Luis Miguel Nava
Bailé en un matadero, como si la sangre de
todos los animales que colgaban degollados alrededor fuera mía. Bailé hasta que
hubiera espacio en mí para un poema del que después todas las imágenes fueran desertando.
La luz que de esa sangre irradiaba, como si en ella el sol se hubiera sumergido y en ella los rayos se hubieran diluido, me
atravesaba los poros y me hacía cantar el corazón. Era una luz que nada tenía
que ver con la piedad o la esperanza, pero cuya música, sin pasar por los
oídos, iba directa al corazón, que en los animales acabados de abatir
encontraba por momentos un espejo todavía caliente, tan diferente de la algidez
que habitualmente impera en ellos.
Sólo en un espejo así acabado de salir de las
entrañas de un ser vivo, se dibuja nuestra verdadera imagen, en vez de la frigorífica
mentira donde es común vernos proyectados. Sólo ese espejo capta la espesa luz
en que parecen consumirse los propios astros, esa luz que se confunde con los
objetos que ilumina en una única sustancia capaz de arrancarnos de la oscuridad
y dar color a la santidad.
La luz del neón, frente a aquella como la que
se vacía del corazón de un puerco, es una metáfora de impacto reducido. La luz
que de las vísceras emana es la de dios, aquella que, por una excesiva dosis de
tinieblas entremezcladas, se aproxima más que cualquier otra a la de dios, que
resplandece en las carcasas de costillas donde es fácil presentir las
incipientes alas de algún ángel.
El chillido del animal que cualquier cuchillo
anónimo despacha a la condición de aquellos cuya sangre escurre a nuestro lado
es el único sonido al que merece la pena bailar. El día le declinó en las
entrañas, cuantas mañanas las recorrieron absorbidas por las aberturas de sus
ojos, pero no son ahora sino un rastro de lumbre sobre la lámina y en los
baldes donde gotea, reducidas a un furtivo resplandor de dignidad del que de
repente todos nos sentimos huérfanos.
Matadouro
Dancei num matadouro, como se o sangue de
todos os animais que à minha volta pendiam degolados fosse o meu. Dancei até
que em mim houvesse espaço para um poema de que todas as imagens depois fossem
desertando.
A luz que desse sangue irradiava, como se nele
o sol tivesse mergulhado e os raios nele se houvessem diluído, atravessava-me
os poros e fazia-me cantar o coração. Tratava-se de uma luz que
nada tinha a ver com piedade ou a esperança, mas cuja música, sem me passar
pelos ouvidos, ia direita ao coração, que nos animais acabados de abater por
momentos encontrava um espelho ainda quente, tão diverso da algidez que
habitualmente neles impera.
Só num espelho assim
saído há pouco das entranhas dum ser vivo se desenha a nossa verdadeira imagem,
ao invés da frigorífica mentira onde é comum a vermos esboçar-se. Só esse
espelho capta a espessa luz em que parecem ter-se consumido os próprios astros,
essa luz que com os objectos que ilumina se confunde numa única substância
capaz de arrancar-nos à treva e de dar cor à santidade.
A luz do néon, ante
aquela de que se esvazia o coração dum porco, é uma metáfora de impacto
reduzido. A luz que das vísceras emana é a de deus, aquela que, por excessiva
dose de trevas misturada, mais que qualquer outra se aproxima da de deus, que
resplandece nas carcaças em costelas onde é fácil pressentir as incipientes
asas de algum anjo.
O berro do animal que
qualquer faca anónima remete à condição daqueles cujo sangue se escoe ao nosso
lado é o único som a que dançar merece a pena. O dia declinou-lhe nas
entranhas, quantas manhãs as percorreram absorvidas pelas aberturas dos seus
olhos mais não são agora do que um rastro de lume sobre a lâmina e nos baldes
onde pinga, reduzidas a um furtivo clarão de dignidade de que todos de repente
nos sentimos órfãos.
Poesía Completa 1979-1994,
Publicações Dom Quixote, Lisboa, 2002, pp. 181-82.
Traducción: Pedro Marqués
de Armas