Cintio Vitier
En cuanto a
mí –dice Eleonora Marx en sus Recuerdos–, de todas las innumerables y
maravillosas historias que me contaba Mohr, la que más me gustaba era la historia
de Hans Rockle. Es raro que nadie se haya ocupado de escribir estas historias
llenas de poesía, de espíritu y de humor…
Sin duda es raro.
Más raro, aún, todo el asunto.
Cierto que eran pasatiempos; pero un juego
que duraba «meses y meses»,
con la coherencia de un solo relato,
es algo que exige una extraña, secreta energía.
Quisiera oír el timbre
de las risas, ver las ropas, el brillo de los ojos.
Siendo esto imposible, me pregunto:
¿tal vez la fantasía y la ternura
iluminan el socavón de su trabajo,
como el sueño vinculado a la vigilia?
Lo cóncavo ajusta en lo convexo.
Si Mohr salía de la estructura y la superestructura
para entrar, con su hija, en las historias de Hans
Rockle,
algo sabía Hans Rocle de Mohr
que Mohr no sabía de sí mismo.
Sus historias venían del cuento original.
Los narradores son indiferentes,
como es indiferente que escriban o no escriban:
el cuento prosigue ramificándose como un árbol
que es siempre el mismo y distinto.
Pero este contador, paseando con su hija
por las calles y los parques de Londres,
llenos de olores y colores sepultados con ellos,
pensadlo bien, no es un contador indiferente,
ya que de su maciza cabezota estaba saliendo
la revolución contra los dioses.
Porque él adoptó el lema de Prometeo:
«En verdad a todos los dioses odio».
Porque él en verdad estaba haciendo la revolución
«contra todos los dioses,
celestiales y terrenales,
que no reconocen la conciencia que tiene el hombre
de ser la divinidad suprema»,
según dijo.
De la batalla que él había entablado
contra todos los dioses
¿Qué sabía Hans Rockle,
saliendo de su sueño, en la cálida voz paternal,
frente a los ojos maravillados de la niña?
Hans Rockle
–sigue diciendo Eleanora en su Recuerdos–
era un mago a lo Hoffman, con una tienda de juguetes y ningún dinero en la
bolsa. En su tienda se encontraban los objetos más extraordinarios: hombres y
mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, maestros y operarios,
cuadrúpedos y aves tan numerosos como en el arca de Noé, mesas y sillas,
equipajes y cajas grandes y chicas. Aunque fuese un mago, Hans jamás podía
pagar sus deudas ni al diablo ni al carnicero, y por eso tuvo que vender al
diablo todas sus cosas una por una. Después de muchas, muchísimas aventuras y
quid pro quos, todas las cosas volvían siempre a la tienda de Hans Rockle.
Un mago hoffmaniano
en su fantástica juguetería
no tiene escapatoria:
es un hijo impulsivo de los sueños.
¿Qué mensaje nos trae
con su gorro puntiagudo?
Lástima que el viejo Jung
no le arreglase las cuentas al viejo Mohr.
En todo caso, el simpático Hans Rockle
es bastante elocuente para un simple aficionado.
El viejo Mohr soñaba con una fuerza
capaz de poseer todas las cosas
convertidas en simulacros;
y capaz de engañar al Diablo,
aunque estando siempre en deuda con él.
Si el Diablo quería esas imágenes
es porque representaban otras tantas almas vivas.
Si Hans Rockle se las daba una a una,
para seguir viviendo,
es porque tenía con él secreto pacto.
Si las imágenes volvían a su tienda
es porque Hans Rockle había vendido su alma
a cambio de la magia de poseer
las imágenes materiales de todas las cosas.
¿Qué tenía el mago en su almacén?
Antes que nada, «hombres y mujeres de madera».
Recordemos al quiché: «Y al instante fueron hechos
los muñecos labrados en madera.
Se parecían al hombre, hablaban como el hombre
y poblaron la superficie de la tierra.
Existieron y se multiplicaron;
tuvieron hijas, tuvieron hijos los muñecos de palo;
pero no tenían alma, ni entendimiento,
no se acordaban de su Creador, de su Formador».
¡Qué habían de acordarse –eh, Hans?
El Diluvio, dice el quiché, los aniquiló.
Por eso el mago también tenía
«cuadrúpedos y aves tan numerosos
como el arca de Noé».
Sólo que no estaban vivos como en el Arca,
ni suponían ninguna salvación,
sino el encadenamiento de todas las cosas
al juego pavoroso del mago y el Diablo.
El buen Mohr inventaba las historias
para divertir a la niña. La niña crecía.
El tiempo cruzaba como el chal de un hada.
Por la noche, diminuto, burlón, fosforescente,
Hans Rockle se asomaba a curiosear
las gigantescas páginas que había escrito el viejo Mohr.
Algunas de
tales aventuras –termina Eleonora en sus Recuerdos–
daban frío y ponían los pelos de punta; otras eran cómicas.
(Nota final del glosador: Exactamente
así es).
La Habana, 13 de
febrero de 1964
Ver aquí el excelente “Tres notas sobre Cintio Vitier", de Ernesto Hernández Busto, donde analiza y reproduce el poema de Vitier
(incluido en Inventario de saldo. Ensayos
cubanos, Leiden, Bokeh, 2017).