Philip
Roth
Entre 1972 y 1977 fui a Praga
todas las primaveras; pasaba allí una semana o 10 días en los que me reunía con
un grupo de escritores, periodistas, historiadores y profesores que por aquel
entonces vivían perseguidos por el régimen checo, totalitario y respaldado por
la Unión Soviética.
Durante mi estancia, solía
seguirme a todas partes un policía vestido de paisano, había micrófonos en la
habitación de mi hotel y tenía pinchado el teléfono. Pero no pasó nada más
hasta 1977: ese sexto año, cuando salía de un museo al que había ido a ver una
ridícula exposición de realismo socialista soviético, la policía me detuvo. La
intervención me dejó inquieto y al día siguiente decidí hacer caso de su
sugerencia y abandoné el país.
Aunque me mantuve en contacto
por correo —a veces, cartas escritas en clave— con varios de los escritores
disidentes a los que había conocido y de quienes me había hecho amigo en Praga,
no obtuve un visado para regresar a Checoslovaquia hasta 12 años después, en
1989. El año en el que los comunistas cayeron derrocados y el gobierno
democrático de Vaclav Havel llegó al poder con toda legitimidad, como el
general Washington y su gobierno en 1788, mediante el voto unánime de la
Asamblea Federal y con un respaldo abrumador del pueblo checo.
En Praga pasé muchas horas con
el novelista Ivan Klima y su esposa, Helena, que es psicoterapeuta. Tanto Ivan
como Helena hablaban inglés y, junto con otros amigos —entre ellos, los
novelistas Ludvik Vaculik y Milan Kundera, el poeta Miroslav Holub, el profesor
de literatura Zdenek Strybyrny, la traductora Rita Budinova-Mylnarova, a la que
Havel designó después como primera embajadora en Estados Unidos, y el escritor
Karel Sidon, que después de la Revolución de Terciopelo se convirtió en gran
rabino de Praga y más tarde de la República Checa—, me educaron de forma
exhaustiva sobre la tremenda represión del gobierno en Checoslovaquia.
Parte de esa educación
consistió en ir con Ivan a los lugares en los que sus colegas, a quienes, como
a él, las autoridades habían desposeído de sus derechos, desempeñaban los
trabajos no cualificados que con toda malicia les había asignado el
omnipresente régimen. Después de expulsarles de la Unión de Escritores, tenían
prohibido publicar, dar clase, viajar, conducir un coche, ganarse dignamente la
vida con su verdadera profesión. Además, sus hijos, los hijos del sector
pensante de la población, no estaban autorizados a estudiar en centros
oficiales.
Algunos de esos escritores con
los que hablé vendían cigarrillos en quioscos callejeros, otros manejaban una
llave inglesa en la planta depuradora de aguas, otros hacían repartos yendo en
bicicleta de una panadería a otra, otros limpiaban ventanas o agarraban escobas
en sus puestos de ayudantes de conserjes en algún museo desconocido de Praga.
Estas personas, como he dicho, eran la flor y la nata de la intelectualidad
nacional.
Así era aquella vida, así es la
vida en un sistema totalitario. Cada día trae una nueva angustia, un nuevo
estremecimiento, un nuevo sentimiento de impotencia y una nueva reducción de
las libertades y la libertad de pensamiento en una sociedad censurada, atada y
amordazada.
Con los ritos de degradación
habituales: el ataque contra la identidad personal que la arrastra a la deriva,
la supresión de la autoridad personal, la eliminación de la seguridad personal,
el deseo de solidez y de ecuanimidad ante una incertidumbre constante. La
imprevisibilidad como norma y la inquietud permanente como perniciosa
consecuencia.
Y la ira. Los desvaríos
obsesivos de un ser maniatado. Los arrebatos de furia inútil que no hacían daño
más que a uno mismo. Y a su cónyuge, y a sus hijos, que absorbían la tiranía
junto con el café matutino. El precio de la ira.
La maquinaria despiadada y
traumática del totalitarismo que sacaba lo peor de todas las cosas, y todas las
cosas que, con el tiempo, acababan siendo más de lo que uno podía soportar.
Una anécdota divertida de una
época nada divertida, siniestra, y con ella acabo.
La tarde del día siguiente de
mi encuentro con la policía, cuando, en una muestra de prudencia, me apresuré a
salir de Praga y volver a mi país, los agentes fueron a casa de Ivan a
detenerle y, como ya habían hecho otras veces, le interrogaron durante horas.
Salvo que, en esa ocasión, no le acosaron durante toda la noche para que confesara
las actividades sediciosas y clandestinas que llevaban a cabo Helena, él y su
cohorte de molestos disidentes y alborotadores de la paz totalitaria. Esa vez,
como novedad que a Ivan le resultó curiosa, le preguntaron sobre mis visitas
anuales a Praga.
Según me contó Ivan más tarde
en una carta, durante el largo interrogatorio nocturno no les dio más que una
respuesta —una sola— a todas sus preguntas de por qué iba yo a la ciudad cada
primavera.
“¿Es que no leen sus libros?”,
replicó Ivan a los policías.
Como es de imaginar, la
cuestión les desconcertó, pero Ivan se apresuró a aclarársela.
“Viene por las chicas”.
2013
Tomado de El País
Traducción de María Luisa
Rodríguez Tapia
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