Giorgio Manganelli
¿Por qué escribo? Confieso no saberlo, no tener la mínima
idea, y que la pregunta es a la vez cómica e inquietante. Como pregunta cómica,
tendrá ciertamente respuestas cómicas: por ejemplo, que escribo porque no sé
hacer otra cosa; o porque soy demasiado deshonesto para ponerme a trabajar.
Cito a G. B. Shaw: "Muy cansado para trabajar, escribía libros".
Escribir es ciertamente un modo astuto para evitar hacer algo; en torno a mí la
gente se preocupa por vivir, tiene familia, percibe salarios, se enferma y
muere. Oh, también yo percibo salarios, ¿pero se puede llamar salario a cuanto
se obtiene a cambio de "escribir"? No digamos boberías. Probablemente
escribir es el modo de medrar que tiene quien ha nacido ladronzuelo o
estafador, pero le falta coraje para delinquir a gran escala. Si fuera honesto,
fabricaría monedas falsas -debe ser un trabajo de gran artista- o chantajearía
a ricas parejas con hijos desenfrenados, o esperaría simplemente de noche el
regreso de gentilhombres aficionados a la vida: "O la bolsa o la
vida", vieja y noble sentencia, llena de oscuras alusiones filosóficas, o
tal vez concebida y dictada por una inteligencia no ignorante de la divinidad.
Pero soy cobarde y claustrofóbico: no puedo tolerar la perspectiva de la
galera, lugar tradicionalmente cerrado; sobre todo, tendría miedo de mis víctimas.
Robar -¿a quién? Debería encontrar una víctima más indefensa y cobarde que yo:
estoy seguro que sería un escritor; pero no se puede encontrar siempre y solo
escritores. Hay también banqueros, ingenieros, albañiles y sastres; estaba por
escribir "alquimistas": pero no estoy seguro de que no sean una
variante del escritor, también ellos fraudulentos y fatuos.
Si un paciente
investigador del alma me hiciese la pregunta por qué escribo, e insistiese en
saber desde cuándo y por qué me dedico a cosa tan exigua y poco noble,
respondería: no creo haber decidido nunca escribir, sin embargo es posible
rastrear algún recuerdo, algún indicio que insinúe una respuesta. Y entonces
excavo en mi adolescencia este recuerdo: no sabía abrocharme los cordones de los
zapatos. Oh, sí, hacía los lazos correctamente, a mi manera; sólo que, tras
diez minutos, estaban ya todos sueltos y yo comenzaba a pisarlos y a tropezar.
Era una cosa humillante: parientes y amigos se reían afectuosamente de aquel
jovenzuelo -risible palabra, como era yo- que no sabía abrocharse los zapatos. En
realidad, yo nunca he aprendido a abrocharme los cordones de los zapatos de modo
adecuado: tanto que tuve que adaptarme a calzar mocasines, que no tienen cordones,
incluso en edad adulta y ya caduca. Pero mi incapacidad para hacer cosas
simples era obvia y considerada bastante divertida: salía de casa con los
pantalones desabotonados, no sabía hacerme el nudo de la corbata, me cortaba
mientras me afeitaba y a medida que crecía encontraba más y más cosas que no
sabía hacer. Pero el recuerdo más dramático es aquel que he mencionado primero:
no sabía abrocharme los zapatos. Ahora, no sólo no es imposible sino del todo
razonable suponer que entonces haya nacido lo que, por puro divertimiento,
podría llamar la vocación del escritor. Las cosas que no sabía hacer, que no sé
hacer, son innumerables: en suma, la vida misma; por tanto, debía hacer algo
que me compensase de mi patente ineptitud. ¿No sé abrocharme los zapatos? Bien,
escribiré libros.
Desde este
punto de vista -la compensación de un jovenzuelo frustrado por la incapacidad
de abrocharse los zapatos- creo que escribir sea la solución astuta y sutil, un
"marchingegno" podríamos decir en italiano, una "drittata",
esto es una argucia inventada por un señor de pocos escrúpulos.
Bien, habrá
dicho mi alma, o aquella cualquiera máquina de aire que tengo dentro de la
piel, ¿no sé hacer nada; se me desabrochan los zapatos? Magnífico, haré algo
que no requiera ninguna habilidad manual (me olvidaba, nunca he sido capaz de
abrir una lata, ni siquiera con el abridor; aunque sí descorchar botellas). Sé
escribir, en el sentido literal que conozco el alfabeto y puedo mover la pluma
hasta trazar las palabras; también sé -hoy, al menos- escribir a máquina, si
bien mis naturales limitaciones me obligan a escribir con dos dedos, uno por cada
mano (mi dotación de manos es la reglamentaria). Me bastan hojas de papel en
número suficiente, una pluma o una máquina de escribir, y he ahí que ya no soy
el muchacho y el hombre que no sabe abrocharse los zapatos: soy uno que
escribe; en este punto, es sólo cuestión de insistir y, con el tiempo,
"uno que escribe" se convierte en un "escritor": una
palabra en vez de tres. No es que no vea las ventajas, pero debo reconocer que
pasar de la condición de "uno que escribe" a aquella de
"escritor" no es cosa fácil: porque el escritor es un señor que hace cosas
de dudosa moralidad, y las hace de modo sistemático, por profesión. Encuentra
gente que publica esas hojas que ha escrito, y también gente que le da dinero,
no mucho, pero teniendo en cuenta que no ha aprendido a abrocharse los zapatos,
no puede lamentarse. Sobre todo, hace un trabajo que no requiere ninguna
capacidad manual, salvo aquella elemental de trazar letras o de golpear las
teclas. Es por demás un trabajo que requiere ser desempeñado en soledad, y un
señor frustrado naturalmente evita las muchedumbres, entre las cuales sus
manquedades se harían patentes e intolerables. Por tanto, puedo ofrecer esta
respuesta: porque no nunca aprendí a abrocharme los zapatos. Me doy cuenta que saber
o no abrocharse los zapatos es un dilema: quien aprende a abrochárselos puede aspirar
a una vida que los psicólogos llaman “realizada”. Hará familia, emprenderá una
carrera tal vez brillante: generales, ministros, sociólogos e ingenieros
civiles son reclutados entre aquellos que han resuelto el problema del modo
justo. ¿Y los demás? Los demás hacen de escritores, astrólogos, alquimistas y
otros menesteres astutos y deshonestos que se sustraen a cualquier valoración. Porque
esta es una cualidad importante: habituado a ser juzgado con severidad, y
consciente de merecer cualquier tipo de crítica, el escritor –al igual que el
astrólogo o el alquimista– ha elegido para sí -digamos por pura broma– una
profesión sobre la que nadie puede dar una valoración. ¿Existe el “buen”
astrólogo, el alquimista “competente” y “bien informado”? Del mismo modo, un escritor
no tiene idea, y nadie puede tenerla, de sus propias fortuitas cualidades:
¿existe el buen escritor? Gente que quiere escribir a la vez que trabajar ha
inventado las historias de la literatura, donde se afirma que tal escritor es bueno
y tal otro no lo es tanto o lo es menos. Tales afirmaciones acampan en el aire,
pues el escritor es como el alquimista o el astrólogo, uno que engaña fabricando
máquinas mentales que nadie puede juzgar.
“Uno que
engaña” he dicho: pero ¿a quién engaña? Aquí la astucia del estafador se vuelve
contra él: porque, como el alquimista y el astrólogo, el escritor se engaña sobre
todo a sí mismo. Con frecuencia se ha dicho que genio y locura son parientes próximos:
ciertamente la palabra “genio” es una superchería, la invención de uno que
quería intimidar al prójimo, siendo del todo consciente de no tener ni el modo
ni el derecho para intimidar a nadie. No tengo dudas: quien inventó la palabra es
uno que no sabía abrocharse los zapatos: en breve, un escritor. Pero alguien
–uno que había aprendido a abrochárselos– observó tranquilamente que aquél tal
vez podía ser un genio, pero que tenía algunos rasgos típicos del loco. El loco
viene antes del escritor, del astrólogo, del alquimista; es el arquetipo, el ejemplo
que los demás imitan. Desde luego, a un loco no se le valora: no se dice “éste
es un ‘buen’ loco”, no existen locos mejores que otros, un loco es una obra de
arte inútil, y no hay nada más que decir al respecto. La imposibilidad de
juzgar al loco engatusa a todo aquel que no sea capaz de abrocharse los
zapatos; pero el loco ni siquiera puede juzgarse a sí mismo, y este es otro
problema. El escritor no puede dejar de tener la oscura sensación de ser nada
más que, ¿qué cosa? No lo sabría decir. Quizás, la transcripción de una voz, una
cháchara sobre el papel. En todos los escritores, los alquimistas, los
astrólogos se esconde la envidia, la ambición de ser como el loco. Alguno lo
logra; alguno no lo logra y se muere de dolor; otros se resignan y siguen escribiendo.
Es un trabajo, he dicho, no del todo noble, pero se puede hacer a solas, con
poco papel y una pluma o una máquina de escribir. Un trabajo que es imposible
juzgar. Un trabajo en nada diferente al que hacen alquimistas y astrólogos; una
argucia, una asignatura. He dicho que era una pregunta –¿por qué escribe?–
cómica e inquietante; pero la respuesta cómica no es distinta de la inquietante.
Es decir: he escrito estas líneas. Por tanto, soy “uno que escribe”. Más
exactamente, uno que no ha aprendido a abrocharse los cordones de los zapatos. ¿He aprendido a no abrochármelos? Temo que no.
Traducción: Pedro Marqués de Armas
Il rumore
sottile della prosa, Milano,
Adelphi, 1994.