas.

Los papeluchos y el polvo que ciego
el vientecillo arrastraba de aquí para allá,
las pobres voces sin eco
    
de mujercitas llegadas de los montes
Sabini, del Adriático, y aquí
acampadas ya con montones
    
de depauperados y rudos chiquillos, 
escandalosos, en raídas camisetas,
en grises, quemados calzoncillos,
   
los soles africanos, las lluvias agitadas
que convertían en torrentes de fango
los caminos, los autobuses del paradero

atascados en un ángulo
entre una última franja de hierba blanca
y algún áspero, ardiente vertedero…
    
era el centro del mundo, tal como
mi amor por todo eso estaba al centro
de la historia, y en esta madurez
   
que por ser naciente
era todavía amor, todo estaba
por aclararse -¡estaba
    
claro! Aquel barrio desnudo al viento,
no romano, no meridional,
no obrero, era la vida
 
en su luz más actual:
vida, y luz de la vida, plena
en el caos todavía no proletario,
    
como la quiere el burdo periódico
de la célula, el último
revuelo de la prensa: hueso
    
de la existencia cotidiana,
pura, para ser incluso demasiado
próxima, absoluta para ser   

incluso demasiado míseramente humana. 




Traducción de Pedro Marqués de Armas


Tomado de Potemkin ediciones, núm. 9, octubre-diciembre, 2014


sábado, 16 de mayo de 2015

El largo brazo del regreso





J. J. Armas Marcelo


El largo brazo del regreso ya está aquí, cuando declina lentamente la brillantez que la luz agostina extiende sobre nosotros. Todos hablan ya de una vuelta que, para algunos, resulta precipitada, lentos y perezosos como se han vuelto después del calor del estío y la galbana que no cesa. Casi todos (ácratas, libertinos, acerados críticos, liberales ascetas, profesores socialdemócratas —que es más una conducta, un talante, que una ideología—, novelistas, compositores, surrealistas, feministas, periodistas y reporteros) se han dado una vuelta por La Magdalena, han soltado sus cuartillas (su epistemología escrita) en alta voz, se han observado y sentido satisfechos porque reconocen y los reconocen. La clase intelectual veranea casi siempre sin sacar los pies del tiesto, el estilo de quienes no saben hacer otra cosa que la misma (sea cual sea la estación en la que se mueven).
Disolutos hay, por supuestos (civiles), que se han quitado del ojo la tormenta, que evitan que se hable de ellos aunque sea mal y que prefieren el silencio vaporoso del verano para anclarse en las ficciones, en las novelas, en los poemas que no escribieron durante el otoño y el invierno pasados porque la movida no les dejó libre un momento de sosiego y soledad, que es lo que fundamental y prioritariamente se necesita para escribir. Otros han decidido seguir navegando a vela, ciñendo, oreando o tumbando cada vez que haga falta, como si no estuviéramos exactamente en verano, sino en una estación distinta en la que la libre respiración los hace creerse almirantes en lugar de simples marineros de agua dulce que es lo que han sido y seguirán siendo siempre.
El largo brazo del regreso, con todo su tráfago de rumores, episodios y actuaciones múltiples (insólitas y vulgares), está ya a la vuelta de la esquina. No ha esperado ni siquiera a que lleguen los dos primeros días de septiembre para estrenar la «polémica película» El crimen de Cuenca, con lo que Pilar Miró sé mantendrá por espacio de algunas semanas más como vedette necesaria del papel impreso. Sus opiniones, sus ojos de niña que no ha roto nunca un plato, sus ingenuas muecas, servirán de desayuno para quienes, en un acto digno de todo elogio, seguimos leyendo diariamente varios periódicos e, incluso, nos aventuramos con los informativos de Televisión.
He cenado este verano dos veces con Fernando Castedo, y me he visto algunas veces más, con Jesús Picatoste, el hombre-tanque del actual equipo rector de RTVE. Nerviosos (o crispados) pero firmes en sus resoluciones y con una conciencia por encima de la mediocridad que los atosiga como un banco de calamares que han copiado de su patrón la seriedad ficticia del calamar de fondo, sonríen corno si también estuvieran dando cursos en la Menéndez y Pelayo. Como si nada estuviera ocurriendo.
Una amiga me dice que, efectivamente, está (estuvo) leyendo «El río de la luna, de J. M. Guelbenzu y que le extraña mucho el silencio que la crítica española guarda siempre ante las obras mayores. Le recuerdo que lo mismo; o algo parecido, ocurrió con Teoría del conocimiento, de Luis Goytisolo. Una excepción (con nombre y apellido el crítico también) la constituye el insólito hecho de que alguien se haya acordado de Reinaldo Arenas, que ha publicado en España en muy escaso tiempo tres de sus más importantes obras (El mundo alucinante, Termina el desfile y El Central). Los críticos, con las debidas excepciones, van al trapo, como cualquier lector que se precie. Les interesa fundamentalmente la propaganda que reportarle la propaganda de las obras que comentan. Les interesa seguir, en mayor o menor medida, configurando un mundo de confusionismo, porque a río revuelto ganancia de pescadores. Las obras mayores, comentan sin sonrojo, son sólo para los estudiantes y doctorandos. Así vamos pasando el verano, hasta alcanzar el lento brazo del regreso. Ese es nuestro sino un año más
Mientras tanto, en la lejanía, se avizoran congresos y reuniones internacionales de escritores en general. Venezuela (II Congreso Internacional de Escritores de Lengua Castellana) y Madrid  (Congreso Mundial de Poetas) están ya ahí delante, a la vuelta de la esquina. Perro de este asunto, del que de todos modos La Vanguardia ha dado cumplida noticia, hablaremos en las próximas semanas, cuando el sol baje más rápido y las novedades de septiembre devuelvan la normalidad a los biorritmos de la intelectualidad española. 



 La Vanguardia, 20 de agosto de 1981.



Con los ojos cerrados




Reinaldo Arenas


A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya que solamente tengo ocho años voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el pimeo que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces -porque la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo
en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer el café, y se le quemo un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir -le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y
seguí andando.
Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una jaba cada una, y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di un medio a cada una, y las dos me dijeron al mismo tiempo: Dios te haga un santo. Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a repetir Dios te haga un santo, pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras de pasas pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el torso de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eché a andar.
Caramba -me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer al agua y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del
puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba
unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arcoíris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada.
Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan
alta que es parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien.
Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas.
Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: ¿No quieres comerte algún dulce? Y cuando alcé la cabeza vi que las dependientes eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosas a la entrada de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.
Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, puch, me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe estar
todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería.




jueves, 14 de mayo de 2015

La misión



Rodolfo Fogwill


Tengo cincuenta y cuatro años. He llegado a mi madurez como escritor y como hombre y sé que no me quedan muchos años de vida productiva. Una década, tal vez un par de décadas y ya no podré dar a la literatura las energías que, sin pausa, he vertido sobre ella durante treinta años. Recién entonces descansaré. Después llegará la muerte como un suave remanso, una recompensa más sumada a la alegría de haber vivido el amanecer socialista de mi querida patria. Yo sólo espero que antes que todo concluya podamos festejar la hora en que la Gran Alborada Roja del Socialismo ilumine todos los pueblos de la Tierra.
Cada hombre tiene su paladín, su referencia e ideal de emulación. La mayoría de los escritores de mi patria, cuando buscamos un modelo, no podemos sino apuntar la figura de Borges, el genial ciego de Palermo. Hoy sabemos que, como muchos grandes escritores de su época, fue víctima de un sistema perverso que cercenó su obra hasta el extremo de minar su voluntad con la artera finalidad de distraerlo de sus objetivos democráticos y populares presentando en su digna figura la imagen de un escritor capitalista, soez y reaccionario. Amenazas, torturas, desprecio, allanamientos policiales e interferencias amparadas por su ceguera falsificaron los sentimientos patrióticos del maestro. Mas él a todo supo anteponer el estoicismo y la confianza en una Argentina que tarde o temprano amanecería Soberana, Soviética, Libre, Justa, Proletaria y Socialista. ¡Cuántos vejámenes, humillaciones y tergiversaciones resistió en silencio…! ¡Cómo pudo anteponer su fe en el hombre que construirá el socialismo para sostenerse en sus heladas mañanas del Buenos Aires sin energía de la década del setenta…! Por fortuna, la Sociedad Argentina de Autores y Escritores ha destacado una comisión de homenaje, que tras muchos años de trabajo ordenado rescató los originales del maestro y ha comenzado a publicar sus ediciones críticas, medida que son retirados de la venta los textos apócrifos que los editores de su obra (la firma capitalista Emecé, que, se supo años más tarde, no era sino una división especial de la policía política del régimen) habían impreso profusamente para acentuar el dolor y el sufrimiento de los últimos años de la vida del genial Ehrenburg rioplatense
A esta comisión de homenaje al camarada Borges, que preside el camarada Boris Ilich Fernández Ludueña, debemos la exhumación de la excelente novela Horas proletarias, que narra las alternativas de la represión al movimiento obrero en la Semana Trágica de 1917 y destaca el importante papel que junto al líder de los tipógrafos Francisco Real desempeñó el gran Vittorio Codovilla en la conducción de esas gloriosas jornadas. Por infidencia de algún colega supe que la maravillosa novela corta Mañanitas metalúrgicas, escrita en Palermo en la década del cincuenta, llegará a la prensa no bien los exégetas borgeanos concluyan el comentario de sus últimos capítulos. No dudo que la divulgación de esta obra traerá nueva luz sobre la importancia que el hijo de la camarada Leonor Acevedo ha tenido en los movimientos literarios clandestinos que, desafiando la cruel represión imperialista y oligárquica, florecieron bajo la conducción del viejo y glorioso Partido Comunista entre 1930 y 1996, año de la victoria.  
Como escritor y como hombre no puedo sino compararme con el camarada Borges cuando tenía mi edad: cincuenta y cuatro años. Es 1953. Habita un pequeño semipiso que debe compartir con su madre, pensionada. No tiene mucama ni automóvil y ni siquiera ha soñado con vacaciones anuales y secretaria, que son las mínimas conquistas que requiere el trabajador de las letras. Su biblioteca es limitada. Hay estantes vacíos pues ha debido dejar sus colecciones de Pushkin, Gógol, Tolstói, Dostoievski, Ehrenburg y otros grandes de la literatura universal en una chacra alejada de Buenos Aires a cuidado de campesinos amigos, para protegerlas de la represión que se ensañaría con ellos como tantas veces lo hiciera con sus ejemplares en rústica de El capital y de Materialismo y empiriocriticismo.
Hoy, basta un sencillo trámite ante las autoridades, que la Sociedad Central de Escritores puede hacer por un pequeño arancel, para obtener autorización de consulta y portación de cualquier libro, aunque se trate de obras –como el caso de las ediciones apócrifas de la imprenta parapolicial Emecé– que falsean la realidad, la voluntad del autor y la naturaleza real del contraste entre capitalismo y socialismo, que no es, como dijera el camarada contraalmirante Eloy Rodríguez Usandivaras, sino el contraste entre lo inhumano y lo humano elevado a su máxima potencia por gracia del sublime despertar socialista.
Secretarías voluntarias a cargo de estudiantes, automóvil, vivienda digna, vacación anual, libre acceso a la información reservada a dirigentes: todas estas conquistas de los escritores, ganadas palmo a palmo a la oligarquía durante las luchas por la liberación, han dignificado y humanizado nuestro oficio, que hoy bien podría considerarse un privilegio. ¡Este oficio que para Borges no fue sino el calvario y la acumulación de sinsabores que lo arrastraron a la ceguera, la desesperación y la muerte…! Imagino a Borges en una de esas reuniones de aristócratas a las que era invitado y a las que debía concurrir a riesgo de ser llevado por la fuerza de los esbirros de los magnates. Allí está el escritor, solo, en su rincón, exhibido entre pieles de cebra y cabezas reducidas de gauchos, como un trofeo más de los dueños de la casa, a la espera del mozo que le extiende un pequeño bolso de celofán que ocultará entre sus ropas para llevar algo de los restos del festín a su madre anciana. ¡Pobre maestro en sus heladas noches de Palermo! Pero… ¡Qué ejemplo para todos nosotros, escritores de la patria Libre, Soberana, Justa, Liberada, Soviética, Armónica y Socialista! ¡Qué estímulo para emular! Vamos: ¡Camaradas de la Sociedad de Escritores manos a la obra! ¡A producir y producir para agigantar la obra del socialismo y vengar en la carne de los enemigos de la victoria todos y cada uno de los sufrimientos de nuestro padre y maestro, el gran Jorge Luis Borges! Ése es nuestro deber. ¡En marcha, pues!



Un guión para Artkino fue compuesta en 1977, o 1978, cuando ya nadie imaginaba la posibilidad de una Argentina Socialista. Las cosas pudieron haber sido distintas, pero fueron así. La corregí en 1982, y a comienzos de 1983 hice imprimir unas copias para los amigos. Todos perdieron las suyas y, antes o después, yo perdí el original: lo único que se pierde más rápido que la amistad son los borradores de libros. Por entonces no había discos rígidos que se estropeasen, pero ya las amistades se deleteaban con tanta rapidez como ahora. De paso: quien encuentre una copia de Memoria romana, La clase, Nuestro modo de vida o Los estados unidos será recompensado con libros autografiados y con la dedicatoria de la primera edición, si apareciese alguien al estilo de Garamona, de la editorial Mansalva, dispuesto a perder dinero con ellos.
Siempre habrá editores dispuestos a perder dinero en un mundo con tanta gente dispuesta a gastar dinero y tiempo leyendo y escribiendo. Un guión para Artkino: fue bueno escribirla. Imaginar las historias del despreciable señor Fogwill, héroe del relato, me enseñó mucho sobre mí y sobre la condición del escritor en la opresiva Argentina. Capitalista o socialista. Y fue bueno perderla: como todo lo que desaparece, la nouvelle, con su mezcla de ausencia y vaga memoria, fue rodeándose de la atmósfera del mito, a tal punto, que hasta a mí, al reencontrarla, me pareció mejor de lo que debí haberla juzgado cuando dejé que se extraviase. Debí dedicar este libro al editor, crítico y escritor Luis Chitarroni. Él lo exhumó del fondo de sus pilas de originales no leídos. Pero como castigo por tantas obras y sueños de edición que se perdieron en su parva, sigue dedicada al general que en mi fantasía torció la historia de colonialismo y dependencia de la Argentina, y a dos figuras prominentes del también desaparecido Partido Comunista, esa suerte de Instituto Desmovilizador de Voluntades Bolcheviques que tanto gravitó en la política y en las finanzas de la Argentina hasta 1973.



 Fogwill, 24 de noviembre de 2008


domingo, 10 de mayo de 2015

Dos poemas




Dolores Labarcena


La Pucelle, Doncella de Orleáns, fue conducida a la hoguera sin más atuendo que un gorro. Todo por oír, o decir que oía ciertas vocecillas. “Dios aprieta pero no ahoga”... Con esta frase se llenó la boca antes de ser envenenado, el místico Rasputín, que terminó en el Neva envuelto en una enorme alfombra. “A ustedes me debo”, dijo Colón a los reyes católicos. Y el hurra se oyó unánime entre los facinerosos. Quizás por este imprevisto y a falta de brújula, no llevan taparrabos. Si esperas un poco, lo lógico es que el señor del periódico haga una mueca y el camarero le sirva, como de costumbre, otra taza de té.



El matarife ejecutaba. Helen Brach daba la orden. Todo un tinglado, tras el zozobro de las crías equinas. Tarde o temprano también la ejecutaron a ella. Su cuerpo nunca apareció: ni rastro de los infames despojos, aunque sí hubo indicios: un boleto de avión, una fogata en la granja, la fe de los investigadores que peinaron la zona. Y luego ese enjuto lacayo que cambió la decoración del chalet y que apretara (quizás) el cuello del cisne. Es una hipótesis... En vida había donado parte de su herencia a una sociedad de animales. Imagina, querido, la cara de esos gatitos pegados a las ubres de la vaca, y tan pronto consumiendo sobre el césped un paté gourmet. En el panteón reposan hasta ahora Azúcar y Caramelo; los sabuesos de la que fuera Reina de las Golosinas. No tuvo un final muy dulce que digamos, pero sobrecoge la filantropía y el buen gusto.




viernes, 8 de mayo de 2015

El hombre con los pies al revés





Charles Cros


Muy bien. Esperaré. –Ah, estos chicos de la oficina– Vine a rectificar mi nombre porque recibí una condecoración. ¡Vaya! –¡No traje mi condecoración! ¡La olvidé ¡Bueno, no importa, compraré una en la tienda de enfrente. –Sí, me condecoraron con un nombre que no es el mío; el diario oficial publicó: “El capitán Pleado, servicios excepcionales”, etc. –Oh, es toda una historia.
Yo tenía un pequeño cuarto en la rue Beaubourg, séptimo piso –un lindo cuarto, algo pequeño, quizás. –Estaba empleado en una compañía de seguro contra las pompas fúnebres. Honorarios: 1,100 francos al año. –Acostumbro colocar mis botas con el talón bajo la cama y la punta hacia la ventana- porque soy una persona ordenada, muy ordenada. –Me levanto a las cinco. La compañía requiere empleados serios; hay que presentarse a las siete en punto y me toma una buena hora y cuarto ir de mi casa a la oficina. La compañía está en lo alto de la Chapelle. –No sé qué me pasó aquella noche (ocurrió hace un año).Me sentía alegre; había encontrado a una mujercita al volver la oficina. ¡No la había seguido; ustedes saben: 1, 100 francos de honorarios! Pero al volver, me golpee con la escalera. La cabeza me daba vueltas; no sé cómo me quité las botas y sin pensarlo, ¡coloqué la punta bajo la cama y el talón hacia la ventana! De modo que al día siguiente (¡hacía frío!), a las cinco en punto, salté (no, no salté, el techo era demasiado bajo), dejé la cama, abrí mi tabaquera (¡mi ventana! No tomé ni una pizca, estornudé, pero fue por la corriente de aire). La abrí para ponerme de pie (¡hacía frío!). Tomé mis botas (todo estaba oscuro). Y me las puse. ¡No fue fácil! Me dije: son los callos, hace tanto frío. Jalé: ¡cómo dolía! Mañana me corto los callos) ¡un dolor horrible! Pero la oficina no espera. Forcé un poco más y por fin, mis botas entraron (¡cómo duele!). ¡Las seis de la mañana! Se me hizo un poco tarde. Cogí mi sombrero, no me lo puse porque hubiera roto los vidrios. Abrí la puerta ¡zas!. Ruedo por la escalera; ¡por lo menos diez escalones!
¡Era imposible! Los callos me dolían demasiado. Intenté volver a mi cuarto y en lugar de subir, bajé! Extraño. De pronto me vi en la calle. ¡Vaya! Quizás me torcí el cuello con el golpe de anoche, me dolía mucho la espalda, apenas lograba sostener los brazos. Era muy molesto. Por fin, después de algunos esfuerzos, volví poco a poco la cabeza. Se me hacía tarde; seguí caminando. ¿Dónde estoy? ¡En el camino opuesto a mi oficina! ¡Qué extraño!
Una estación de trenes. El ferrocarril periférico; traía doce centavos. Sacrifiquémoslo, alcanzan para llegar a la Chapelle. Compré el boleto; había dos trenes; corrí hacia el tren de la Chapelle y caí en el otro. ¡El que iba en la dirección contraria!
Me quise bajar en Saint Lazare. Los garroteros gritaban: “!Pasajeros del expreso, a bordo!”. Yo no tomo el expreso; voy a la Chapelle. Corrí hacia el tren de la Chapelle y caí en el expresó. Silbó y se arrancó.
No viajaba solo en el compartimento. Había una dama. ¡Lástima! Si no hubiera estado ella, me habría quitado las botas, ¡me dolían tanto! Pero bueno, podía aguantar: ¿Qué no haría por una dama?
Tortícolis y callos, resultaba muy molesto y no lo van a creer, dolía hasta sentarse. No me podía doblar sobre la banca. Por fin, me acomodé poco a poco y miré a la dama. Era muy amable. Ocultó su rostro tras el pañuelo y escuché y escuché ¡ji! ¡ji! ¡ji! Pensé que lloraba. Soy discreto y quise alejarme pero, no sé cómo, me vi más cerca de ella. Entonces hizo más fuerte: ¡ji! ¡ji! ¡ji! Pero no lloraba, se reía: ¡se moría de la risa! Lo tomé a bien: me gusta divertir a las damas y ella resultaba muy simpática cuando se reía así... Le dije: ¡Está usted muy contenta, señora, será el clima! No respondió, pero seguía ¡ji! ¡ji! ¡ji! Yo también estaba contento, pero se me hacía tarde para llegar a la oficina y me dolían... Iba a decir los callos, pero no es muy galante hablar de callos.
Mientas tanto, el tren corría ¡y a una velocidad! Por fin se calmó, hablé con ella (sé hablar con las damas), pero la tortícolis me molestaba. No importa. Enloquecí de amor; le tomé las manos, quise besarlas. ¡Imposible!!La tortícolis!
Quise caer sobre sus rodillas y me senté sobre ellas.
Ella solo decía: “¡Qué pies!” ¡Que pies! ¡jí! ¡jí! ¡jí!” Llegamos al Havre; me despedí fríamente de ella, no me gusta que se burlen de mí. Además, estaba contrariado, venía de París, me encontraba en el Havre y solo había comprado un boleto para la Chapelle, cerca de Pantin. Me bajé del tren y fui a explicarle mis apuros al jefe de la estación; allí estaba su oficina, corrí, pero salí por un túnel y vi el mar. ¡Detesto el mar! Le tengo horror al agua y el mar está lleno de agua. Huí hacia la ciudad; el mar se acercaba más y más. ¡Qué horror! ¡Era una inundación! Sin embargo, la ciudad, allá, estaba a salvo. Corrí más rápido hacia la ciudad y ¡plum! Caí en el mar...
Por suerte aprendí a nadar en el canal Saint Martin, por eso detesto el agua... Nadé con fuerza hacia la orilla; ¡las botas y los callos me dolían con el agua helada! Pero la orilla se alejaba cada vez más; nadé con más fuerza y llegué a alta mar; no me podía quitar las botas en el agua (hay gente que sabe cómo hacerlo). Estaba perdido. De pronto, sentí un salvavidas, saben, una gran corona en la cabeza, ¡cómo tragué agua! Sentí que me levantan, me vi en el India-Pale-Ale, barco de gran calado de la compañía Jonson de Liverpohol (no pronuncio bien el inglés), se dirigía hacia las islas Fidji con un cargamento de bolas de goma (al parecer hay mucho catarro por allá).
En ese barco se hacían maniobras todo el tiempo; intenté  hacerme a un lado, para no estorbar y ¡zum! Caí en los pies del segundo a bordo, el capitán parecía furioso. Estaba a la derecha, o la izquierda, ya no sé; huí al lado opuesto y caí en sus brazos. Le di un cabezazo en la nariz. ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Motín! ¡Rebelión! Dos meses de grilletes; la duración de la travesía.
Me pusieron los hierros sobre las botas, de modo que resultaba imposible quitármelas (las botas), ¡y los callos me dolían mucho! Por fin, escuché gritos: "¡Au! ¡Au! ¡Au!" Era tierra; no aprendí inglés; estaba al fondo de una bodega; me desembarcaron en Honolulú y el India-Palé-Ale zarpó hacia las islas Fidji. Las autoridades me interrogaron. Les dije que era un empleado, que se me hacía tarde para llegar a la oficina. Las autoridades se reían, me llamaban "el señor Empleado". ¡Pif! ¡Paf! Tiros de rifle. ¿Qué es eso? Una rebelión de indios. Me puse pálido; salí corriendo hacia el muelle; el puerto estaba aquí, los salvajes allá. Caí en medio de los salvajes; la infantería de marina me seguía, los salvajes mostraban mis pies y gritaban "¡Picado! ¡Pleado!"
Así pronuncian empleado. Arrojaron sus arcos, sus flechas, sus cuchillos para arrancar cueros cabelludos y huyeron. Yo también huí en la dirección contraria; de pronto estaba entre los salvajes (¡y los callos, ay, me dolían tanto!). La infantería de marina me seguía; ¡pif! ¡Paf! Mataron a todos los salvajes, la infantería me proclamó capitán, me llevó en triunfo a Honolulú y el gobernador tuvo a bien condecorarme con el nombre de capitán Pleado; intenté reclamar, pero me faltó fuerza y me desmayé. Ya saben, los callos...
Cuando volví en mí estaba en París, en la estación de trenes de Orleáns; me preguntaron dónde vivía y respondí débilmente: "Rué Beaubourg 29, séptimo piso..." Habían rentado el cuarto. Me llevaron al Gran Hotel; el botones me preguntó: "¿Qué se le ofrece al señor?" Le mostré los pies. El mozo se golpeó la frente, se fue y volvió con mi salvador. El podólogo. Era un hombre ingenioso y fue el primero al que se ocurrió la idea, simple pero sublime, de ¡quitarme las botas! Se dio cuenta de que las botas estaban al revés, con la punta hacia atrás y los talones adelante, lo cual explicaba que mis pies, invertidos, me llevaran precisamente a donde no quería ir. —Corrí a mi oficina; llevaba un retraso de un año y un día; alguien había ocupado mi puesto. Por suerte, encontré un empleo en los almacenes del Conejo Blanco.
A la gente le gusta que la guíen entre los estantes señores condecorados. —Vine a rectificar mi nombre, porque no me llamó Pleado, me llamo... ¡Vaya! ¡Lo olvidé! Saben, pasar tanto tiempo al revés, trastorna... Entonces, conservaré el Pleado... pero no, eso recuerda empleado. ¡Ah, le añadiré un de, de Pleado, suena bien. (Canturrea) ¡Por fin llegó mi turno! ¡Allá voy!



Traducción del francés Conrado Tostado


lunes, 4 de mayo de 2015

Mis encuentros con Vargas Llosa




Guillermo Cabrera Infante


El apartamento de Monique Lange y Juan Goytisolo en la Rue Poissonnière era centro de reunión de los escritores de España y de las Américas que visitaban París. Fue allí donde conocí a Mario Vargas Llosa, entonces ganador del prestigioso premio catalán Joan Petit-Biblioteca Breve. Mario (desde entonces lo llamé así) vino acompañado por su mujer Julia -más tarde, mucho más tarde, la protagonista de la novela de Mario La tía Julia y el escribidor, que vino a culminar su separación-. Pero entonces Julia y Mario no estaban separados. Al contrario: Mario mostraba una deferente ternura hacia ella y ella parecía muy enamorada de Mario. Pero esa noche ocurrió un incidente extraño. Al irme Mario se ofreció a llevarme hasta mi hotel, que no estaba lejos, y Julia comenzó a sentirse mal. Parecía una especie de alergía: algo le había caído mal, su cara se hinchaba cada vez más, hinchazón que aumentó en el elevador, y al entrar al pequeño auto se veía abofada. Mario me pidió que los acomapañara hasta el primer hospital abierto a esa hora y luego me llevaría a mi hotel.
Ya en el hospital, me quedé en el salón de espera, impaciente y preocupado: hay alergias que matan. De pronto, la puerta abierta, vi pasar a Julia corriendo sobre sus altos tacones seguida (o perseguida) por dos hombres de blanco. Me levanté y fui a la puerta y pude ver cómo los hombres de blanco alcanzaban a Julia y la aferraban por los brazos y luego casi la arrastraban hacia un punto no visible. A la zaga del grupo venía Mario. Tuve que ir hasta un teléfono cercano para llamar a Juan Goytisolo y pedirle que me asegurara que todo no era una pesadilla. Juan me aseguró de la realidad de lo que estaba ocurriendo ante mis ojos. Al cabo regresó Mario y me dijo que Julia no tenía nada con una tranquilidad de la que había sido ya testigo en el viaje al hospital. Durante el trayecto, Julia se quejaba y se revolvía en los asientos traseros, ya que Mario me había pedido que me sentara a su lado, mientras Mario le repetía a ella bajito que se calmara y con una mano libre le impedía que rodara de su asiento. La voz de Mario era sosegada para Julia -pero no para mí-. Todo parecía familiar a Mario mientras Julia se retorcía detrás de mí.
En el hospital consiguieron calmarla sin ingresarla y regresó a la sala de espera bastante compuesta, pero sin sus seguidores,perseguidores. Solamente la acompañaba Mario. Juntos volvimos al pequeño automóvil. Julia iba calmada, también Mario pero nadie habló nada, nadie explicó nada. Me hubiera gustado volver a hablar con Juan Goytisolo para que me explicara por qué él también lo había acogido todo con tanta parsimonia. Fue entonces que comprendí que todo había pasado y todos estaban en paz con Julia porque su estado anterior tenía que ser tan habitual como su silencio ahora. Julia, era evidente, había sufrido un ataque de histeria. Luego supe que el matrimonio de Julia y Mario se acababa. Pronto se divorciarían. Esos ataques de histeria debían ser cosa habitual en Julia y resultado de la petición de divorcio. Julia era una mujer rubia, alta y atractiva y estaba muy enamorada de Mario, que llevaba un bigotico a lo Don Ameche y era tan bien parecido como un galán de cine. Fue en Bruselas que supe que finalmente se habían divorciado. En algún momento entre esta visión de pesadilla y nuestro próximo encuentro Mario se había afeitado el bigote y ya no se parecía a Don Ameche.
La próxima vez que vi a Mario fue en la entrega del Premio Biblioteca Breve que me dieron en 1964 en Barcelona. Ya Mario era una leyenda de trabajo duro y aplicación mayor, con que asombró a todos los jurados del premio. Mientras sus amigos y su anfitrión Carlos Barral bebían en el bar, se soleaban en la playa y se reunían temprano para una cena tardía, Mario estaba encerrado en su cuarto: "Escribiendo, escribiendo" decía Carlos, mientras apuraba otro cóctel tal vez con ginebra.
Después de la ceremonia volví inmediatamente a Bruselas para el fin de año con Míriam Gómez, y Mario y yo viajamos juntos rumbo a París, donde yo cambiaría de avión y Mario se bajaría. Hablamos poco: él con su problema y yo con los míos. El avión que me llevó a Bruselas no salió sino tres horas más tarde por culpa de la acumulación de hielo en las alas y nevaba en todo Orly. No lo volví a ver hasta dos años más tarde.
Mientras tanto habían ocurrido demasiadas cosas en mi vida. Yo había dejado de ser agregado cultural de Cuba en Bélgica, había viajado a La Habana a los funerales de mi madre, había decidido exiliarme, había vivido en Madrid y ahora vivía en Londres, prestado en casa de amigos, enfrentando otra ciudad, otro país, otro invierno cuando supe que Mario y Patricia vivían en Londres. Lo llamé y nos invitaron a cenar en su casa. Era tan lejos de donde yo vivía que el viaje fue una travesía de trenes, taxis y búsqueda de la dirección. Al irnos yo tuve que pedir otro taxi que nos llevara a la estación del underground más próxima. Recuerdo que al colgar el teléfono Mario me felicitó por mi inglés: ellos no hablaban una palabra.
Mi vida se organizó de una manera incierta. Vine a vivir en Trebovir Road detrás de la estación de Earls Court no en un apartamento lujoso como se me calumniaba en Cuba sino en un sótano no infecto sino infestado de cucarachas. Mario, que todavía apoyaba a Castro y su supuesto socialismo siguió su relación conmigo, lo que no hicieron mis supuestos amigos afectos. Un día supe que Mario, cosas de la casualidad, esa diosa caprichosa, se había mudado con su familia a la misma calle, sólo tres cuadras más arriba de la estación del subterráneo. Vivía en un apartamento modesto de los bajos pero no tan pobre como el nuestro. De las incontables anécdotas que tuvieron lugar por esos pagos sudamericanos estaba la vez que Míriam Gómez tuvo que ir a casa de los Vargas a matar a una rata que aterrorizaba a la muy joven y bella Patricia Llosa, recién casada con Mario. Ella, niña mimada, estaba muy poco preparada para vivir en lo que era casi un sótano. Allí Mario se encerraba a escribir desde temprano hasta terminada la tarde y había que dejarle el almuerzo (un sándwich o un plato ligero) en una bandeja a la puerta. Mario la abriría, almorzaba solo y seguía escribiendo, escribiendo.
Fue en ese apartamento que Mario decidió reunir a García Márquez y a mí. Ya nosotros nos habíamos mudado de Earls Court para esta dirección y ahora íbamos a celebrar el año nuevo en casa de nuevos amigos del todavía pendular Swinging London. Íbamos vestidos para una fiesta: Miriam Gómez con su traje neo art decó de nuestro retrato que está en esta sala y yo con mi smoking recién comprado para la fiesta final del fin de la filmación de Wonder Wall, la película que se había filmado con un guión mío: una comedia nada cómica cuya única gracia estaba en la música incidental de George Harrison. No recuerdo cómo estaba vestida la mujer de García Márquez, pero sí recuerdo que el colombiano llevaba una camisa de leñador a cuadros negros y rojos.
A pesar de que Mario era un anfitrión animoso, no teníamos absolutamente nada de qué hablar García Márquez y yo. De pronto él parecía encontrar su tema, que era el código de supersticiones de la pava, que era venezolano pero el colombiano se lo cogió como propio. Yo no tenía idea de lo que era lo pavoso, pero recuerdo que se trataba de no llevar calcetines con sandalias y cosas así. Miriam Gómez contribuyó con su arte de las flores, hablando de la buena suerte que daban las flores amarillas, puestas, dispuestas en tres en mi escritorio.
En esa salita que de día era el estudio de Mario y de noche la sala de estar de Patricia, hubo otros encuentros con las supersticiones sudamericanas. Fue cuando Julio Cortázar vino a Londres con su mujer de entonces, Ugné Karvelis, de cara tan rara como su nombre. Patricia sirvió café y Ugné se encargó del azúcar, que repartió. Cuando llegó a mí la azucarera voló de su bandeja a mi regazo, bañándome, literalmente, en azúcar: blanca que hacía contrastar con mi traje oscuro. Ugné se volvió toda disculpas, con genuflexiones que detuvo Miriam Gómez diciendo: "No importa. Eso es considerado una señal de buena suerte en Cuba". Yo no sabía de semejante superstición ni siquiera si Miriam Gómez la había inventado ad hoc para la ocasión. Lo que sí supe luego es que éste era un numerito que había montado la Karvelis para destacarse y al mismo tiempo colocar a su blanco de azúcar blanca en una situación embarazosa. Me lo contó Mario que había sido testigo o blanco en situación similar. ¿Era ésta una versión de la Maga?
Luego Mario y su aumentada familia dejaron el barrio, a Londres y a Inglaterra. Mario viajaba y daba clases en universidades diversas. Hasta hubo un tiempo que dio clases en Cambridge y lo vi poco. Estaba contento con sus extrañas clases en Cambridge, donde tenía tan pocos alumnos que la clase podía trasladarse de la universidad a un pub cercano. Más tarde reapareció en Londres: Mario siempre vuelve a Londres.
Después vino su incursión en la política activa. Una noche cenamos en su casa y pude augurarle el desastre que significaría su vida política. Pero sus constantes viajes a Lima (no era un regreso a Perú todavía) terminaron por atraparlo en una red de la que sólo se extricaría con su desastrosa aventura política -a la que siempre Patricia se opuso-. Patricia había devenido de una bella muchacha encantadora una mujer juiciosa y leal a Mario hasta que ella misma se vio envuelta en la fiebre política. Como antes, le había aconsejado yo que sus viajes a Lima terminarían por resultarle onerosos políticamente. En corto tiempo fue nominado candidato a la presidencia del Perú.
Ahora estaba toda la familia instalada en su flamante apartamento de Knightsbridge, uno de los barrios ricos de Londres. Recuerdo que cenando una vez allí, rodeado por la decoración high-tech de su apartamento que incluía una creciente pinacoteca con cuadros modernos (había, central, un botero con su excesiva gordura que parecía un Oliver Hardy en busca de Stan Laurel, el Gordo detrás del Flaco en cualquier comedia del dúo), con portero y elevador. Vivían bastante cerca de nosotros, pero bien lejos de la modestia de los tiempos de Earls Court: Mario se había convertido en un escritor de éxito mundial. Pero ahora, de regreso al Perú, lo esperaba la derrota política.
Fue una campaña electoral pero peligrosa físicamente -y aún más riesgosa políticamente-. Mario, como se sabe, fue derrotado por Alberto Fujimori, un desconocido total entonces. La derrota electoral fue tan estruendosa que muchos dudaban de que Mario se recobrara como figura pública. Pero Mario regresó a su escritorio y a sus novelas, y al poco tiempo estaba recobrado como escritor de éxito, de crítica y de ventas. Viviendo en su apartamento de Knightsbridge, pero escribiendo. Según una costumbre recientemente adoptada escribía por el día en un salón de lectura del British Museum, y por las noches los Vargas cenaban con amigos o solían salir a cenar con nuevos amigos. Mario y Patricia volvieron a ser una pareja perfecta. Los visitábamos a menudo invitados a comer comida peruana que cocinaba Patricia y vimos el apartamento lujoso crecer en otras cámaras y recámaras al expandirlo con otras propiedades vecinas. Pero seguían viajando mucho, a pesar de que la familia había crecido con dos hijos grandes, Álvaro y Gonzalo, y una niña que pronto se hizo mujer, la bella Morgana. Viajaron a todas partes. Mario más exitoso que nunca dando charlas dondequiera y visitando lugares remotos como los arrecifes de Australia, que le habían fascinado desde niño.
Ahora vivían medio año en Londres y dos cuartos crecientes en París y Madrid, ciudad que encantaba a Patricia tanto como a Mario Barcelona. Dejamos de vernos bastante aunque siempre en uno de nuestros viajes a Madrid cenábamos y yo bromeaba con Patricia acerca de su fascinación que no cesa. Una de las últimas cenas la dio el editor Juan Cruz en uno de los restaurantes más de moda en Londres y allí Mario y Patricia se reían como una pareja feliz. Podían estarlo. Sus hijos habían crecido y cada uno tenía su parcela de acción. Gonzalo se dedicaba a una labor de caridad patrocinada por las Naciones Unidas. El otro hijo, Álvaro, era un periodista independiente y reconocido, y aunque muchos creían que se apoyaba en su doble apellido, en realidad se llamaba Vargas por su padre y Llosa por su madre, que de soltera se llamaba Patricia Llosa: ella y Mario eran primos.
Luego ocurrieron dos ocasiones memorables que a mí me parecieron oficiales. Viajó a Londres el presidente Felipe González en su primer viaje a Inglaterra y nos invitó a Mario y a mí a almorzar en la Embajada de España. Yo no conocía personalmente a González, pero Mario lo trataba con la familiaridad de viejos amigos. Tal vez lo fueran. En todo caso González había venido con varios de sus ministros y Mario brillaba en su conversación con políticos profesionales. El almuerzo terminó con mi tête-à-tête con Felipe González, pero ésa es otra historia.
Años más tarde se repitió una ocasión similar cuando el presidente José María Aznar nos invitó a Mario y a mí a visitarlo en La Moncloa. ¿Nos habíamos convertido en el dúo demócrata? No lo sé. Sólo sé que Mario se portó con más soltura que yo: ya conocía a Aznar. Yo había venido como fui al almuerzo con Felipe González: más por curiosidad de escritor que otra cosa. Hicimos el trayecto a La Moncloa en un auto fuertemente blindado. Regresamos Mario y yo al hotel en el mismo automóvil. Durante el viaje de regreso tuve una suerte de convencimiento iluminador. Los políticos no tienen convicciones, tienen conveniencias.
En una de nuestras últimas cenas en Londres Mario acababa de publicar su última novela y parecía feliz con su destino recobrado. Recuerdo que lo felicité por el logro que significaba su nuevo libro y aceptó mi felicitación de buen grado. A Mario y a mí nos ocurría algo que no se puede llamar modestia -ni siquiera falsa modestia-. De la que, por ejemplo, Borges era un maestro consumado, con sus frases de rigor: "Usted ha enriquecido mi libro con su lectura", que sonaban casi tan formales como "Favor que usted me hace" o "Gracias por sus elogios, que no merezco". Esta vez tuve que atrapar a Mario en su esquina frente a Harrods para decirle cuánto me había gustado su última novela, que era una vuelta al libro bien contado de sus inicios, y le auguré una carrera feliz -que lo ha sido en extremo al recibir críticas excelentes de toda la crítica inglesa, siempre renuente a celebrar a escritores españoles, pero peor a autores hispanoamericanos. Fue escogido, por muchos críticos, como uno de los mejores libros del año.
Tuvimos una última cena en Madrid. Mario ya no estaba preocupado por su hipertensión, sino por la tensión que se había creado con Álvaro con su campana solitaria en contra del presidente Toledo, que Mario había apoyado electoralmente, y aunque Patricia era el calmado centro materno de siempre, Mario parecía furioso, no con Álvaro, sino con las inesperadas vueltas que daba y da toda la política. Me alegré de estar presente porque supe lo profundos que eran sus sentimientos de ser un demócrata convencido -aun en lo que parecía una crisis familiar-.

Como escritor, la crítica inglesa lo ha comparado con Conrad y ha dicho que desde Nostromo no había una novela sudamericana que planteara tan bien la dicotomía entre la novela y la política como tema central. Es que Mario se parece a Conrad hasta en sus dilemas. Pero su verdadera carrera, donde era un triunfador, era la literatura. A la que no ha tardado en volver con esta La fiesta del Chivo, que había tratado de escribir durante años, mientras en la vida es un verdadero, como Conrad, pater familias. Mario Vargas Llosa es un gran escritor. Pero, estoy seguro, prefiere ser un buen padre. Es posible que me equivoque, pero creo haber demostrado que lo conozco bastante. Nuestros encuentros nunca han producido un encontronazo.




Tomado de El País, diciembre 2002