Nicolás Guillén
La Habana ha recobrado
rápidamente su ritmo normal. Es decir, su tumulto ordenado, su vocerío lleno de
templanza, su ponderada desorbitación… Luego de las fiestas de Pascua, ya un
poco lejanas, y las más recientes de Año Nuevo y de Reyes, el habitante de este
rincón antillano hállase entregado a la desagradable tarea de arreglar cuentas
consigo mismo.
Claro que allí entran también las
cuentas que tiene que arreglar con los demás. Porque es ya clásico (al menos
entre nosotros) que después del torbellino suscitado por la grasienta
conmemoración de la divina natividad, los acreedores (que son deudores a su
vez) han de esperar hasta febrero para cobrar los adeudos… de noviembre.
Hay, pues, un mes económicamente
muerto, y es enero. Caras largas, cejijuntas; ojos perdidos en un cielo
pitagórico de cálculos matemáticos; tardíos remordimientos; tumultuosa
aglomeración de cuentas por coñac, por whisky, por champaña. Ese mundo sombrío,
en fin, que sucede a lo que fue alegría desordenada y en medio del cual
entramos precisamente en el año «nuevo», el que deseábamos lleno de las
consabidas venturas para todos, comenzando desde luego por nuestra ventura personal.
Solo que enero comenzó en forma
harto cruel con la música popular cubana, pues nos ha arrebatado a Manuel
Corona… ¿Y quién era Corona?, preguntará el lector venezolano. Corona era un
trovador que no solo cantaba canciones, sino que las componía, entre ellas
algunas que se hicieron famosas. No sabía una nota de música, pero tocaba muy
bien la guitarra; no medía sus versos al modo clásico, puestos en fila, con los
consonantes «en las puntas» (como en la anécdota de don Ricardo Palma), pero
sus letras rezumaban gracia, límpida frescura de manantial que brota muy de
debajo de la tierra.
Ningún cubano que hoy tenga más
de cuarenta años habrá olvidado las composiciones de Corona. Yo recuerdo, allá
en mi lejano bachillerato, la boga obsesionante de Santa Cecilia, cuyo ritmo
lánguido subía y bajaba lentamente, en un alarde de ingenua complicación
técnica:
Por tu simbólico nombre de
Cecilia,
tan supremo que es el genio
musical…
De aquella época son también
otras canciones que alcanzaron larguísima divulgación: Mercedes, Adriana, y una
guaracha titulada Acelera, Ñico:
Acelera, Ñico, acelera,
acelera y ponte en primera…
Pero sobre todas, Longina, hermana gemela de
Santa Cecilia, de modo que no puede hablarse de una sin que la otra nos venga
en seguida a los labios:
En las sensuales líneas
de tu cuerpo hermoso
hay un tema que destaca
sensibilidad…
Por cierto que Longina –llamada Longina O’Farril– vive todavía. Era hace treinta años una mujer de cuerpo flexible, negra, de altos senos y ojos relampagueantes. Hoy ha engordado, naturalmente, y la mirada brilla menos, pues los años no pasan en vano. Pero todavía da pruebas de que fue lo que fue. A causa de la muerte de su cantor, surgió en estos días a un plano de súbita actualidad.
–A la una de la mañana –cuenta Longina–
tocaron a mi puerta para darme la noticia de la muerte de Manuel, y eso me hizo
una horrible impresión. Estaba y estaré agradecida a él. Corona ha muerto, pero
la mujer que le inspiró una de sus mejores canciones está viva y lo recordará
sin cesar. En cierto modo él me inmortalizó. Hubiera querido estar a su lado en
el instante en que lanzó su último suspiro. Yo sabía que se hallaba enfermo,
tuberculoso, y sabía también que no se cuidaba, que se había entregado a la
bebida, sin importarle su estado físico. Puedo decir que Corona se suicidó,
porque si se hubiera cuidado un poco habría vivido algún tiempo más…
Corona se sabía herido de muerte. La propia
Longina dice que cuando alguien le pedía que abandonara «el trago», contestaba
el viejo trovador invariablemente:
–¿Para qué quiero vivir unos cuantos días más,
dándome cuenta de todo? El alcohol al menos me hace creerme bien y me permite
compartir el tiempo que me queda con aquellos amigos y amigas de mi juventud…
Hace unos meses encontré a Corona en uno de
los cafetuchos situados frente a la Estación Terminal. No hablaba con él hacía
años, cuando la terrible enfermedad no había estragado su cuerpo. Flaco,
flaquísimo, los ojos hundidos, el mentón en proa, la voz cavernosa.
–¿No te acuerdas de mí?
–Claro que me acuerdo –le dije–. Tú eres
Corona…
–Yo soy Corona –respondió a su vez–, pero me
muero. Mírame cómo estoy.
Lo invité a una copa y la bebió ávidamente con
mano temblorosa.
–Un día quiero verte –concluyó al despedirme
de él–. Me gustaría cantarte las viejas cosas. Yo soy el autor de Santa Cecilia
y de Longina… ¿No te acuerdas?
La verdad es que esas dos canciones
constituían su orgullo.
Al entierro de Manuel Corona solo fue un
puñado de amigos, los fieles de siempre. Sindo Garay, el patriarca; Rosendo
Ruiz, Tata Villegas, Gonzalo Roig (que despidió el duelo), Pancho Majagua y
algunos más.
Poco antes de morir (en un cuarto oscuro del
cabaret Jaruquito), el infeliz trovador había expresado su último deseo: café y
guitarras. Por eso cuando la comitiva fúnebre regresó del cementerio de
Marianao, donde quedaban sus despojos, Sindo Garay propuso:
–Ahora vayamos a casa; hay que cumplir la
voluntad de Manuel… Y en casa del glorioso autor de La bayamesa se reunieron
los compañeros de Corona. Allí, como quien cumple un rito, cantáronse sus
viejas melodías subrayadas por breves tazas de negro café.
Por lo demás, la desaparición de este modesto músico vernáculo denuncia nuevamente esa grotesca antinomia que existe entre la vida y la muerte de nuestros artistas populares, aplastados por una sociedad ciega «que mata a un hombre del mismo modo que hiela una manzana». Vivos, se les desconoce y hasta desprecia; muertos, se les exalta ruidosamente y, como si el tránsito fuera un nacimiento, surgen a una nueva vida: la vida que tanta falta les hiciera cuando vivían en realidad.
¿Quiénes de los que hoy gastan millares de
dólares en lujos inútiles, en vicios lujosos, llegaron nunca hasta la tenaz
miseria del trovador para poner en ella la realidad de una dádiva decorosa, o
la dádiva, aunque fuera irreal, de una promesa? ¿Cuántos de los que ahora
pregonan el mérito de aquel sencillo forjador de belleza se le acercaron antaño
para musitar en sus días de angustia lo que hoy gritan, batiendo el parche
hipócrita, junto al caído? ¿Corona? ¡Bah! Era apenas un mulato guitarrero…
Sin embargo, él durará más, muchísimo más que
los que piensan que durarán toda la vida. Porque su obra de ingenuo creador
está ligada por abajo, por la raíz, por la tierra húmeda y fecunda, al pueblo
de cuya sangre, de cuyo espíritu se nutrió.
El Nacional, Caracas, 1950.
Prosa de prisa, Tomo
II. Compilación y notas, Ángel Augier. Editorial Arte y Literatura, 1975.