Juan Goytisolo
Decir que he leído de un tirón,
con apasionamiento, Mapa dibujado por un espía, de Guillermo
Cabrera Infante, publicado por Galaxia Gutenberg en una cuidada edición a cargo
de Antoni Munné, es quedarme corto. La inmersión en sus páginas ha sido para mí
retroceder en el tiempo, un salto vertiginoso de medio siglo para vivir entre
personajes que fueron mis amigos y otros muchos que frecuenté u oí hablar de
ellos durante mis dos viajes de “turista revolucionario” a una Cuba que parecía
encarnar la utopía de una sociedad libre, justa e igualitaria. Mi librito Pueblo
en marcha, publicado en París en 1962, da buena cuenta de ello.
Durante mi segunda estancia en La
Habana, en plena crisis de los cohetes, con miras a un guion de cine para Tomás
Gutiérrez Alea que nunca se llevó a cabo, Cabrera Infante no estaba en Cuba.
Había sido nombrado agregado cultural de la embajada de su país en Bruselas y
allí residía cuando en junio de 1965 recibió la noticia de la grave enfermedad
de su madre y llegó a La Habana justo para asistir a su entierro. Tras unos
días de duelo, cuando se disponía a coger el avión de regreso, una llamada
telefónica del ministro de Asuntos Exteriores se lo impidió. Raúl Roa quería
hablar con él y no pudo embarcarse con los demás pasajeros.
Mapa dibujado por un espía abarca
el periodo de cuatro meses entre esta salida frustrada y su costosa
autorización para dejar la isla con destino a España en donde su novela Tres
tristes tigres había sido galardonada con el premio Biblioteca Breve
de la editorial Seix Barral: un periodo lleno de tensiones e incidentes que
desembocaron en su decisión de expatriarse con la amarga verificación de que
Cuba ya no era Cuba y de que aquel país no era su país.
Ante el rumbo inquietante de la
revolución hacia un sistema totalitario que alarmaba incluso a viejos
militantes comunistas como el poeta Nicolás Guillén a quien Fidel Castro había
tildado de “haragán” en una charla con los estudiantes (“¡Este tipo es peor que
Stalin! Por lo menos Stalin está muerto pero este va a vivir 50 años más y nos
va a enterrar a todos”, dijo Guillén a Cabrera Infante), los escritores cubanos
llamados al orden desde el famoso encuentro con Fidel en 1961 y el cierre
posterior del magacín Lunes de Revolución dirigido por
Guillermo, se habían dividido entre quienes se atrevían a criticar abiertamente
la deriva autoritaria del régimen como Walterio Carbonell y Martha Frayde, los
críticos cautos como Carlos Franqui y Gutiérrez Alea (cuyo filme Fresa
y chocolate fue un prudente ejercicio de disidencia) y los que se
doblegaron a los imperativos doctrinales del “socialismo real” en el que, como
dijo un libertario de Mayo del 68, todo era real excepto el socialismo.
Dada la imposibilidad de resumir
aquí la pleamar represiva que afectaba a intelectuales, escritores y artistas
reflejada en el libro, me detendré en uno de los elementos más significativos
de lo que se conoce hoy como la Década Ominosa: la obsesión enfermiza del
régimen contra los culpables o sospechosos de homosexualismo, calificados de
“delincuentes sexuales”, obsesión que desembocó en el envío de decenas de
millares de ellos a los campos de trabajo de las UMAP (Unidades Militares de
Ayuda a la Producción) poco después de la salida de Cabrera Infante de la isla.
La creación de un departamento
del Ministerio del Interior, el de Lacras Sociales, era el vértice de una vasta
pirámide de espionaje y control que a partir de los Comités de Defensa de cada
barrio elaboraba casa por casa un censo de los sospechosos de desviación.
Obviamente, los medios literarios y artísticos se convirtieron en el punto de
mira de los celadores del orden y las buenas costumbres impuestos por la
Revolución. El Teatro Estudio, el grupo cultural El Puente, los círculos
intelectuales marginados por la línea oficial comenzaron a sufrir las consecuencias
de esa manía persecutoria. El director de la revista Casa de las
Américas, Antón Arrufat, había sido destituido de su cargo por haber
publicado un poema de José Triana con alusiones homoeróticas e invitado a Cuba
al icono de la Beat Generation Allen Ginsberg. En cuanto a
Virgilio Piñera, detenido ya en 1961 en la primera redada organizada por los
guardianes de la ortodoxia a ultranza y liberado gracias a la intervención de
Carlos Franqui, vivía aterrorizado y con esa valentía suya que brotaba del miedo
había discutido con sus amigos la idea de una manifestación ante el palacio
presidencial para denunciar el acoso que sufrían por parte de Lacras Sociales y
su jauría de malsines. Dicha manifestación que anticipaba la de los actuales
activista gais en regímenes autoritarios y que en el contexto cubano de 1965
era inútilmente suicida no se realizó y el ministro del Interior, el comandante
Ramiro Valdés y su adjunto Manuel Piñeiro siguieron con las suyas contra las
“desviaciones y extravagancias” tanto de la santería africana de los lucumíes y
abakuás como de los estigmatizados sodomitas.
El episodio más revelador de esa
atmósfera paranoica que refleja el libro es tal vez el referido al autor por
Tomás Gutiérrez Alea, mi amigo Titón: el del “juicio” al que asistió
casualmente con dos colegas en la Federación de Estudiantes Universitarios
contra dos alumnos acusados de contrarrevolucionarios, sentados en un estrado
con el juez y sus acusadores ante una asamblea vociferante que no les concedía
la palabra y exigía su expulsión. Las víctimas de aquella siniestra farsa eran
un muchacho motejado de “raro” y una chica, de “egoísta y exquisita”. Los dos
jóvenes y un asistente al acto que no alzó el brazo como los demás (“¡ojo, aquí
hay uno que no votó!”) fueron excluidos de la universidad y después de aquel
linchamiento purificador el raro, un alumno eminente de la escuela de
Arquitectura, se arrojó del último piso del edificio en el que vivía. La epidemia
de suicidios que diezmó las filas de la intelectualidad y la clase política
cubanas durante aquellos años, epidemia analizada por Cabrera Infante en su
obra Mea Cuba, se cobró una víctima más.
No quiero concluir estas líneas
sin mencionar la digna y eficaz intervención de Lezama Lima para quitar hierro
a las palabras del Walterio Carbonell ante un grupo de empresarios franceses
salvándole así momentáneamente de la máquina represiva que se abatiría sobre él
dos años más tarde acusado de fomentar un Poder Negro en la isla y el
ostracismo y castigo de algunos fieles de Che Guevara como el embajador de Cuba
en Bruselas Alberto Mora a quien su excompañero de lucha antibatistiana Ramiro
Valdés visitaría más tarde en su celda de La Cabaña exhortándole a que confesara
sus imaginarios crímenes contrarrevolucionarios, y Enrique Oltuski, enviado
cuatro meses al penal de Isla de Pinos por haber pronosticado con acierto el
fracaso de uno de los grandiosos planes agrícolas de Fidel.
La transformación del
“desviacionismo” sexual en político y de ambos en una forma inicua de
delincuencia constituye una de las páginas más sombrías de una Revolución que
Cabrera Infante, como la inmensa mayoría de intelectuales cubanos, acogió con
entusiasmo hasta que las sucesivas experiencias recogidas en el libro sobre su
última estancia en la isla le convirtieron en este gran escritor de dentro
desde fuera de Cuba que todos sus lectores admiramos.
14/12/2013
Tomado de El País
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