sábado, 26 de marzo de 2022

Manuel Corona

 


Nicolás Guillén

 

La Habana ha recobrado rápidamente su ritmo normal. Es decir, su tumulto ordenado, su vocerío lleno de templanza, su ponderada desorbitación… Luego de las fiestas de Pascua, ya un poco lejanas, y las más recientes de Año Nuevo y de Reyes, el habitante de este rincón antillano hállase entregado a la desagradable tarea de arreglar cuentas consigo mismo.

Claro que allí entran también las cuentas que tiene que arreglar con los demás. Porque es ya clásico (al menos entre nosotros) que después del torbellino suscitado por la grasienta conmemoración de la divina natividad, los acreedores (que son deudores a su vez) han de esperar hasta febrero para cobrar los adeudos… de noviembre.

Hay, pues, un mes económicamente muerto, y es enero. Caras largas, cejijuntas; ojos perdidos en un cielo pitagórico de cálculos matemáticos; tardíos remordimientos; tumultuosa aglomeración de cuentas por coñac, por whisky, por champaña. Ese mundo sombrío, en fin, que sucede a lo que fue alegría desordenada y en medio del cual entramos precisamente en el año «nuevo», el que deseábamos lleno de las consabidas venturas para todos, comenzando desde luego por nuestra ventura personal.

Solo que enero comenzó en forma harto cruel con la música popular cubana, pues nos ha arrebatado a Manuel Corona… ¿Y quién era Corona?, preguntará el lector venezolano. Corona era un trovador que no solo cantaba canciones, sino que las componía, entre ellas algunas que se hicieron famosas. No sabía una nota de música, pero tocaba muy bien la guitarra; no medía sus versos al modo clásico, puestos en fila, con los consonantes «en las puntas» (como en la anécdota de don Ricardo Palma), pero sus letras rezumaban gracia, límpida frescura de manantial que brota muy de debajo de la tierra.

Ningún cubano que hoy tenga más de cuarenta años habrá olvidado las composiciones de Corona. Yo recuerdo, allá en mi lejano bachillerato, la boga obsesionante de Santa Cecilia, cuyo ritmo lánguido subía y bajaba lentamente, en un alarde de ingenua complicación técnica:

Por tu simbólico nombre de Cecilia,

tan supremo que es el genio musical…

De aquella época son también otras canciones que alcanzaron larguísima divulgación: Mercedes, Adriana, y una guaracha titulada Acelera, Ñico:

Acelera, Ñico, acelera,

acelera y ponte en primera…

Pero sobre todas, Longina, hermana gemela de Santa Cecilia, de modo que no puede hablarse de una sin que la otra nos venga en seguida a los labios:

En las sensuales líneas

de tu cuerpo hermoso

hay un tema que destaca

sensibilidad…

Por cierto que Longina –llamada Longina O’Farril– vive todavía. Era hace treinta años una mujer de cuerpo flexible, negra, de altos senos y ojos relampagueantes. Hoy ha engordado, naturalmente, y la mirada brilla menos, pues los años no pasan en vano. Pero todavía da pruebas de que fue lo que fue. A causa de la muerte de su cantor, surgió en estos días a un plano de súbita actualidad.

–A la una de la mañana –cuenta Longina– tocaron a mi puerta para darme la noticia de la muerte de Manuel, y eso me hizo una horrible impresión. Estaba y estaré agradecida a él. Corona ha muerto, pero la mujer que le inspiró una de sus mejores canciones está viva y lo recordará sin cesar. En cierto modo él me inmortalizó. Hubiera querido estar a su lado en el instante en que lanzó su último suspiro. Yo sabía que se hallaba enfermo, tuberculoso, y sabía también que no se cuidaba, que se había entregado a la bebida, sin importarle su estado físico. Puedo decir que Corona se suicidó, porque si se hubiera cuidado un poco habría vivido algún tiempo más…

Corona se sabía herido de muerte. La propia Longina dice que cuando alguien le pedía que abandonara «el trago», contestaba el viejo trovador invariablemente:

–¿Para qué quiero vivir unos cuantos días más, dándome cuenta de todo? El alcohol al menos me hace creerme bien y me permite compartir el tiempo que me queda con aquellos amigos y amigas de mi juventud…

Hace unos meses encontré a Corona en uno de los cafetuchos situados frente a la Estación Terminal. No hablaba con él hacía años, cuando la terrible enfermedad no había estragado su cuerpo. Flaco, flaquísimo, los ojos hundidos, el mentón en proa, la voz cavernosa.

–¿No te acuerdas de mí?

–Claro que me acuerdo –le dije–. Tú eres Corona…

–Yo soy Corona –respondió a su vez–, pero me muero. Mírame cómo estoy.

Lo invité a una copa y la bebió ávidamente con mano temblorosa.

–Un día quiero verte –concluyó al despedirme de él–. Me gustaría cantarte las viejas cosas. Yo soy el autor de Santa Cecilia y de Longina… ¿No te acuerdas?

La verdad es que esas dos canciones constituían su orgullo.

Al entierro de Manuel Corona solo fue un puñado de amigos, los fieles de siempre. Sindo Garay, el patriarca; Rosendo Ruiz, Tata Villegas, Gonzalo Roig (que despidió el duelo), Pancho Majagua y algunos más.

Poco antes de morir (en un cuarto oscuro del cabaret Jaruquito), el infeliz trovador había expresado su último deseo: café y guitarras. Por eso cuando la comitiva fúnebre regresó del cementerio de Marianao, donde quedaban sus despojos, Sindo Garay propuso:

–Ahora vayamos a casa; hay que cumplir la voluntad de Manuel… Y en casa del glorioso autor de La bayamesa se reunieron los compañeros de Corona. Allí, como quien cumple un rito, cantáronse sus viejas melodías subrayadas por breves tazas de negro café.

Por lo demás, la desaparición de este modesto músico vernáculo denuncia nuevamente esa grotesca antinomia que existe entre la vida y la muerte de nuestros artistas populares, aplastados por una sociedad ciega «que mata a un hombre del mismo modo que hiela una manzana». Vivos, se les desconoce y hasta desprecia; muertos, se les exalta ruidosamente y, como si el tránsito fuera un nacimiento, surgen a una nueva vida: la vida que tanta falta les hiciera cuando vivían en realidad.

¿Quiénes de los que hoy gastan millares de dólares en lujos inútiles, en vicios lujosos, llegaron nunca hasta la tenaz miseria del trovador para poner en ella la realidad de una dádiva decorosa, o la dádiva, aunque fuera irreal, de una promesa? ¿Cuántos de los que ahora pregonan el mérito de aquel sencillo forjador de belleza se le acercaron antaño para musitar en sus días de angustia lo que hoy gritan, batiendo el parche hipócrita, junto al caído? ¿Corona? ¡Bah! Era apenas un mulato guitarrero…

Sin embargo, él durará más, muchísimo más que los que piensan que durarán toda la vida. Porque su obra de ingenuo creador está ligada por abajo, por la raíz, por la tierra húmeda y fecunda, al pueblo de cuya sangre, de cuyo espíritu se nutrió.

 

El Nacional, Caracas, 1950.

 

Prosa de prisa, Tomo II. Compilación y notas, Ángel Augier. Editorial Arte y Literatura, 1975.

 

viernes, 11 de marzo de 2022

Un fantasma de nubes



Guillaume Apollinaire

 

Como era la víspera del catorce de julio

Hacia las cuatro de la tarde

Bajé a la calle para ver a los saltimbanquis


Esa gente que hace suertes al aire libre

Empieza a ser escasa en París

En mi juventud eran tanto más numerosos

Casi todos se han marchado a provincia


Tomé el bulevar Saint-Germain

Y en una placita situada entre Saint-Germain-des-Prés y la estatua de Danton

Di con los saltimbanquis


La muchedumbre los rodeaba muda y resignada a esperar

Me abrí lugar en aquel círculo para verlo todo

Pesos formidables

Ciudades de Bélgica alzadas a pulso por un obrero ruso de Longwy

Pesas negras y vacías que tienen por barra un río congelado

Dedos que enrollan un cigarrillo amargo y delicioso como la vida


Numerosas alfombras sucias cubren el suelo

Alfombras con pliegues indelebles

Alfombras que ya son casi color de polvo 36

Y en las que algunas manchas verdes o amarillas

Persisten como una tonada que nos persiguiera


Imagina al personaje huraño y flaco

La ceniza de sus padres le brotaba como barba entrecana

Así mostraba toda su herencia en el rostro

Parecía soñar con el futuro

Mientras maquinalmente tocaba el organillo

Cuya lenta voz era un lamento maravilloso

Gluglús gallos y gemidos sordos


No se movían los saltimbanquis

El más viejo llevaba unas mallas de ese oro violáceo

que tiñe las mejillas de ciertas muchachas aunque

frescas ya cerca de la muerte

Ese rosa anida en los pliegues que a menudo rodean sus bocas

O cerca de las narices

Es el rosa de la traición


Aquel hombre llevaba así a cuestas

El innoble color de sus pulmones


Brazos brazos por todas partes vigilantes


El segundo saltimbanqui

Sólo iba vestido de su sombra

Lo miré largamente

Pero su rostro se me escapa

Es un hombre sin cabeza


Otro más tenía todo el aire de un granuja

De un apache en que se aunaran bondad y crápula

Con sus pantalones bombachos y sus calcetines con ligas

No recordaba acaso al alcahuete a medio ataviarse


Cesó la música y hubo negociaciones con el público

Céntimo a céntimo fue arrojada la suma de dos francos

cincuenta sobre la alfombra

En vez de los tres francos que el viejo había fijado

como precio de los números


En cuanto estuvo claro que nadie daba más

Se decidió empezar con la función

De debajo del organillo salió un saltimbanqui diminuto vestido de rosa pulmonar

Con pieles en tobillos y muñecas

Lanzaba gritos cortos

Y saludaba apartando amablemente los brazos

Con las manos abiertas


Con una pierna hacia atrás preparada para la genuflexión

Saludó hacia los cuatro puntos cardinales

Y cuando caminó sobre una bola

Su cuerpo esbelto se transformó en música tan

delicada que no hubo espectador a ella insensible

Un duendecillo sin ninguna humanidad

Pensó cada cual

Aquella música de las formas

Borraba la del organillo

Tocada por el hombre del rostro cubierto de antepasados


El pequeño saltambanqui se pavoneaba

Tan armoniosamente

Que el organillo cesó de tocar

Y el organillero escondió el rostro entre las manos

Sus dedos se parecían a los descendientes de su destino

Fetos minúsculos que le salían de la barba

Nuevos gritos de pielroja

Música angélica de los árboles

Desaparición del niño

Los saltimbanquis levantaron a pulso las pesas

En juegos malabares


Pero cada espectador buscaba ya en sí mismo al niño milagroso

Siglo oh siglo de las nubes



 

sábado, 5 de marzo de 2022

Cómo vive y trabaja el poeta José Lezama Lima

 

Octavio R. Costa

Un traje de gabardina gris. Una impoluta y almidonada camisa blanca. Una corbata de color olvidado. Unos recios y lustrosos zapatos negros, con una gruesa suela que luce casi inestrenada. Una voluminosa estructura anatómica. Un rostro de noble y limpia expresión que remata en una negra cabeza perfecta y ondulantemente peinada hacia atrás. Una palabra abundante, suntuosa, discursiva, rubricada por unos ademanes suaves y elegantes. Y una respiración defectuosa, rítmicamente condicionada por el asma que desde los seis meses le ha llegado implacable, pertinaz, hasta los célibes cuarenta y dos años que tiene ya este sumo pontífice de la poesía trascendentalista, este rector mayor del Grupo Orígenes.

Está sentado en la sala pequeña y oscura de la casa en que vive, desde hace veinticinco años, con su madre y con una vieja criada que entró a servir a la familia cuando el poeta tenía cuatro años. Detrás de él se ve una gran fotografía de alguien que se le parece. Está con un espléndido traje de militar. Es su padre vestido de coronel del Ejército cubano. Una imagen de treinta y tres años que en 1919 dejó de envejecer víctima de la influenza.

En todos los otros marcos pintura cubana contemporánea. Ahí está, en una sinfonía de colores, la estampa juvenil de Lezama tal como la vio hace unos años la pupila de Arche. Es un rostro alargado, impasible y lampiño. Pero lo mejor y más intencionado de la tela son esas manazas que el pintor le ha adjudicado al poeta. Son las manos creadoras de la Muerte de Narciso, de Enemigo rumor, de Aventuras sigilosas, de La fijeza, de los ensayos de Analecta del reloj. Las mismas manos poderosas e incansables que han trabajado en la función y en el itinerario de esas revistas que han sido Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y en Orígenes.

Unos prodigiosos y casi metafísicos gallos de Mariano, una tierna y azulada tarde de parque hecha por Escobedo con dos muchachas y dos sombrillas, un rígido rostro en la sala, pero en la saleta contigua, donde ya aparece la presencia de libros en dos libreros densamente cargados, y en el comedor de la casa, y en el desordenado despacho del poeta, hacia dondequiera que se claven las pupilas, el encuentro grato y maravilloso de la plástica actual. Es Mariano de nuevo, y la gran Amelia, y el frustrado Arístides Fernández, y Arche otra vez, y Mijares y Portocarrero.

Y entre tanto rostro quieto, mudo, clavado en la tela el rostro todo sonrisa y la cabeza toda blanca de la madre del poeta, que manda primero café y que después que se ha oído casi dos horas el verbo erudito y elegante del hijo ilustre, quiere rubricar su cortesía con un cacao frío, espeso, espirituoso, y animador, que ofrece ella misma.

Ésta es la mesa de trabajo del poeta. Una mesa simple, sencilla, sin arte alguno. Una mesa cualquiera. ¿Qué hay en ella? Es una colección de miniaturas. Una estupenda maternidad donde hay una cara de madre en todas sus dimensiones y una cesta colgante de un brazo y provista de todo su libre movimiento. Un coyote sin fiereza. Un dios de la abundancia. Una tortuga cargada de simbolismo y como una réplica transida de sabiduría para la celeridad de Aquiles. Y un caracol gaditano, que es el más barroco de los caracoles. Y un cofre alemán, labrado en plata. Y un Narciso lleno de gracia. Y en las paredes, entre los cuadros, láminas. Una reproducción de la mascarilla de Pascal, con toda su gran nariz disparada en búsqueda intelectual y su boca seca, hundida y fúnebre. Y el rostro severo de Góngora. Y Martí, el único gran clásico que en tres siglos ha producido la lengua española, el que llenó de luz ofuscadora el barroquismo de Gracián y de Quevedo, el que tiene dimensiones de cíclope al lado de ese artífice de taracea, de Correa y Covarrubia que es Gabriel Miró.

Así habla Lezama en este despacho suyo sin lujos inútiles, con dos rústicos y altos libreros en desorden, con una máquina de escribir, que usa solamente para la transcripción, porque él crea y recrea sentado en un sillón con una tabla que descansa sobre los dos brazos de madera.

***

José Lezama Lima vive y trabaja dentro del inefable mundo de la poesía. Se levanta temprano. Va a la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, donde ejerce especiales funciones de asesor. A la imprenta de Ucar, en donde se está tirando el próximo número de Orígenes. A recorrer las librerías. A visitar a alguno de sus grandes amigos, a Cintio Vitier, a Baquero, a Octavio Smith, a Eliseo Diego, a Lorenzo García Vega, a Roberto Fernández Retamar, a Gaztelu, a Julián Orbón, a Portocarrero, a Amelia Peláez, porque tiene el don, la vocación y la afición de la amistad. Después del almuerzo la siesta. Por la tarde las nuevas andanzas. Y por la noche, en su silencio, en su reposo, en su soledad, la lectura y la creación, allá después que han entrado en el reloj las horas de la madrugada.

Fue siempre un infatigable lector. Nació con el instinto de la lectura, de la que fue el asma un oportuno cómplice. El muchacho se leyó completas las colecciones de Hugo y de Dumas. Después vino el encuentro deslumbrador de Marcel Proust, que recorrió en todo su trayecto para aprender el valor inefable de un patio, de una abuela, de un hogar. Luego Chesterton, el del catolicismo poético, y Maritain, el de la catolicidad dialéctica. Y los clásicos españoles, con larga y gozosa estación en Góngora, y en Gracián y en Quevedo. Y luego comenzaron los poetas, y desfilaron Poe, Baudelaire y todos los simbolistas. Y el catolicismo volvió con Claudel. Y entonces, y después, y siempre, y ahora, San Agustín y Santo Tomás. Y Platón.

Lee de todo, porque ante todo tiene una afilada curiosidad. Lo mismo versos, que filosofía, que historia. Para que nada quede fuera, se mete entre las páginas que pueden resultarle más molestas. Éstas son, principalmente, las existencialistas de Sartre y de Camus. No ve en esa actitud filosófica una fuente de libertad, sino una vaciedad y una regresión. Una desoladora sequedad vital.

Después que lee, después de ese viaje por la creación ajena, mecánicamente cae el poeta en la creación propia. Y no hay día en que no trabaje. Primero es la nebulosa, la aparición en bloque. Es un instante puramente cuantitativo. Luego viene el lento proceso de reducción que se traduce en una profunda, laboriosa, racional y gozosa artesanía, a través de la cual, como en un conjuro, el poeta, transido de gracia, con el espíritu estremecido, amasa, modela, configura e ilumina al poema.

¿En qué consiste la poesía de Lezama, esta poesía difícil, hermética, que aturde y desconcierta? Es una poesía sencillamente distinta, que rompe la tradición cubana y española y que irrumpe con una fuerza agresiva y violenta. Ahí están dentro de ella, dentro de su gran estructura, una estructura arquitectónicamente abierta a los más lejanos y anchos horizontes, los despojos de la lógica, de la gramática, de la retórica, de la física. Todas las viejas leyes del mundo cotidiano y del universo poético aparecen deshechas y desechadas por este poeta que entiende la poesía como algo superior a un mero lujo de los sentidos, como algo mayor que una música para vaciar las vibraciones sentimentales o intelectuales de la persona.

A lo personal del mundo lírico, Lezama opone la cosmovisión de su poética. En vez de dar dolor, o ilusión, aspira a dar una interpretación de la vida, una concepción del Universo, una filosofía del hombre y de su destino, una colosal cosmogonía. Es una poesía metafísica, filosófica, teológica, tal como lo fueron la de Lucrecio, la de Dante, la de Goethe.

Es un sistema, en una concepción dialéctica, en una aventura en busca de la esencia de la vida, del hombre, del mundo. Es una búsqueda a través de la lucidez, de la razón, del intelecto, de la gracia, en pos del cogollo central que vibra en la entraña humana, que rige el movimiento de los siglos y que da sentido y forma y poesía a toda la vivienda cosmológica.

Una poesía así, tan fuera de lo cotidiano, de las medidas normales, tiene que resultar oscura, impenetrable. Pero, ¿qué es la oscuridad y la claridad del verso?, pregunta Lezama. ¿No hablaba Homero de una voz de lirio? ¿Tienen acaso los lirios el don de la palabra? Claro que él, como protagonista de su verso, lo ve claro, fácil, transparente. No puede colocarse frente a su poesía como un espectador.

Pero a través de una justificación con que quiere defenderse recuerda cómo los coetáneos de Petrarca, muy culturalmente trajinados, entendían una poesía también aparentemente muy difícil. Y evoca la presencia de Valéry en la Sorbona y a Tagore. La más recóndita poesía fue entonces vista sorprendentemente con la misma diafanidad del agua.

Es que hay que comenzar por aceptar la abolición de las leyes que fueron abolidas en la creación. Es que hay que llevar a la mente a la misma concentración mental que consumó el poeta. Es que hay que colocarse en su mismo plano cosmológico, en su misma vital actitud filosófica. La del hombre que se pone delante del mundo para verle su misterio. Para captárselo, para explicárselo, para entendérselo.

Y ante este afán de totalidad, de universalidad, rechaza el poeta toda adjudicación surrealista. No hay en él rezagos de impresiones, ni inspiraciones oníricas, sino un idealismo absoluto, una racional lucidez disparada hacia el misterio. Su poesía es una filosofía y no un delirio. Es un sistema y no un sueño. Es una razón y no una inconsciencia.

Es, en definitiva, una poesía religiosa, católica, por lo universal, por lo ecuménica, por lo absoluta. Y es que Lezama es un católico profundo. Maritain lo convenció y Chesterton lo conmovió. San Agustín y Santo Tomás hicieron el resto. Pero este catolicismo suyo es ante todo de búsqueda, de inquietud, de afanoso desplazamiento en pos de ese sólido alimento espiritual que ofrece y otorga la Iglesia de Roma como ninguna otra religión ni filosofía. A través del dogma católico, con los poéticos y maravillosos misterios de la transustanciación y de la resurrección, tan aparentemente absurdos, tan temerarios, el hombre le ve sentido, hermosura y razón a su destino. Ve la exposición de su presencia. Ve la nobleza y la gloria de su sino.

Y con este dogma católico, y con esta poesía absoluta que quiere abarcar los siglos y el mundo, anda Lezama sus pasos firmes por la tierra. Totalmente convencido de su poética, de la poética de su verso y de la poética de su prosa, no menos intrincada que la otra.

Olvidado totalmente de que es abogado, está metido en su mundo, sin vanidades frívolas, pero con un recio orgullo. Ni se exhibe ni se afana. Lentamente, morosamente, escribe casi todos los días en los inacabables capítulos de Paradiso, la larga novela en que a través de él aspira a ofrecer el itinerario de su generación con todas sus frustraciones y angustias. Y listo para la imprenta tiene un nuevo tomo de versos, que esperan por las manos del linotipista y por el título. Y mientras, anda con el trajín de Orígenes, cuyos diez años quiere Lezama alargar en el tiempo sin importarle nada ni nadie que no sea su voz, su destino, su misión. Misión, destino y voz que comprende a todos los poetas y escritores que lo rodean y acompañan en esta insurreccional aventura que pone estremecimientos cismáticos en la literatura cubana y que se proyecta sobre el futuro con un audaz ademán.


Diario de la Marina, 3 de octubre 1954, p. 6-D. Tomado de José Lezama Lima: Vuelan crepúsculos y flautas., comp. de Carlos Espinosa Domínguez, Colección Anazca, Ediciones Orto, Manzanillo, 2010, pp. 85-90.