sábado, 15 de noviembre de 2025

En la sala de espera


 

Elizabeth Bishop

 

En Worcester, Massachusetts,

acompañé a la tía Consuelo

a su turno con el dentista

y me senté a esperarla

en la sala de espera del consultorio.

Era invierno. Había oscurecido

temprano. La sala de espera

estaba llena de gente grande,

botas de goma y sobretodos,

lámparas y revistas.

Mi tía ya había pasado

su buen rato adentro, me pareció,

y mientras esperaba yo leía atenta

la National Geographic

(ya sabía leer) y estudiaba

con atención las fotografías:

el interior de un volcán,

negro, colmado de cenizas;

después se derramaba

en riachuelos de fuego.

Osa y Martin Johnson

con pantalones de montar,

borcegos y salacots.

Un hombre muerto que colgaba de un poste

–“Cerdo largo”, decía el pie de foto.

Bebés con las cabezas puntiagudas

enrolladas con vueltas y vueltas de cuerda.

Mujeres negras y desnudas con cuellos

enrollados con vueltas y vueltas de alambre

como los cuellos de los focos de luz.

Sus pechos eran horrorosos.

Lo leí todo, de punta a punta.

Era muy tímida para detenerme.

Después miré la tapa:

los márgenes amarillos, la fecha.

De repente, de adentro

De repente, de adentro

llegó un adolorido ¡oh!

(la voz de tía Consuelo)

ni muy fuerte ni muy largo.

No me sorprendió;

sabía ya que entonces que ella era

una mujer ingenua y tímida.

Bien pude haberme avergonzado.

No fue el caso. Lo que sí me tomó

completamente por sorpresa

fue que era yo:

era mi voz, en mi boca.

Sin haberlo pensado

yo era la tonta de mi tía,

Yo –nosotras – caíamos y caíamos,

nuestros ojos pegados a la tapa

de la National Geographic,

Febrero, 1918.


Me dije a mi misma: en tres días más

vas a cumplir siete años.

Me lo decía para detener

la sensación de que estaba cayendo

del mundo, redondo y en movimiento,

hacia el espacio azul, oscuro y frío.

Pero lo sentía: sos una yo,

sos una Elizabeth,

sos una de ellas.

¿Por qué tendrías que serlo?

Apenas me atrevía a mirar

para ver qué era yo.

Miré de reojo

(no me atrevía a levantar la vista)

el gris sombrío en las rodillas,

los pantalones y las polleras y las botas,

los diferentes pares de manos

que descansaban a la luz de las lámparas.

Supe que nunca había sucedido

nada más raro, que nada

más raro que esto iba a suceder nunca.

¿Por qué habría yo de ser mi tía,

o yo

o yo o cualquiera?

¿Qué cosas similares

–botas, manos, la voz familiar

que sentí en mi garganta, o incluso

la National Geographic

y todos esos colgantes pechos horribles–

nos reunían a todas

o nos hacían una sola?

Qué (no conocía otra

manera de nombrarlo) qué “incierto”…

¿Cómo fue que llegué a estar acá,

como ellas, para escuchar

un grito de dolor que pudo haber

sido cada vez más alto y peor,

pero que no lo fue?


La sala de espera era resplandeciente

y demasiado calurosa. Se deslizaba

bajo una ola grande y negra,

y otra, y otra.


Entonces volví a estar ahí.

La guerra continuaba. Afuera,

en Worcester, Massachusetts,

la noche, la nieve derretida, el frío,

y era todavía el cinco

de febrero, 1918.

 


Traducción en Nahuel Lardies



 

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