Georges Perec
En la última semana de agosto de 1939,
mientras los rumores de guerra invadían París, un joven profesor de Letras,
Vincent Degraël, fue invitado a pasar unos días en una casa de campo de los
alrededores de Le Havre que pertenecía a los padres de un colega suyo, Denis
Borrade. La víspera del día de regreso, explorando la biblioteca de sus
anfitriones en busca de uno de esos libros que se ha prometido siempre leer,
pero que por lo general apenas se tiene tiempo de hojearlos negligentemente
junto a la chimenea antes de echar la cuarta partida de bridge, Degraël cayó
sobre un delgado volumen titulado El viaje de invierno, cuyo autor, Hugo
Vernier, le era absolutamente desconocido, pero cuyas primeras páginas le
produjeron una impresión tan fuerte que le faltó tiempo para pedir disculpas a
su amigo y a los padres de éste antes de subir a leerlo a su habitación.
El
viaje de invierno era una especie de relato escrito en primera
persona, y situado en una región medio imaginaria cuyos cielos pesados, bosques
umbríos, suaves colinas y canales cortados por esclusas verdinadas evocaban con
una insistencia insidiosa paisajes de Flandes o de las Ardenas. El libro estaba
dividido en dos partes. La primera, la más corta, describía sibilinamente un
viaje de cariz iniciático, cada una de cuyas etapas parecía estar marcada por
un fracaso, al término del cual el héroe anónimo, un hombre de quien todo hacía
suponer que fuera joven, llegaba a las orillas de un lago sumergido en una
bruma espesa; un barquero lo aguardaba allí para conducirlo hasta un islote
escarpado, en medio del que se elevaba un caserón alto y sombrío; apenas el
joven había puesto el pie sobre el estrecho pontón que constituía el único
acceso a la isla, hacía su aparición una extraña pareja: un viejo y una vieja,
ambos envueltos en largas capas negras; parecían surgir de la niebla, se
colocaban a cada lado de él, lo asían por los codos, y lo estrechaban lo más
posible contra sus flancos; casi soldados los unos a los otros, ascendían por
un sendero que se desmoronaba, penetraban en la casona, trepaban por una
escalera de madera y llegaban hasta una habitación. Allí, tan inexplicablemente
como habían aparecido, los viejos desaparecían, dejando al joven solo y en
mitad de la estancia. Ésta estaba someramente amueblada: una cama cubierta por
una cretona de flores, una mesa y una silla. Un fuego flameaba en la chimenea.
Encima de la mesa habían dispuesto una comida: sopa de habas y carne de lomo.
Por la alta ventana de la habitación, el joven miraba cómo la luna llena
emergía de entre las nubes; luego él se sentaba a la mesa y empezaba a comer. Y
con esa cena solitaria acababa la primera parte.
La segunda parte constituía ella
sola casi los cuatro quintos del libro y enseguida fue evidente que el corto
relato que la precedía tan sólo era su pretexto anecdótico. Se trataba de una
larga confesión de un lirismo exacerbado, entremezclada con poemas, máximas
enigmáticas y encantamientos blasfemos, Al poco de haber empezado la lectura,
Vincent Degraël experimentó una sensación de inquietud que le fue imposible
definir de modo concreto, pero que se acentuó a medida que pasaba las páginas
del volumen con una mano cada vez más temblorosa: era como si las frases que
tenía ante sus ojos se volviesen súbitamente familiares e irresistiblemente le
recordasen a algo; como si después de la lectura de cada una de esas frases se
impusiera, o mejor dicho se superpusiera, el recuerdo, preciso y vago a la vez,
de una frase casi idéntica y que él hubiese leído ya en otra ocasión; como si
aquellas palabras, más tiernas que una caricia o más pérfidas que el veneno,
aquellas palabras sucesivamente claras o herméticas, obscenas o cálidas,
deslumbrantes, laberínticas, que oscilaban sin cesar como la aguja alocada de
una brújula entre una violencia alucinada y una serenidad fabulosa, esbozasen
la configuración confusa en la que se creyese encontrar un barullo de Germain
Nouveau y Trintan Corbière, de Villiers y Banville, de Rimbaud y Verhaeren, de
Charles Cros y Léon Bloy.
Vincent Degraël, cuyo campo de
preocupaciones abarcaba precisamente a esos autores -desde hacía varios años
preparaba una tesis sobre "la evolución de la poesía francesa de los Parnasianos
a los Simbolistas"-, creyó en un primer momento que había podido,
efectivamente, leer ya ese libro de manera casual en una de sus muchas
investigaciones, pero luego, más verosímilmente, se sintió víctima de una
ilusión de lo conocido en la que, como cuando el simple sabor de un sorbo de té
le traslada a uno de golpe a Inglaterra treinta años atrás, había bastado una
pequeñez, un sonido, un olor, un gesto -quizás ese breve titubeo que había
sentido antes de sacar el libro de la balda en que estaba clasificado entre
Verhaeren y Vielé-Griffin, o bien el modo tan ávido con que había hojeado las
primeras páginas- para que el recuerdo falaz de una lectura anterior viniera en
sobreimpresión a perturbar, hasta hacerla imposible, la lectura que estaba haciendo
justo en ese instante. Pero muy pronto la duda desapareció y Degraël hubo de
rendirse a la evidencia: tal vez su memoria le jugaba una mala pasada, tal vez
no fuese más que algo azaroso el que Vernier pareciera tomar prestado a Catulle
Mendés su frase "chacal solitario que frecuenta sepulcros de piedra",
tal vez habría que tener en cuenta los encuentros fortuitos, las influencias
ostentosas, los homenajes voluntarios, las copias inconscientes, la voluntad de
pastiche, el gusto por las citas, las coincidencias felices, tal vez habría que
considerar que expresiones tales como "la fugacidad del tiempo",
"nieblas del invierno", "oscuro horizonte", "grutas
profundas", "vaporosas fuentes", "luces inciertas de
salvajes malezas", pertenecían a todos los poetas, y que, por consecuente,
era tan normal toparse con ellas en un parágrafo de Hugo Vernier como en las
estrofas de Jean Moréas, pero en cambio era del todo imposible no reconocer,
palabras por palabra o casi, al azar de la lectura, un fragmento de Rimbaud por
aquí ("Veía con claridad una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela
de tambores hecha por ángeles") o de Mallarmé ("invierno lúcido,
estación del arte sereno"), o por allá uno de Lautréamont ("Miré en
un espejo esta boca homicida por mi propia voluntad") o de Gustave Kahn
("Deja expirar la canción... mi corazón llora / Un humo negro se arrastra
en torno a claridades. Solemne/El silencio ha subido lentamente, amedrenta/A
los ruidos familiares del vacío personal") o, apenas modificado, de Verlaine
("en el interminable hastío de la llanura, la nieve lucía como arena. El
cielo era de color cobrizo. El tren se deslizaba sin un murmullo..."),
etc.
Eran las cuatro de la madrugada
cuando Degraël acabó la lectura de El
viaje de invierno. Había señalado una treintena de préstamos. Desde luego,
había muchos más. El libro de Hugo Vernier parecía ser una prodigiosa
compilación de los poetas de finales del siglo XIX, un centón desmesurado, un
mosaico en el que se podía decir que cada pieza era la obra de algún otro. Pero
en el momento en que se esforzaba en imaginar a ese autor ignoto que había
querido extraer de los libros de los demás la materia de su propio texto, en el
momento en que trataba de representarse hasta sus últimas consecuencias ese
proyecto insensato y admirable, Degraël sintió que en su interior nacía una
sospecha enloquecedora: acababa de recordar que al coger el libro de su
estante, había anotado maquinalmente la fecha, movido por ese reflejo de joven
investigador que no consulta nunca una obra sin apuntar los datos
bibliográficos. Tal vez se hubiera equivocado, pero estaba seguro de haber
creído leer: 1864. Lo verificó, con el corazón palpitando. Había leído bien:
¡eso quería decir que Vernier había "citado" un verso de Mallarmé con
dos años de antelación, plagiado a Verlaine diez años antes de sus "Arias
olvidadas", escrito lo mismo que Gustave Kahn cerca de un cuarto de siglo
antes que él! Eso quería decir que Lautréamont, Germain Nouveau, Rimbaud,
Corbière y bastantes más eran simple y llanamente los copistas de un poeta
genial e ignorado que, en una obra única, había sabido reunir la sustancia toda
de la que iban a nutrirse después de él tres o cuatro generaciones de autores.
A menos, claro, que la fecha de
impresión que figuraba en la obra estuviese equivocada. Pero Degraël rechazaba
afrontar esta hipótesis: su descubrimiento era demasiado bello, demasiado
evidente, demasiado necesario para no ser cierto, y ya se imaginaba las
consecuencias vertiginosas que iba a provocar: el escándalo prodigioso que iba
a entrañar la revelación pública de esa "antología premonitoria", la
amplitud de sus efectos, el enorme replanteamiento de todo lo que los críticos
y los historiadores de la literatura habían enseñado imperturbablemente por los
años de los años. Y su impaciencia era tal que, renunciando definitivamente al
sueño, se precipitó a la biblioteca para tratar de conocer un poco más acerca
de ese Vernier y de su obra.
No encontró nada. Los diversos
diccionarios y repertorios presentes en la biblioteca de los Borrade ignoraban
la existencia de Hugo Vernier. Ni los Borrade padres ni Denis pudieron
informarle de nada más: el libro había sido comprado con ocasión de una subasta
en Honfleur, y de eso hacía diez años; lo habían hojeado sin prestarle ninguna
atención.
Durante todo el día, con la
ayuda de Denis, Degraël procedió a un examen sistemático de la obra, yendo a
buscar en decenas de antologías y de colecciones los fragmentos que surgían por
doquier: llegaron a hallar unos trescientos cincuenta, repartidos entre casi
treinta autores: tanto los más célebres como los más oscuros poetas de fin de
siglo, y en ocasiones incluso algunos prosistas (Léon Bloy, Ernest Hello),
parecían haber hecho de El viaje de
invierno la biblia de donde habían sacado lo mejor de sí mismos: Banville,
Richepin, Huysmans, Charles Cros, Léon Valade se codeaban con Mallarmé y con
Verlaine, y también con otros en el presente caídos en el olvido, que se
llamaban Charles de Pomairoles, Hippolyte Vaillant, Maurice Rollinat (el
ahijado de George Sand), Laprade, Albert Mérat, Charles Morice o Antony
Valabrègue.
Degraël apuntó cuidadosamente
en un carné la lista de los autores y la referencia de sus préstamos
literarios, y regresó a París, decidido en firme a proseguir desde el día
siguiente sus investigaciones en la Biblioteca Nacional. Pero los
acontecimientos no se lo permitieron. En París le esperaba su hoja de ruta
militar. Movilizado en Compiègne, se encontró, sin haber tenido en verdad
tiempo de comprender por qué, en San Juan de Luz, pasó a España y desde allí a
Inglaterra, de donde volvió a Francia al acabar 1945. Durante toda la guerra,
había llevado consigo su carné de notas y milagrosamente había logrado no
perderlo nunca. Sus investigaciones, como era lógico suponer, no habían
avanzado mucho, pero no obstante había hecho un descubrimiento para él capital:
en el British Museum había podido consultar el Catálogo general de la librería
francesa y la Bibliografía de Francia, y pudo confirmar su formidable hipótesis:
El viaje de invierno, de Vernier
(Hugo), había sido editado sin ninguna duda en 1864, en Valenciennes, por Hervé
Frères, Impresores-Libreros, y, sometido al depósito legal como todas la obras
publicadas en Francia, se ingresó en la Biblioteca Nacional, en donde le
atribuyeron la signatura Z-87912.
Nombrado profesor en Beauvais,
Vincent Degraël consagró desde entonces todos sus ratos libres a El viaje de invierno.
Investigaciones exhaustivas en
los diarios íntimos y en las correspondencias epistolares de la mayoría de los
poetas de finales del siglo XIX, le persuadieron rápidamente de que Hugo
Vernier, en su tiempo, había conocido la celebridad que merecía: anotaciones
como "he recibido hoy una carta de Hugo", o "he escrito una
larga carta a Hugo", "leído a V.H. toda la noche", o la célebre
"Hugo, sólo Hugo" de Valentin Havercamp, no se referían en absoluto a
"Victor" Hugo, sino a ese poeta maldito cuya obra breve había
prendido, al parecer, en todos aquellos que la habían tenido entre sus manos.
Contradicciones clamorosas que ni la crítica ni la historia literaria habían
podido explicar nunca hallaban así su única solución lógica, y por eso,
evidentemente, pensando en Hugo Vernier y en lo que le debían a su Viaje de invierno, Rimbaud había escrito
"Yo es otro" y Lautréamont "La poesía debe ser hecha por todos y
no por uno".
Pero cuanto más ponía de
relieve el lugar preponderante que Hugo Vernier debía ocupar por derecha en la
historia literaria de la Francia del último siglo, menos estaba en condiciones
de aportar pruebas tangibles: en realidad, no pudo nunca más volver a tocar con
sus manos ningún ejemplar de El viaje de
invierno. Aquel que había consultado fue destruido -al mismo tiempo que la
villa entera- cuando los bombardeos de Le Havre; el ejemplar depositado en la
Biblioteca Nacional no estaba en su puesto cuando él lo pidió y sólo al cabo de
largas gestiones consiguió saber que ese libro había sido enviado en 1926 a un
encuadernador que nunca lo había llegado a recibir. Todas las pesquisas que mandó
hacer a decenas y centenas de bibliotecarios, de archiveros y de libreros se
revelaron inútiles, y Degraël se convenció entonces de que los quinientos
ejemplares de la edición fueron destruidos adrede por aquellos mismos que se
inspiraron tan directamente en ellos.
Sobre la vida de Hugo Vernier,
Vincent Degraël no averiguó nada o casi nada. Por una apostilla inesperada,
descubierta en una oscura Biografía de hombres notables del Norte de Francia y
de Bélgica (Verviers, 1882) supo que había nacido en Vimy (Pas-de-Calais) el 3
de septiembre de 1836. Pero las actas de estado civil de la municipalidad de
Vimy habían ardido en 1916, a la vez que sus copias remitidas a la prefectura
de Arras. Ninguna acta de defunción se levantó jamás, por lo visto.
Durante cerca de treinta años,
Vincent Degraël se esforzó en vano por reunir pruebas de la existencia de ese
poeta y de su obra. Cuando él murió, en el hospital psiquiátrico de Verrières,
algunos de sus antiguos alumnos se propusieron clasificar el inmenso montón de
documentos y manuscritos que dejaba: entre ellos figuraba un grueso libro de
registro encuadernado en tela negra y en cuya etiqueta, cuidadosamente
caligrafiado, se leía: El viaje de
invierno: las ocho primeras páginas describían la historia de esas
estériles investigaciones; las trescientas noventa y dos restantes estaban en
blanco.
Traducción de Adolfo García
Ortega
No hay comentarios:
Publicar un comentario