domingo, 27 de diciembre de 2020
Miguel de Marcos: El Día del Periodista
martes, 22 de diciembre de 2020
Cuando todos se vayan
Jorge Teillier
a Eduardo Molina Ventura
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.
miércoles, 16 de diciembre de 2020
El águila y el bagre
Andrés Eloy Blanco
Dijo el Águila al Bagre: —Compañero,
yo vengo del azul y en mi sendero
he entrevisto la luz del más allá.
¡Yo he visto a Dios colgado de un lucero!
Y dijo el Bagre: —Ajá.
Dijo el Águila al Bagre: —Camarada:
yo he visto al mar de espuma desflecada,
el hondo mar de donde vienes tú.
¡Yo he visto a Dios en la ola erizada!
Y dijo el Bagre: —Ujú.
Dijo el Águila al Bagre: —Valecito,
yo he cruzado el Atlántico infinito
y el Dios del viento ha resonado en mí.
¡Yo he visto a Dios y aquí traigo su grito!
Y dijo el Bagre: —Ijí.
Y el Águila voló. Cuando volaba,
desde su altura oyó que el Bagre hablaba
y detuvo su vuelo triunfador.
Y sólo oyó que el Bagre murmuraba:
—¡Eso es valor!
Bagre: eso eres tú,
allí,
aquí,
allá:
Ujú.
Ijí.
Ajá.
Inmoraleja:
Aunque sepas que el Bagre se desmaya,
no se lo digas al Doctor Arcaya.
No digas que está enfermo o que está viejo
y fuma Tocorón. No seas pendejo.
Enero de 1928. —Caracas. A la llegada de Lindbergh.
lunes, 14 de diciembre de 2020
El vuelo de Lindbergh
Alejo Carpentier
Todavía recuerdo aquel sorprendente 20 de mayo de 1927 –hace veinticinco años– en que las ceremonias patrióticas y los regocijos populares que acompañan, tradicionalmente, la celebración de la fiesta nacional de Cuba, se vieron muy olvidados, a poco del mediodía, por un público que se iba aglomerando frente a los edificios de los periódicos, en espera de noticias. No podíamos pensar en otra cosa. Nada era tan apasionante, aquel día, como la insólita proeza de un hombre que volaba sobre el Atlántico, solo, en aparato impropio para el terrible esfuerzo exigido, sin más alimento que dos sandwiches y una botella de agua, sin más ayuda que el compás y el conocimiento de las estrellas.
Con París, la vida
estaba como en suspenso. Nadie lograba poner atención en el trabajo, bajo el
imperio de una idea fija: “¿Llegará?”… Y, de pronto, poco después del
crepúsculo, una masa humana, incontenible, frenética, se arrojó hacia el aeródromo
donde Charles Lindbergh habría de posar el Espíritu
de San Luis, luego de haber cumplido su portentosa hazaña en treinta horas
y media. Algunos, que fueran testigos del festejo del 11 de noviembre de 1918,
me contaron que sólo en aquella ocasión volvió a conocer París un tal momento
de entusiasmo colectivo, de multitudinaria alegría. Poco faltó para que el endeble
avión de Lindbergh fuese despedazado por los coleccionistas de reliquias,
quedando ahogado el aviador por el empuje incontenible de quienes atropellaban
a la misma policía para contemplarlo de cerca. Veinticuatro años después de que
los hermanos Wright lograran desplegar del suelo, realizando un primer vuelo de
170 metros en 12 segundos, el enlace aéreo entre América y Europa era un hecho.
El mundo entero sabía de un acontecimiento sin precedente en la historia del
hombre –acontecimiento que abría una etapa nueva en los dominios de la
aviación.
Y Charles Lindbergh
fue presentado a las generaciones nuevas como el mejor ejemplo de heroísmo; del
heroísmo que merece el loor y agradecimiento de los hombres sin nacer del gesto
de agresión; heroísmo del riesgo voluntariamente afrontado, del todo jugado por
el todo, con el noble fin de colmar los anhelos prometeicos del ser humano. Lindbergh
fue una de las figuras clave de aquel optimismo, de aquella fe en el ocaso de
las guerras, que, en la década 1920-30, prolongó el gran optimismo científico
de fines del siglo pasado; ese optimismo que hacía decir al bueno de Ernesto
Renan: “El carro del progreso avanza, avanza … y ahora corre sobre rieles:
tiene cien mil años por delante, para correr”. Lindbergh, propuesto como “héroe
magnánimo” a las juventudes, respondía con su hazaña a la exaltación del
progreso, de la máquina, de la velocidad, propia de todas las escuelas poéticas
que entonces llamaban “vanguardistas”.
Poco después, sin
embargo, empezaron los bombardeos aéreos de Gondar, de Madrid, de Rotterdam, de
Coventry, de Londres. El avión, de pronto, se hizo menos “libélula de aluminio”,
menos “pájaro de metal”, menos saeta, menos palafrén de caballeros del aire. Y hoy,
la figura que ha venido a sustituir la del aviador solitario sobre el
Atlántico, como ejemplo de un heroísmo magnánimo para las generaciones jóvenes
de Europa, es la del alpinista, conquistador de cimas invioladas –como Herzog,
mutilado por el frío, en su sobrehumana lucha por vencer el Annapurna–, y la
del explorador de lo mucho que queda por explorar en este planeta nuestro, tan
atormentado, actualmente, por sus crisis de adolescencia.
El Nacional, Caracas,
21 de mayo de 1953.
Tomado de Letra y Solfa. Variaciones, La Habana, Letras Cubanas, 2004, pp. 19-20.
domingo, 13 de diciembre de 2020
martes, 8 de diciembre de 2020
Proyecto de escenario para un teatro de vanguardia
Revista de Avance, 15 de enero 1929.
viernes, 4 de diciembre de 2020
El último día en la vida del camarada Äge Lahti
Dolores Labarcena
Cuando
el 23 de agosto de 1989 Äge Lahti, secretario del Comité Ejecutivo del Distrito
de Kraav murió de un supuesto paro cardiorrespiratorio, simultáneamente tuvo
lugar un evento nunca visto en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas:
la conocida “Cadena Báltica”. La noche anterior Äge Lahti había invitado a su
suvila o casa de campo a los camaradas Zhyrovdy Zralnyk, Spuskovod Kryulichok,
Toğıedz Tülkiu y Daltium Bajjol para beber sake y jugar al shōgi, juego
importado por su cuñado, agregado cultural de Japón en Finlandia. Todos, a
excepción de Jisatsu Senyūsha, evitaron hablar de los derroteros que iba tomando
la tambaleante URSS, haciendo chistes insulsos sobre los defenestrados y los
enviados a los hospitales psiquiátricos mientras se atiborraban de ostras,
caviar, y sashimi de salmón con wasabi. A partir de las tres y cuarto de la
madrugada los invitados se fueron retirando. Los más rezagados, la hermana y el
cuñado, dejaron a Äge Lahti con una cogorza descomunal en un sillón
reclinable.
Pero
antes de contar el último día en la vida del camarada Äge Lahti se impone
hablar de sus antecedentes vitales. A la temprana edad de diez años fue
diagnosticado de una variante grave de encopresis, que se traducía en cagar
como un pato a cualquier hora del día. Sus padres, impotentes y muertos de
vergüenza, lo sacaron de la escuela y lo proveyeron de una vasta biblioteca. Esforzándose
más que cualquier estudiante, a los dieciocho años ya había leído todo Proust y
Dostoyevski, La miseria de la filosofía de Marx, El
Estado y la revolución de Lenin, El marxismo y los
problemas de la lingüística de Stalin, y un largo etcétera. Se puede
decir que, con tal bagaje, y apoyado por la familia, Äge Lahti alzó el vuelo de
Kõle Maa y no paró hasta Kukeseen. Allí estudió Artes Escénicas. Según el
biógrafo oficialista Olen Kivut, interpretó papeles tan variados como El
Espectro de Gorki, Tío Vania de Chéjov o el Hamlet de
Kózintsev, obras llevadas a las tablas por el dramaturgo Yaroslav Yefímovich,
cuyas puestas en escena fueron consideradas invariablemente exitosas. Datos
estos que considero idílicos, teniendo en cuenta que quien padece encopresis
grave, es literalmente un escusado ambulante. En otra parte asevera el biógrafo
que Äge Lahti conoció a Nadezhda, la hija de Konstantin Vähe, segundo secretario del Partido Comunista de Estonia, en el Festival Mundial de la
Juventud y los Estudiantes celebrado en Helsinki y no, como atestigua su cuñado
Jisatsu Senyūsha, en un hotel muy cerca de Alexanderplatz, en Berlín. A pesar
de tales incongruencias, Olen Kivut sí acierta en que se casaron en Tallin en
1965. Y fue a partir de entonces que a Äge Lahti se le abrieron las puertas del
Politburó como si fuesen las puertas de Hollywood. En un santiamén dejó de ser
corresponsal de deportes en un periódico de Kukeseen donde trabajó durante dos
años, para ser director del nuevo Rodina i budushcheye, algo así
como el periódico Granma o el Rénmín Rìbào (regional).
De
acuerdo con Elias Lourenço, fotorreportero del mencionado periódico que logré
entrevistar el año pasado, el camarada Äge Lahti abandonó los personajes
interpretados presuntamente en su temprana juventud para sacar, sigiloso, su
verdadera personalidad. Tras quitarse la bota que le apisonaba el pescuezo, es
decir, tras la muerte de Konstantin Vähe en 1968, poco a poco logró inocularles
a corresponsales, periodistas, fotógrafos, y hasta al aparato censor, la idea
de `visibilizar´ más allá de Okastraat el Rodina i budushcheye. "Con
tal fin, debíamos realizar una campaña para cambiar la imagen que se tenía en
Tallin de nuestro distrito, y con ello, la imagen del mismísimo Äge Lahti.
Tengo en mi poder la prueba de la primera de las falsas noticias que divulgamos
en aquel medio de desinformación, y le hablo del año setenta y tres", dijo y me
mostró un pequeño recorte:
NOTA DE PRENSA
En la mañana de este 11 de
marzo, cuando nos comunicaron que el secretario General del Partido Comunista
de la Unión Soviética Leonid Brézhnev envió a nuestra redacción una caja de
manzanas desde Moscú, los obreros y trabajadores se aglomeraron en torno a la
caja. Un clamor vehemente se alzó en las calles de Okastraat entre lágrimas y
vítores: ¡Viva el camarada director Äge Lahti! ¡Larga vida al Rodina i
budushcheye!...
Todo
ocurrió como el imperceptible aleteo de una mariposa en Austria que pronto
provoca un huracán en las Maldivas. "Le cogimos lástima por su problema
intestinal. Fíjese, después de horas en el cuarto oscuro, después de pasar el
tamiz de la censura y de seleccionar la fotografía conveniente, esa que saldría
en portada, esperábamos ansiosos la primera tirada del Rodina i
budushcheye, y a la calle. Quizás me equivoque, pero creo que fuimos los
pioneros de las `fake news´ de todos los países bálticos. Si íbamos a un bar,
dejábamos intencionalmente un ejemplar para que se corriera la voz de que
éramos un periódico de prestigio… Fotomontajes de Äge Lahti y Brézhnev por toda
la URSS como si fuese un enviado especial, inspeccionando fábricas, industrias,
cooperativas, incluso hospitales. Algo indispensable en esas imágenes era
colocarle en las manos a Äge Lahti un portafolio o un sombrero. En caso de que
la mierda le bajase por las entrepiernas en forma de vetas o hilillos, ¡esa
letrina con patas siempre llevaba abierto el postigo del sucucho!, se le
cambiaba el pantalón. Íbamos de Okastraat a Tallin. Y de Tallin a Kukeseen. Y
de Kukeseen de nuevo a Okastraat. El recorrido que acababa a las
cuatro o cinco de la madrugada lo hacíamos en un Moskvitch que tenía las
ventanillas a media asta. En invierno podías afeitarte con los carámbanos que
se formaban en el parabrisas. No obstante, preferíamos estar a la intemperie.
Permanecer un minuto en la redacción era exponerse a una cita improvisada en el
despacho de Äge Lahti. Y eso era una tortura, no digo psicológica, pero
olfativa, sin lugar a duda. Consciente de ello, en sus años de director
del Rodina i budushcheye Äge Lahti hizo de la encopresis su
máxima aliada. ¡Paska, paska!", dijo Elias Lourenço en un café lisboeta cerca de
la Loja das Conservas. Lo nombro así porque no estoy autorizada a revelar su verdadera identidad.
Gracias
al Rodina i budushcheye y al hándicap de mofeta, Äge Lahti se
abrió paso en el mundo de la política. Sus discursos eran breves, convincentes.
Cuando se celebró en Moscú el XXV Congreso del Partido Comunista de la Unión
Soviética ahí estaba el camarada Äge Lahti como uno de los posibles relevos de
la gerontocracia que florecía como moho no solo en el Politburó, sino en el
Presídium del Sóviet Supremo, el Sóviet de la Unión, y el Sóviet de las
Nacionalidades. Millones de ciudadanos de la antigua URSS pudieron ver en
directo el Congreso, entre ellos, Nadezhda, que en cuanto vio a su esposo
pedir la palabra para rebatir al camarada Tagliatelle, el cual defendía la
tesis de que Moscú no era el ombligo del mundo comunista, fue al escritorio y
en una hoja escribió la misma frase que pronunció Elias Lourenço en uno de los
momentos de la entrevista: ¡Paska, paska! Después de pegarla con un imán en la
puerta de la nevera, fue al armario y sacó una Tokarev que había pertenecido al
padre, se sentó de espaldas al televisor, y acto seguido se introdujo el cañón
hasta el fondo de la garganta. Con el disparo los trocitos de la masa
gelatinosa de su cerebro se incrustaron de forma deliberada en la pantalla,
rivalizando así y para la eternidad con las grandes pinturas del expresionista
abstracto Adolph Gottlieb. Nunca se supo si la enigmática frase de despedida
tenía que ver con el desencanto de Nadezhda con el comunismo o con la
encopresis grave que padecía Äge Lahti. El funeral fue discreto. Ni Äge Lahti
ni Svetlana hicieron acto de presencia porque pensaban, dadas las
circunstancias, que se trataba de un suicidio político. El único familiar que
asistió fue Jisatsu Senyūsha.
A
raíz del citado incidente el camarada Äge Lahti se mudó a Kraav. En dicho
distrito, con las promesas de un plan quinquenal para acelerar el crecimiento
económico y la producción agrícola, salió electo como secretario del Comité
Ejecutivo. A partir de entonces su poder se volvió como el número Pi. Su santa
trinidad eran Marx, Lenin y Stalin. Por esa hipóstasis sacrílega Stalin sería
el Espíritu Santo, o sea, una paloma. A Äge Lahti el pueblo le temía, pero más
le temían sus subalternos, los mismos que estuvieron en su casa aquel 22 de
agosto de 1989 bebiendo sake y jugando al shōgi.
Al
otro día, más o menos a las dos y media de la tarde, Jisatsu Senyūsha llamó al
cuñado por teléfono y no respondió. Con cierta preocupación, Jisatsu Senyūsha y
Svetlana telefonearon a diversos departamentos administrativos. Nadie lo había
visto. A las cinco de la tarde decidieron dar parte de su desaparición a
Anastás Kalinin, jefe de la policía secreta de Kraav. Este les dice que
desconoce su paradero. Que por lo que le cuentan, lo mejor sería esperar que se
despierte. Quizás tendría una resaca de caballo, y por tal motivo, habría
descolgado el teléfono para que no lo molestasen. Las palabras de Anastás
Kalinin les concedió, aunque minúsculo, un ápice de esperanza. Considerando las
condiciones en que lo dejaron la madrugada anterior, era plausible su
hipótesis. A todas estas Zhyrovdy Zralnyk, Spuskovod Kryulichok, Toğıedz Tülkiu
y Daltium Bajjol se encontraban ilocalizables (más tarde se supo que habían
huido a Gotland, Suecia). A las nueve de la noche, totalmente desesperados,
volvieron a llamar a Anastás Kalinin, que se presentó en la suvila o casa de
campo de Äge Lahti con dos policías vestidos de civil. Allí lo esperaba el
matrimonio. Después de los intentos infructuosos tanto de los policías vestidos
de civil, Anastás Kalinin y Svetlana, y de tocar y vocear por todas las
ventanas de la casa, Jisatsu Senyūsha, practicante de jiu-jitsu, le dio tal
patada a la puerta que cayó derribada como en las películas de Bruce Lee.
Al
entrar a la casa, lo primero que vieron junto al sillón reclinable donde habían
dejado la madrugada anterior a Äge Lahti fue las bolas Ben Wa que Jisatsu
Senyūsha le había regalado a Nadezhda una semana antes de que se convirtiera en
la Adolph Gottlieb de Estonia. Igualmente se percataron de que el televisor
estaba encendido. Lo buscaron en las habitaciones, la cocina, el comedor, hasta
que se dirigieron al único lugar que les quedaba por recorrer: el baño. El
escenario era más que tarantinesco. Äge Lahti se encontraba en decúbito prono
con los brazos en cruz y la cabeza ladeada encima de una balsa colosal y
hedionda proveniente de sus propias entrañas. No había sangre, por lo que se
descartó que fuese un crimen de Estado. El propio Anastás Kalinin llamó a los
servicios forenses. Y tenía razón, en algún momento Äge Lahti había descolgado
el teléfono.
El
último día en la vida del camarada Äge Lahti comenzó a las cinco de la tarde, y
habitual en su rutina, tomó el baño de asiento y luego una taza de té. Al
terminar, encendió el televisor. Al instante lo atacó una especie de pavor.
Primero pensó que era una pesadilla. Una pesadilla en bucle de las que cuesta
despertar. Pero no. El pueblo había tomado las calles, no solo de Kraav, sino
de Estonia, Letonia y Lituania, nada menos que el día del Pacto
Ribbentrop-Mólotov para librarse de una vez por todas del comunismo. Un dolor, de
esos que solo vienen de la mano de Dios, al momento se apropió de su sistema
digestivo. Entonces, casi gateando, agarrándose por las paredes, logró llegar
al baño. Sin embargo, no tuvo tiempo de sentarse en el retrete. Los minutos
finales los pasó como un perro agonizando frente a la palangana que durante
años le sirviera para aliviar sus posaderas.
La
información anterior me la dio Jisatsu Senyūsha. Casualmente nos conocimos en
la presentación en Londres de Oro parece y plata no es del escritor
cubano Fidencio Palmero. Actualmente Jisatsu Senyūsha, viudo de Svetlana y
cuñado de Äge Lahti, trabaja para la Plataforma de la Memoria y Conciencia
Europea, le comuniqué a Elias Lourenço. Estábamos en aquel café de Lisboa,
aunque bien podría haber sido en un café de Cincinnati, Geraldton o Latacunga. "Amiga, cuando el barco se hunde las primeras en huir son las ratas. ¿Acaso
Jisatsu Senyūsha no era agregado cultural de Japón en Finlandia? Dejémoslo ahí.
¿Recuerda la frase final de Nadezhda? Todos lo llamábamos así. Tal frase se
puede traducir como deyección, evacuación, heces, deposición, excreción,
materia fecal, gran cagada. Bautícelo como quiera. Äge Lahti es el sinónimo que
mejor acopla con la palabra `mierda´. Lo dicho, desde que salí de la
URSS no he hecho declaraciones a ningún medio extranjero, ¡y ya tengo setenta y
un años! ¿No le parece curioso?", concluyó hierático, sentado como Vardhamāna
sobre un taburete de Ikea abrazando a un diablo espinoso, de juguete.
miércoles, 2 de diciembre de 2020
Belleza sin ley
Juan Goytisolo
1. NO HAY REDES PARA EL FLUJO DE
LA LITERATURA
La historia de la literatura
europea se estudia generalmente en función de unos ciclos abstractos que los
profesionales en el tema explican mediante el recurso a unos sustantivos
sonoros transmitidos de generación en generación: Prerrenacimiento,
Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Simbolismo, Modernismo y
toda una serie de derivados de éste, términos fruto de una abstracción que deja
de lado el análisis concreto de los escritores encapsulados en ellos. La
fórmula es muy cómoda para los profesores de instituto y autores de manuales de
divulgación, pero no alcanza a explicar la singularidad de las obras que hoy
apreciamos en razón de su modernidad atemporal. ¿Cómo encajar La
Celestina de Fernando de Rojas o Gargantúa y Pantagruel de
Rabelais en los esquemas renacentistas? La lista de excepciones cuyas obras se
inscriben en tierra de nadie, extramuros de unos conceptos altisonantes pero
reductivos, sería interminable. En verdad, abarcaría a casi todos los autores
que me interesan.
Si tomamos, por ejemplo, el caso
del romanticismo, sobre el que se han escrito millones de páginas, tropezamos
de entrada con una piedrecilla. Aunque hay elementos comunes, casi siempre
superficiales, a los románticos españoles, franceses e italianos y a los
ingleses, alemanes y rusos, ¿cómo explicar las abismales diferencias
cualitativas entre unos y otros? El romanticismo francés, el italiano y el
español, inspirado en el primero, es por lo general mediano y gárrulo y no
admite comparación alguna con el de los otros países anteriormente citados. En
vano buscaremos entre nosotros un Yeats o un Coleridge, un Pushkin o un
Lérmontov, un genio de la talla de Hölderlin. Una buena traducción de éstos
supera con creces la poesía escrita en nuestra lengua (no obstante los aciertos
de la obra tardía de Bécquer). Cuando Antonio Pérez Ramos vertió al castellano
el bello poema en el que Lérmontov maldice a la patria que le envió al Cáucaso
a matar chechenos, le dije sin adulación alguna: “Has escrito el poema que
ningún romántico español acertó a componer”.
Si a ello añadimos el rutinario
comodín generacional, esto es, el agrupamiento de los creadores en función de
su edad que borra la individualidad del novelista o poeta respecto a sus
coetáneos, la confusión originada por dicho esquematismo es todavía mayor.
Basta dar un salto atrás para poner al desnudo el jibarismo de tal
manipulación.
¿Fue Cervantes un miembro
destacado de la generación de 1580, Goethe de la de 1790, Tolstói de la de
1858? De nuevo nos encontramos ante el uso y abuso de sintagmas nominales,
etiquetas y fechas que nada dicen sobre el contenido de la obra que pretenden
analizar. Recorrer las páginas de algunas publicaciones culturales y libros de
texto saturados de términos (generación, realismo, formalismo, etcétera) nos
pone ante una evidencia: en vez de partir del escritor estudiado para
justificar su adscripción a alguno de esos sustantivos abstractos, lo incluyen
en el ámbito de éstos sin aclaración metodológica alguna. Los esqueletos de los
examinados se asemejan sin duda, pero el cuerpo real de su obra, no.
Sabemos, sí, que la historia
literaria y artística alterna unos ciclos en los que las nuevas corrientes y
formas se imponen con sorprendente fuerza y novedad con otros en los que, por
un conjunto de circunstancias que el estudioso debe analizar, el impulso
innovador decae, la gracia poética se desvanece, la reiteración y el
anquilosamiento de temas y formas convierten el Parnaso en un desolado erial.
La literatura española ha conocido esas fases de florecimiento y desertización,
de palabra seminal y de retórica huera. La intensidad poética de san Juan de la
Cruz, Góngora y Quevedo (elijo aposta a tres creadores muy distintos entre sí)
nos abandonó a finales del siglo XVII y no reapareció sino en la pasada
centuria.
Basta repasar la historia de las
diferentes civilizaciones del planeta para comprobar que tras largas etapas de
aparente modorra, una creatividad sumergida aflora de pronto. Así sucedió en
Iberoamérica a mediados del siglo XX. Hasta entonces, los narradores y poetas
oriundos de ella (el brasileño Machado de Asís es una feliz excepción) no
rebasaban los límites de lo que Milan Kundera denomina con acierto “el pequeño
contexto”, esto es, el de quienes mejor representan las características propias
de una nación o una lengua, pero sin aportar nada nuevo al árbol frondoso de la
literatura (el del “gran contexto”). Un poema como Martín Fierro, por
poner un ejemplo, encarna sin duda unos valores identitarios dignos de estima,
pero no significa gran cosa fuera de su tierra natal. Las estatuas erigidas al
autor marcan los límites de su gloria poética.
Hubo que esperar sesenta años
para la aparición casi simultánea de autores que, de Borges a Octavio Paz,
impusieron la universalidad de sus obras, ya fuere en Buenos Aires, o México,
La Habana o Montevideo. Ellos y otros cuya enumeración no cabe aquí fueron los
gérmenes del llamado boom de los sesenta cuyo centro se situó
en Barcelona y París. La constelación novelesca de Cortázar, García Márquez,
Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Roa Bastos, Onetti… desdibujó esas
fronteras políticas trazadas por la independencia del Nuevo Mundo: no escribían
novelas argentinas, colombianas, mexicanas, peruanas, cubanas, uruguayas o de
cualquiera de los 18 países de Iberoamérica, sino propuestas innovadoras que
debían tanto a sus lectores europeos y norteamericanos como a la obra germinal
de Rulfo, Lezama Lima, Carpentier, Leopoldo Marechal o Guimarães Rosa. Con
ellos la lengua española recuperó su protagonismo en la creación novelesca,
protagonismo que había perdido desde la muerte de Cervantes.
No hay redes ni esquemas
abstractos que den cuenta cabal del flujo y decantación de la literatura.
2. LOS NOVELISTAS DEBERÍAN LEER
POESÍA
En un encuentro celebrado en
Berlín a mediados de los ochenta del pasado siglo varios escritores españoles
leyeron fragmentos de su obra ante un auditorio compuesto de compatriotas e
hispanistas germanos. La gracia poética de la lectura de José Ángel Valente y
de unas páginas de La lluvia amarilla del novelista Julio
Llamazares, cuyo ritmo y prosodia acariciaban el oído del espectador, fueron
seguidos de recitaciones mediocres, por no decir desastrosas, que poco tenían
que ver con la expresión poética ni con la prosa de quien posee un oído
musical.
Prosa y poesía son cosas distintas
pero no incompatibles ni opuestas. No hablo aquí de la llamada “prosa poética”
cultivada hace unas décadas por unos vates más o menos próximos al Régimen,
sino de esa oralidad secundaria tan bien analizada por Walter
J. Ong en su imprescindible estudio Orality and Literacy. Como
muestra su autor, junto a la expresión primaria de la cultura oral, que incluye
ademanes, inflexiones vocales, expresiones del rostro y otros elementos
semióticos (Milman Parry probó su existencia en los versos homéricos recitados
ante el ágora), existe otra del escritor solitario a la escucha de las palabras
que plasma en el papel, y que si bien suele pasar inadvertida al lector
“normal”, se manifiesta en el caso del lector curioso que la lea de oído e
incluso en voz alta. Mientras la inmensa mayoría de las novelas y relatos que
hoy se publican no soportan una audición que pondría al desnudo la mera
funcionalidad de una prosa al servicio de la trama narrativa y, muy a menudo su
torpeza expresiva y su violencia abrupta y sin gracia alguna ejercida sobre la
sintaxis (solo la belleza del resultado puede justificar la “violación”)
encontramos otras que adquieren su plena dimensión estética mediante una
lectura de viva voz. Son a la vez prosa y poesía, como el bellísimo Mono
gramático de Octavio Paz.
Si la invención de la imprenta
arrinconó primero en Europa, y luego en el mundo entero, la oralidad primaria y
la gestualidad que la acompañaba, una veta subterránea alimentó no obstante su
presencia en una minoría de autores, cuya nómina, espectacular en el siglo XX,
abarca a algunas de las figuras fundamentales de la novela moderna. ¿Qué mejor
manera de apreciar la singularidad del Ulises joyciano, del Viaje al
final de la noche de Céline, El zafarrancho aquel de Vía
Merulana de Carlo Emilio Gadda, o Tres tristes tigres de
Cabrera Infante que en una audición de las mismas? Escuchar una casete con la
voz de Lezama Lima es una experiencia aguijadora que desdibuja las fronteras
entre los géneros. ¿Es poesía, es prosa? El lector-auditor no se plantea
siquiera el problema: la prosodia musical le envuelve y le hechiza. Su
expresión más nítida de la palabra humana está allí.
Los tres fragmentos de Espacio de
Juan Ramón Jiménez, en esa innovadora etapa de madurez de Animal de
fondo, pueden ser leídos como un monólogo interior y, simultáneamente
como uno de los poemas más fluidos e intensos de su obra (“Vi un tocón, a la
orilla del mar neutro; arrancado del suelo era como un muerto animal; la muerte
daba a su quietud la seguridad de haber estado vivo; sus arterias, cortadas por
el hacha, echaban sangre todavía”). Los antologistas de Las ínsulas
extrañas acertaron plenamente al incluirlo en su incentiva selección.
Lo mismo ocurre con el largo poema urbano de Wordsworth, Residence in
London, en el que el lector-auditor paseante recorre el mundo abigarrado y
rebosante de vida de los barrios populares de la capital inglesa de su época
con sus cinco sentidos, en una experiencia que anticipa mi Lectura del
espacio en Xemáa-El-Fná. Leer estos textos de viva voz es la mejor manera
de recuperar su dimensión oral, esa oralidad subyacente que vertebra el relato.
Los narradores en nuestra lengua
deberían leer más poesía: no la prosa que se toma por tal sin serlo sino la que
verdaderamente lo es. Con ello evitarían esa prosa zurcida y llena de frases
hechas que tanto abunda en el universo mediático de las superventas (allí solo
cuenta la trama: intriga, policiaca, novela histórica y otros materiales de
rebaja que según los expertos en mercadotecnia “agarran al lector”, aunque no
aclaran por dónde). Entristece en verdad el ninguneo de quienes apuestan por el
texto literario (carecen de visibilidad mediática, encuentran difícilmente
editor en esos tiempos de crisis y pasan inadvertidos a los ojos del lector
medio), en contraste con la promoción de quienes venden sábanas y sábanas
impresas aplaudidas por los responsables de nuestro atraso educativo y cultural
(uno de los más bajos de Europa y en continuo retroceso respecto a hace dos o
tres décadas). Una lectura asidua de la mejor poesía contribuiría a afinar el
oído de escritores y lectores. Los representantes de la Institución literaria
deberían insistir en ello en vez de marginar al desamparado esfuerzo creador.
3. ¿MUERTE DE LA NOVELA?
El reciente debate sobre el
impacto de las nuevas tecnologías y la posible extinción del libro en papel se
ha extendido en algunos foros al del incierto porvenir de la novela. Para
algunos, su historial, tal como lo conocemos ahora, se cerrará con la era de
Gutenberg. Pero estos sombríos augurios no tienen base. Y, como sucedió a lo
largo de la pasada centuria, la novela podrá metamorfosearse de mil maneras
distintas, pero subsistirá y quizá rebrotará con mayor fuerza.
Hace menos de un siglo muchos
dijeron que el cine acabaría con ella. ¿Para qué perder el tiempo en la
minuciosa descripción de personas y cosas durante docenas de páginas si una
imagen las capta en un instante? El argumento parecía inapelable y se aplicaba
a una cierta manera de narrar. Pero el cine no acabó con la novela: modificó
simplemente su rumbo o, mejor dicho, sus posibilidades de rumbo, tan vastas
como la rosa de los vientos. Ciertamente, la falta de inventiva de muchos
novelistas y los hábitos de lectura del lector perezoso han permitido no solo
el mantenimiento de unas formas narrativas reiterativas y anquilosadas sino su
exitosa divulgación comercial: las listas de campeones de ventas en todos los
países del planeta dan cuenta de ello. Con todo, un buen número de autores
cogieron el guante y se enfrentaron al reto de hollar un terreno nuevo. Había
mil maneras de hacerlo. El catálogo de éstas sería extenso y me limitaré a
bosquejar unas cuantas.
Mientras un “raro inventor” como
Rafael Sánchez Ferlosio convertía El Jarama en una cinta grabadora
que actuaba secundariamente de cámara en la medida en que permitía seguir el
movimiento de sus personajes a través de sus conversaciones (y asestar así un
golpe definitivo a la estética supuestamente objetiva, pero de un subjetivismo
autoril asfixiante, de La colmena de Cela), el nouveau
roman de Michel Butor, Nathalie Sarraute y, sobre todo, de Alain
Robbe-Grillet, creaba una inédita forma de expresión en directa concurrencia
con la cámara, pero profundizando en la visión de ésta (Claude Simon y Marguerite
Duras etiquetados en el grupo siguieron cada cual su propia senda). Para los
grandes creadores del género del siglo XX el cine actuó a su vez de revulsivo:
abandonaron el territorio por él abarcado y centraron su creatividad en el
lenguaje: concentrado, disperso, fragmentario, poético. Del stream of
consciousness joyciano a la frase envolvente y sugestiva de Proust,
del ritmo jadeante de Céline a la maquinaria creativa de Biely. En unos casos,
poesía, novela y cine se entreveraron para forjar una realidad estética
superior. Algunos llegaron hasta el fin del proceso de demolición de la
narratividad reduciéndola al espinazo del lenguaje, como en Finnegans
Wake o en el texto inacabado e inacabable de Arno Schmidt. La
observación de Kundera sobre la especificidad de la obra artística en la que, a
diferencia del campo de la ciencia, un nuevo descubrimiento no vuelve caduco el
anterior, sino que extiende simplemente el ámbito creativo a la tierra
inexplorada y desconocida, se traduce en el largo listín de creadores que
demuestran la inanidad de las profecías de la muerte de la novela.
En los últimos diez años, la
incesante renovación de las tecnologías de punta tampoco anuncia el fin de
ésta: muy al contrario, la induce a adoptar formas nuevas en las que Internet,
los móviles y las redes sociales desempeñan un importante papel. El valor de la
actual narrativa dependerá en último extremo de la profundidad y sentido
artístico de quienes la crean. Habrá como siempre inventores de originalidad
irreductible y otros que se limitarán a seguir la corriente sin aportar
elementos innovadores como sucedió tras la irrupción del cine. Las necrológicas
fatalistas me parecen fuera de lugar y a ellas se aplica el refrán: “Los
muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Mas para eso habrá que resistir a
la ubicua cultura del entretenimiento, al zapeo mental y a la creciente
insatisfacción de la sociedad con la conciencia de navegar a contracorriente,
como fue ayer, es hoy y lo será mañana.
Tomado de El País, 31 de marzo
de 2012.
domingo, 29 de noviembre de 2020
sábado, 28 de noviembre de 2020
domingo, 22 de noviembre de 2020
La flor de la criminalidad
Pedro Marqués de Armas
Días más tarde recibí la primera parte de la cronología de combates, con numerosas correcciones y añadidos, y debo decir, con no pocos consejos intercalados donde Modesto revelaba una incuestionable pericia amén de una contenida pasión. Le expresé que me estaba sacando del peor de los atolladeros. A decir verdad, su versión era tan diferente que no reconocí nada mío en ella. Ni rastro de mi estilo que había quedado sepultado bajo el suyo, lato y más diáfano. En su respuesta, indicaba con absoluta convicción que la destrucción de Matanzas había significado la destrucción de todo el país. Con la destrucción de Matanzas se destruía, decía más o menos, la totalidad del país. Se venían abajo no solo tres cuartos de la economía, sino el centro neurálgico del país. Y esa destrucción era el acompañamiento, “el cortejo y música fúnebre”, cito textualmente, de un exterminio sin precedentes del que a su juicio eran culpables tanto los españoles por su reconcentración de campesinos, como los cubanos con su incesante, indiscriminada y, en última instancia, absurda política incendiaria. A los civiles se les sacó de sus casas y al ritmo de esa música y del modo más inmisericorde, decía, se les metió en ratoneras. En su inmensa mayoría, agregaba, la población civil detestó esa guerra y no fue sino el alimento perverso que alimentó la hoguera, esa guerra que fue también una guerra de categorías.
Pasé toda una noche leyendo la relación de mi colega, ansioso de que enviase el resto de la cronología. De cierto modo, también una relación de las acciones del inseparable Clotilde, y a la vez un trazado de los numerosos y rápidos desplazamientos, tanto de aquellos imberbes mambises como de sus superiores. Por fin podía aprehender los casi aleatorios movimientos de la columna invasora, como los de la 1ra División del 5to Cuerpo del Ejército y, en particular, los de la Brigada del Este.
Mientras repasaba una y otra vez las
anotaciones y añadidos con que Modesto había sepultado mi incompleta versión,
me vinieron a la mente mis inolvidables tías, y casi como si las desenterrara,
el rumor de lo que cierto día dijeran al pie de la cama, Fina ya desperezándose
y Emma siempre horizontal y como un eco. Un rumor lejano que llevaba a un más
lejano, lejanísimo escenario, a través de unas voces ahora recordadas, o más
bien de unos recuerdos revisitados, cuando se pusieron a hablar de la guerra en
el pasadizo que comunicaba las casas de Colón, y Fina dijo, Felino, y acto
seguido, Clotilde, mascullando sus nombres, y añadiendo: tan joven uno como el
otro, su querido amigo de Macagua. Clotilde, dijeron a dúo, fue su jefe, para
discrepar en cuanto a sus superiores, pues si para Fina habían combatido bajo
las órdenes de Lacret, para Emma, y eso motivó disputa, bajo el mando de
Periquito Pérez. Ahora podía corregir a Emma, pues Piloto aclaró que se
trataba, no de Periquito, sino Panchito, y darle razón a Fina. Pero fuera de
ese desacuerdo acertaron en que Felino condujo a Maceo a lo largo de la sabana
matancera y combatió junto a Gómez “hombro con hombro”. Había trascendido a la
familia, aun en plena guerra, la estimación de Maceo hacia Felino, como también
el trato más áspero de Gómez, pero de momento no lo podía corroborar.
Incluí
esa última aseveración en una lista de dudas que prepararé para enviarle a
Piloto y me detuve en ese pomposo pasaje que el estenógrafo Álvarez califica de
“fausto suceso” y que mi colega no se dignó a corregir, sino que dejó intacto,
aunque añadiéndole: “huelgan comentarios”. Me detuve, digo, en esas líneas del
estenógrafo Álvarez cuando tras hablar de recelo y traición se embelesa en un
así descrito “cariñoso y sentido abrazo de dos corazones”, agregando a seguidas
las palabras que pronunció el capitán español, y entonces me vino a la mente
aquella tarde habanera en que leí a mi padre, sentado el uno frente al otro, y
después de hacerme con esa única semblanza biográfica de Felino en la
Biblioteca Nacional, ese mismo pomposo pasaje que, tanto a él como a mí, que lo
analizábamos todo con lupa, nos confundió.
Mi
padre, si bien reconoció el carácter contradictorio de esa pueril y, desde
luego, amañada escena, creyó en ese momento, como yo, que la demasiado estrecha
amistad con el capitán español de San José, según la descripción del estenógrafo
Álvarez, podía perfectamente remitir a cierto pasado chapelgorrista de Felino.
Podía tratarse no solamente, dijo mi padre esgrimiendo su lupa imaginaria, de
un padrino Chapelgorris sino de un Felino él mismo Chapelgorris, al menos en su
adolescencia. Eso recordé que dijo mi padre entonces, sentado uno frente al
otro con Grandes Hombres de Cuba
abierto sobre la mesa, antes de obsesionarse con ese otro dilema, no de un
Felino probable chapelgorrista, sino de un abuelo suyo Chapelgorris y, por
tanto, criminal, obsesión que se apoderó de él de modo tenaz ya antes de mi
partida de Cuba y que terminaría de dominarlo por completo.
Pero
ahora, tras leer la relación de Piloto, releer el pasaje del estenógrafo
Álvarez, y recordar aquella intuitiva duda de mi padre, caí una vez más en la
cuenta de que tuvo razón y no había sino esgrimido magistralmente su lupa
imaginaria, toda vez que el campesino devenido comunista Sánchez no por gusto
afirmó, ante el etnógrafo Dumpierre, quien en este caso no parece retocar nada,
que Felino no solo había sido un joven empleado del tal comercio sino que él
mismo fue chapelgorrista, tal y como se desprende no solo de la frase “un
empleado del comercio que pertenecía a los Chapelgorris”, sino de lo que añade
Sánchez a continuación: “De estos, algunos se integraban a las tropas mambisas
porque pensaban como cubanos”.
Muchas vueltas di desde entonces alrededor de esa aseveración, y muchas más podría dar a partir de ahora, y en efecto, empezaba a hacerlo, al recordar esa más que plausible sospecha que tuvo mi padre, por lo que decidí apuntar semejante aseveración y lo que podía quedar de duda acerca de la misma, en la lista que debía enviar cuanto antes al colega Modesto Piloto. No andaba en definitiva muy lejos el que a mi padre lo asaltara esa sospecha, tras leerle yo aquel pasaje, de esa tentativa intelección mía acerca de la formación del carácter de Felino durante los años en que trabajó en El Entronque, bajo la tutela de Don Modesto Flores. Pero aun así era necesario que consultase a Piloto, no solo en cuanto a ese particular sino también en cuanto al hecho de que mi padre dudase y se sintiese acosado desde entonces, y ya hasta su muerte, por un pasado chapelgorrista y, por tanto, criminal. A mi padre le había dado por emplear de un modo cada vez más iterativo, en sus últimos años, la frase “flor de la criminalidad”.
Siguiendo ese método suyo, intuitivamente intrahistórico, aunque a mi juicio en extremo deductivo, había llegado, mi crédulo padre, a sospechar primero y convencerse después, sin que pudiera sugerirlo ningún recuerdo o demostrarlo documento alguno, que su abuelo asturiano José Marqués (¿y Mariño?), habría en fin cooperado fehacientemente con el crimen, y encarnado, en consecuencia, esa flor de la criminalidad. Según mis indagaciones, efectuadas ya al término de su vida, Marqués había arribado a Cuba una primera vez en el invierno de 1861 procedente de Infiesto y desde el puerto de Gijón, con número de pasajero A05-071, aunque sin mujer ni hijos, en un barco atestado de paisanos procedentes casi todos de Infiesto, y de apellidos, casi todos, Mariño. Y aunque aquella información no coincidía con la versión de Fina, única nieta que lo recordaba ya en su vejez, y quien aseguraba que arribó casado con Delfina Martínez Marino (o Mariño, según dijo, revelando que los primos solían variar ligeramente sus apellidos) y con dos hijos a cuestas, era muy probable que se tratara del mismo hombre.
Después de pasar algunos años sabe dios dónde y de hacer, sin dudas, algún dinero, le aseguraba ahora yo a mi padre en una extensa carta, habría hecho un segundo viaje en fecha aún por determinar. Habría recalado entonces, le decía desde Coímbra a mi padre en el verano de 2006, entre Motembo y Guamutas, donde reclamaría junto a un tal Matías Marqués, presunto sobrino, y tal como pude indagar, una concesión para explotar de inmediato las minas de petróleo de Motembo, absolutamente inexplotadas y, prácticamente desconocidas, en 1885.
No
tuve otra que considerar como plausible esa enconada sospecha suya, si bien
albergando tantísimas vacilaciones, y hasta recordé la expresión pesarosa de su
rostro cuando expresó semejante posibilidad, explicándome quiénes habían sido
esos terribles Chapelgorris de Guamutas, célebres por sus crímenes durante la
guerra del 68 y cuyo eco se mantendría vivo en la memoria de los suyos, dando
mi padre por supuesto, a partir de ese instante en que el rostro le mudó, que
el mero hecho de ser español y escribiente, o tenedor de libros, como dijo
también que era, implicaba una elevada dosis probabilística de que su abuelo,
cuyo retrato heredado de mis inolvidables tías y realizado en 1903 en el
conocido estudio Díaz y Pierra de Guanabacoa asimismo conservo, unas facciones
cuyo innegable parecido con las de Fina me ha sorprendido más de una vez, a
salvo tras unos espesísimos bigotes y una mirada apacible, habría en fin
cooperado, fehacientemente, con el crimen.
Así
que para quitarme ese peso de encima, pues corría el riesgo que se volviese mi
propia obsesión, la obsesión de un bisabuelo voluntario y presuntamente
criminal de semblante demasiado seguro sobre el fondo a toda luz criminal de la
historia de Cuba, añadí semejante dilema a la lista que debía enviar a Modesto:
¿Pudieras localizarme algún José Marqués (¿y Mariño?) efectivamente
chapelgorrista?
Una semana
más tarde recordé con mayor propiedad, y acaso mientras observaba una vez más
aquel rostro apacible, sino ya apaciguado, el día en que esa idea se alojó en
la mente de mi padre, así, como un zumbido. Mi madre lo había obligado a
devolver la carne, se apareció de lo más orondo con su cuota envuelta en papel
cartucho y ella la inspeccionó desde su sillón de enferma, le echó un vistazo a
esa cuota de carne verdinegra que calificó de humillante y le hizo volver a la
carnicería. Me lo imagino enfrentando al ladrón de marras, alzando el dedito, y
señalando a la carne sin despegar los labios, parapetado en esa dignidad suya
de ascendencia calvinista. Al regresar de la carnicería mi padre ya no era el
mismo. No volvería a serlo, aunque en principio no lo advertimos. Dejó en la
cocina aquel producto mejorado que mi madre seguía calificando de carne de
tercera, y ya no salió toda la tarde de su cuarto ni se sentó a comer luego
cuando le sirvieron carne estofada con papas.
Fue
entonces, casi seguro, que se alojó en su cabeza con tenacidad esa idea que yo
pretendí rebatir siempre con argumentos lógicos, como que su abuelo era
asturiano y no vasco, y los Chapelgorris eran vascos y vestían a la usanza
vasca, a lo que respondió otra vez con una de esas demostraciones que obedecían
más a la memoria y la intuición que al estudio. Según mi padre, chapelgorrista
era cualquiera, y cómo no iban a existir asturianos chapelgorristas, y toda
laya de voluntarios, si aquel territorio estaba cundido de asturianos, si había
más asturianos al norte y centro de Matanzas, más que en ninguna parte, más que
en cualquier parte de Cuba, casi tantos o más que cubanos, mientras los vascos
eran minoría. Quién me dice a mí, dijo mi padre, que puede existir algo así
como una cuadratura chapelgorrista, cuando lo que realmente existe (y lo dijo
en presente) es un sentimiento español enfrentado a un sentimiento cubano, y
cómo no iba a juzgar por mero hecho lo que fue siempre rumor de esos lares,
aunque no pudiese aportar pruebas y lo carcomiese por dentro la duda,
atenazante, dijo, de un abuelo suyo al servicio de esos criminales.
Fue
entonces que soltó esa frase: “la flor de la criminalidad”, y comenzó a
describirla como una flor conocida, propicia, dijo, una flor híbrida que se da
a montones, una flor sin época… para acto seguido continuar con su idea de las
vacas y de un poder basado en la rotación de los suelos y en la multiplicación
genética de las vacas.
Fragmento de la novela La vida trunca del Coronel Felino (Aduana Vieja, 2016).
domingo, 15 de noviembre de 2020
El gol
Pedro Marqués de Armas
El cura futbolista de Masats sí vuela.
No como el soldado de
Deineka
que parece atrapado; él sí
para el balón
pese al lastre: la sotana de
una España
todavía negra. Nunca voló
tan ágil
un portero, ni echó fuera balón
mano tan erizada.
En Deineka, es la promesa
del Komsomol,
aquí la historia sobre la
misma nieve,
y hasta hay un cierto
desparpajo
en ese párroco. Él en
pompa
de desarrollo, su sombra
casi agorera;
mientras el otro es todo
meta,
plan incumplido. Nunca peligró
tanto un vuelo. Es ahora
que va entrando el balón.
viernes, 6 de noviembre de 2020
Las pantuflas
Silvano Russo
A R. L.
Incluso conociendo el camino,
me perdí en Balze di Verghereto.
Allá arriba, hacia el Monte Fumaiolo,
las nubes tapizan los árboles y el resto de la naturaleza.
Atrapado, cascajos y piedras
caían como copos de nieve en el pequeño sendero.
Los pájaros, y todo lo que habita aquel lugar,
ignoraban mi infortunio.
Pero ¿qué les importamos a ellos,
y, sobre todo, qué puede
importarnos en ese instante?
Al final, quién sabe si por mano de Dios
o de quien tira los hilos,
encontré la salida,
así como el otro día cuando buscaba
El hombre en busca de sentido
descubrí,
después de un buen tiempo olvidadas,
mis pantuflas debajo de la escribanía.
Pur conoscendo la strada,
mi sono perso in Balze di Verghereto.
Lassù, verso il Monte Fumaiolo,
le nuvole fanno da cappotto agli alberi e alla natura varia.
In trappola, ciottoli e ghiaia
cadevano come fiocchi di neve su quel piccolo sentiero.
Gli uccelli, e tutto ciò che abita quel luogo
ignoravano la mia sciagura.
Ma, cosa importa a loro di noi,
soprattutto,
cosa importa a noi in quell’attimo?
Alla fine, chissà se per mano di Dio
o di chi tira i fili,
ho trovato la via d’uscita,
così come l’altro giorno che cercavo
L’ uomo in cerca di senso
e ho ritrovato,
già da un bel po’ dimenticate,
le mie pantofole sotto la scrivania.
Traducción: Dolores Labarcena
martes, 3 de noviembre de 2020
Poesía mundana
Pier Paolo Pasolini
Trabajo todo el día como un monje
y en la noche doy vueltas, como gato viejo
en busca de amor… Voy a proponer
a la Curia que me convierta en santo.
De hecho, respondo a la mistificación
con humildad. Miro como imágenes
a los adeptos al linchamiento.
Me observo a mí mismo masacrado
con el sereno valor de un científico. Parezco
cultivar odio, y en cambio, escribo
versos llenos de un estricto amor.
Estudio la perfidia como un fenómeno
fatal, como si no fuese un objeto.
Siento piedad por los jóvenes fascistas,
y a los viejos, que considero formas
del más horrible mal, opongo
solo la violencia de la razón.
Pasivo como un pájaro que al volar
todo lo ve y se lleva al cielo,
en su corazón, la conciencia
que no perdona.
Poesia mundana
Lavoro tutto il giorno come un monaco
e la notte in giro, come un gattaccio
in cerca d’amore… Farò proposta
alla Curia d’esser fatto santo.
Rispondo infatti alla mistificazione
con la mitezza. Guardo con l’occhio
d’un’immagine gli addetti al linciaggio.
Osservo me stesso massacrato col sereno
coraggio d’uno scenziato. Sembro
provare odio, e invece scrivo
dei versi pieni di puntuale amore.
Studio la perfidia come un fenomeno
fatale, quasi non ne fossi oggetto.
Ho pietà per i giovani fascisti,
e ai vecchi, che considero forme
del più orribile male, oppongo
solo la violenza della ragione.
Passivo come un uccello che vede
tutto, volando, e si porta in cuore
nel volo in cielo la coscienza
che non perdona.
Versión: Pedro Marqués de Armas
sábado, 31 de octubre de 2020
La primavera
Wenceslau de Moraes
A Camilo Pessanha
Hace algunos días, en la
ciudad de Kobe, -podría precisar el día, y casi la hora, si tamaño rigor se me exigiese,-
irrumpió la Primavera. Irrumpió: no hay sombra de exageración en la palabra.
Irrumpió, surgió de un salto, hizo explosión. En este país del Sol Naciente,
donde el sol, y con él todas las grandes fuerzas naturales, siguen siendo salvajes
–si puedo expresarme así-, salvajes sin freno, sin noción de las conveniencias,
incapaces de presentarse de etiqueta en una corte cualquiera de nuestra Europa;
en este país del Sol Naciente, decía, la creación entera apostó, parece, por
ofrecer cada día una sorpresa, toda ella exuberancias inauditas, alborotos
únicos, arrebatos nerviosos, caprichos locos, como si reuniera en sí la
quintaesencia del alma de los niños y la quintaesencia del alma de las
mujeres, la carcajada, la burla, en fin, motejadora de todo cuanto es orden,
armonía, contemporizadora ley de las transiciones.
Ayer fue un invierno duro y gélido, vestido
apenas de una amplia túnica de nieve. Hoy, de un salto, el sol rompió en
amoroso calor, los árboles comenzaron a florecer y los insectos evolucionaron.
Mañana será el verano tórrido, abrasador, como ni en China ni en África se
siente. Y así corre el tiempo, vuelan las horas; cada instante es un meteoro; y
aquí un tifón arranca los troncos, y toda la lluvia torrencial inunda las
llanuras aluviales, y un río se desborda de su cauce, y una ola enorme ahoga
las aldeas, y una convulsión subterránea sacude el suelo.
El europeo, el pobre europeo de los paisajes serenos, sufre los choques de esta naturaleza, por demás subversiva para su espíritu triste, meditativo y atribulado. Se le ofrece uno de dos caminos a seguir: o comulga con la vida japonesa, iniciándose en sus secretos íntimos, amándolos en sus modalidades, y así gasta su existencia, la consume rápidamente, sumergido en admiración, enloqueciendo de vértigo; o se retrae y aísla, odia la naturaleza que no comprende, odia el exilio, vive de la saudade de la patria, entre las cuatro paredes de su hogar, o de los clubs cosmopolitas de la colonia extranjera. No hay más que ver el tic de locura, fácilmente perceptible, en la mayoría de estos expatriados, hombres y mujeres, después de una corta estancia en el país nipón.
Pues bien, hecha esta concisa explicación para los incrédulos, hace algunos días, en la ciudad de Kobe, irrumpió la Primavera. Por la madrugada llegó una brisa como amorosa, acariciadora, perfumada. En el silencio de la oscuridad, las carpas despertaron, en el estanque que rodea a mi albergue; y entrecerraban los ojos, y producían extraños ruidos, saltando fuera del agua, ardiendo en celos, endemoniadas. Cuando rompió el día, y apareció el sol, un aliento indescriptible, cálido, embalsamado, genésico, llenaba el espacio. El cielo tenía azules nuevos; cirros de paz flotaban en las alturas. El paisaje verdeó, verdeció de la hierba nueva, que surgía, y de los árboles viejos, que enverdecían. En este ambiente nuestra observación se educa en minuciosas variedades, abundando en todas partes, en campos y jardines, las coníferas, de todas las formas y tamaños. Estos árboles nunca se deshojan, pero en invierno se descoloran, empalidecen como mujeres cloróticas, llegan a recordar enfermos, llegan a recordar cosas muertas; después, la primavera excita su savia, un verde intenso asoma en sus hojas, la vida recomienza loca, ¡las flores brotan con furia!
Los ciruelos se presentan en galas florecientes; los negros troncos rugosos y labrados por la lepra de los líquenes, sin una hoja siquiera, se cubren ahora de vastas cabelleras, blancas y rosadas, hechas de mil y mil flores adheridas a las ramas por minúsculos pedúnculos. Vistas de lejos, en los sitios donde abundan, recuerdan una floresta de árboles secos, rodeados por el humo y las llamas de un fuego devorador. En breve serán los duraznos los que florecen. Después los cerezos. Después los perales. Todos los árboles. Todos en vistosa apoteosis. Todo un juego, en todo caso –estos árboles no dan fruto, no dan ciruelas, no dan duraznos, no dan cerezas, no dan peras; o, si lo dan, no sirven. Agotan los ardores de la savia en la superabundancia de enormes flores, enormes como nunca se vieron en otra parte; contribuyen, en meras orgías de colores, a la increíble hilaridad del escenario, a la supina risotada primaveral; nada más. Sirven en todo caso de pretexto a los mil motivos de desbandada hacia los campos, de estos buenos japoneses, calabaza al hombro, musumé al lado, el alma abandonada abierta a los esplendores.
Son estas floraciones paradojales, tan características del suelo nipón, las que dirigen a cada momento el pincel nativo hacia esos refinamientos de matices que la estética occidental no comprende; son ellas las que inspiran en los artistas esos tan frecuentes fondos de paisaje salpicados de blancos y rojos, la reminiscencia del instante en que las flores se defolian y caen desde lo alto, en un chubasco de pétalos.
En simpatía con los árboles, son las hierbas,
las plantas, los arbustos, los que se visten de hojas y adornan de flores. Ya a
lo largo de los muros acechan, por entre las piedras, las violetas silvestres; y
el suelo prosperará de musgos, de helechos, de pastos, de bambús y de humildes
gramíneas; y se teñirá de blancos, de azules, de amarillos, de escarlatas, de
rojos, de mil colores, de mil flores sin nombre, apenas conocidas por los
insectos, que son botánicos eméritos y saben de salteados colores donde las
corolas ofrecen los manjares más deliciosos. Ya florecen los junquillos, las
camelias. Van a florecer las glicinas, las azaleas, los iris, los lirios, los
narcisos, los convólvulos, las peonías, la legión vegetal.
Los ciruelos, por aquí en las cercanías de
Kobe, se verán en la pintoresca colina de Okatomo, o en Suma, en el dominio de
un templo famoso. Los duraznos veremos en Momoyama, donde florecillas rosadas
se incendian por cortos días. Las cerezas, particularmente queridas por los
japoneses, en uno o dos templos de Osaka; o en la célebre colina de Arashiyama,
en Kioto, bordeando la ribera de Hozukawa, caudalosa y rumoreante; o, en el mismo
Kioto, en el parque de Maruiyama, donde un sólo árbol, el vetusto cerezo de la noche de Guion, de
delicadas ramas colgantes, se ha ganado los entusiasmos y estrofas de no sé cuántas
generaciones de amantes y poetas, que junto a él se sientan, de día o de noche,
absortos en el éxtasis del espectáculo; o incluso en Yoshino, el lugar
preferido por excelencia, sitio montañoso y agreste, pero por eso mismo frecuentado
por los grandes entusiastas de la naturaleza; Yoshino, con su sentida leyenda
de un monarca fugitivo, y con el peregrino rapto de sus mil –cuenta justa,
afirman- cerezos, muchas veces macrobios, ofreciendo aquí, allá y acullá, en un
valle, sobre un puente, al borde de un precipicio, las escenas más sorprendentes
y arrebatadoras, al punto de parecer los árboles en flor, copos de nubes
blancas raspando la hierba del paraje. La glicina, o fugi, se ve en Nara, la vieja ciudad clásica; las ramas trepadoras
enroscándose en los troncos de las chryptomerias gigantes, y los largos racimos
blancos y los largos racimos rojos colgando al capricho de las brisas.
Peregrinaciones indescriptibles de gracia pagana, de vida exuberante, estas peregrinaciones, que se unen al bello cuadro de la naturaleza, de una majestad conmovedora y deslumbrante, la hilarante kermesse del pueblo en celebración. Tiendas con banderolas que exponen mil artículos; asientos improvisados para comidas frugales; los hombres en bandos para jugar; los niños brincando y carcajeando, vestidos primorosamente de sedas de mil tonos; mujeres de todas las condiciones, graves madres deliciosas, niñas recatadas ataviadas de flores de invernadero, presuntuosas cantantes callejeras, campesinas en ropas escarlatas, gueshas de refinado lujo y de ovales encantos como ídolos, todas ellas cosméticas, todas aromas, todas sedas rugientes, todas mímicas y requiebros, asombrosas.
Al final de la fiesta, la ola humana es
curiosísima: cada cual empuñando un tallo florido, cada cual con su envoltorio
para el regalo de estilo a los amigos que no fueron; las mujeres comentando las
escenas con gestos y risitas; los niños rebosantes de frutas y pasteles, cansados,
somnolientos, divagando; los hombres contentos, no muy firmes, con las frentes y
los párpados enrojecidos, como si los delatara el pecadillo de haber bebido más
de lo conveniente.
En esta contemplación de los escenarios está
el alma del nativo. Les voy a reproducir un dato que apareció en un periódico
local hace unos días, y que define la tierna puerilidad panteísta de estas
personas únicas: -“En Himeji, ya se dio fe este año de dos flores de cerezos”, dos, ¡es sobre todo delicioso!... El
hombre de Occidente piensa, el japonés mira; he ahí la enorme diferencia que
los separa. El placer de los ojos y la alegre preocupación de todos; se vive en
el presente, para gozar del momento, para sonreír a las cosas; y puede que sea
esta la manera más coherente del ser humano de prestar culto a sus dioses, al
Creador, que le impone en la tierra una misión.
En aquella primera mañana primaveral, salieron de los bosques más temprano, en bandadas alegres, en altos vuelos serenos en busca de aventuras, chocarreando, lanzando a los vientos sus carcajadas de burlas, los cuervos, en los cuales tan bien encaja, sin saber yo porqué, el nombre japonés de karuçu. El gorrión parloteaba de amor y escapó resueltamente de los pueblos en busca de los campos. Una mariposa amarilla –apostaría que la primera de la estación- cruzó en un vuelo mi jardín. Sobre cada flor se posaba un insecto, una mosca, o abeja, o avispa, o escarabajo, o moscardón, venidos no sé cómo, por hechizo, pues hacía largos meses que nadie les ponía un ojo encima; y no tarda que llegue la inmensa escoria alada, cigarras, saltamontes, mosquitos, polillas, saca-ojos, los gánsteres del aire, todos bullicio, colores y vida!... Por los arroyos, por los canales de riego, a lo largo de las calles y caminos, ensordecían por primera vez desde sus cubiles los sapos, roncando; y de dos en dos, graves… pero no estoy ahora para contarles lo que hacían en los canales y en los arroyos, los sapos, graves, de dos en dos.
En los rostros de la gente, sugestionada,
embriagada de aromas, se pintaba una alegría nueva, una recrudescencia de
actividad animal. Las muchachas pasaban más animadas, en alegres kimonos, claros, descalzas sobre las
sandalias por primera vez después del invierno, sus pies muy blancos, muy
mimosos, tras el recatado abrigo de los meses fríos. Encontré luego, en una
esquina, una musumé que vendía
huevos, y un vendedor ambulante de cestas y escobas; habían puesto en su suelo
sus productos, conversaban en secreto, mas con intensa vivacidad de expresión;
él la agarró por la muñeca, bruscamente; y ella, riendo, a juzgar por el brillo
de los ojos y por la carita alborotada de deseos…, se entregaba, en promesas.
Pues fue aquel día que yo, en vez de vagar por
los campos, como los bellacos –ya no digo ir a vender cestas y escobas por las
calles-, me encórvate cuidadosamente y fui a tocar la puerta de un amigo. Se trataba
de una fiesta infantil, lo que quiere decir, de un pretexto para adultos.
Efectivamente, se exhibía, frente a una docenes de niños y otra de personas
circunspectas, un graphophone americano; grafófono, o cosa parecida; un phone cualquiera en todo caso; que esto
de phones, para quien cursó clases de physica hace ya cerca de treinta años, es
de una complicación tal, que la gente nunca llega, por más que se aplique, a
dictaminar con seguridad en el asunto.
Pero les puedo ahora traducir la
dolorosísima impresión que la fiesta me dejó. Excentricidad mía, sin dudas. Se introducía
en una caja un cilindro apropiado para el caso y se daba cuerda al instrumento…
¡pero a quién estoy enseñando el padre nuestro!… Entonces, un americano
fañoso, desenfrenado, como con aires de borracho y ademanes de exhibidor de saltimbanquis,
a punto de deshilachársele la casaca llena de manchas y con una corbata blanca
que llevaría sin quitarse unas seis semanas, hablaba al público, anunciaba la
casa comercial de Nueva York, y lo que enseguida iba a oírse. Eran cancionetas
chulas, solos de flauta, estruendos de orquestas, devaneos de viola, discursos
grotescos; y todo aquello, y las voces del público que reía, que vociferaba,
que batía palmas, que pedía bis,
niños berreando, damas aguantando la risa, caballeros soltando chistes, todo
aquello, indistintamente, salía de la caja hechizada y llenaba la sala donde me
hallaba, como si una multitud de moluscos, viniendo de América, viniendo del
infierno, la hubiese invadido por sorpresa.
¡Pero qué inmensa tristeza!... Como yo
maldecía, en aquella hora, esos inventos de la época, esos artilugios sorprendentes,
monstruosos, que vienen a burlarse de la vida y a asesinar el arte, asombros
fugaces que pasan, reminiscencias, saudades, todo lo que es dulce al espíritu…,
porque –afirmo en tanto las palabras puedan traducirme el pensamiento-, a fin de cuentas, me quedó una desconsoladora noción de desprestigio de la
existencia, y de burla a las leyes del mundo, a la ley de la sucesión de los
hechos en el tiempo; y vi en mi mente a un grupo de viejos alquimistas soltar
las retortas, por un momento, y venir a gritar a la creación, enviando al cielo
las carcajadas:—“¡Déjate de imposturas, sabemos tanto, hacemos tanto como
tú!...”-. Ya no es suficiente con la fotografía, esa irreverente artimaña que juega con los ausentes, con los difuntos, con el mundo distante, dándonos a cambio
del sentido recuerdo que guardamos, el fantasma, en contornos, de lo que escapó
de nuestros ojos. Ahora es el gramófono, que eterniza los sonidos, la voz de
los lejanos, la voz de los que morirán. Muerte, ausencia, ya no tienen razón de
ser en los diccionarios. Para el caso a que me refiero, acá continúa el
irrefrenable americano vomitando sus discursos, los músicos tocando, los
cantantes cantando, el público riendo, llorando, aplaudiendo, bromeando. Ocurrieron
así estos hechos hace dos años, hace cinco años, hace diez años. A estas horas
el americano estará muerto, ¿cuestión de alguna borrachera más fuerte que lo
postró?, el niño que lloraba, ¿dormirá también en una tumba, pobrecito?, la
dama que reía, ¿estará loca, en un asilo?, el hombre que aplaudía, ¿en una
cárcel, cumpliendo sentencia? Nada importa. La maquina los llama, los reúne, los
resucita, los renueva para la pandilla de un momento de la existencia; el
pasado es presente; y la máquina los agita, los empuja hacia el interior de
nuestras casas, para divertirnos a costa de ellos mismos.
¿Primavera? Estaba pensando en mis retoños. ¿Primavera?, ¿ríe la naturaleza?, ¿florecen los árboles?, ¿cantan los pájaros? ¿Es una realidad? ¡Ah!, tal vez no, pues hoy a un fenómeno sustituye casi siempre una industria; y los espectáculos del Padre del Cielo casi todos ya fueron suprimidos, porque aburrían a la humanidad... Cada día que pasa, se registran cien descubrimientos, cada uno de los cuales tiende a borrar de nuestro espíritu la leyenda del misterio, de lo incomprensible. La vida, el mundo se reduce a maquinas, a dispositivos más o menos complicados. Dulce primavera, ¿quién me hechiza? Cambia. Ven aquí máquina, ¡apuesta! Quién me asegura que esta no fue una primavera servida a mis abuelos hace más de un siglo, grabada en un cilindro e impuesta después como nueva, de tanto en tanto, a los cretinos, que aplauden?
Y a propósito de la Primavera que irrumpía, dos palabras sobre otra Primavera, que moría, por la misma época. No habrá nadie, imagino, que, habiendo estado en Kobe, no conozca Nunobiki, la cascada. Y que el sitio, por su merecida fama, es un paseo obligado de todos los que llegan, si bien toma unas dos horas. No hay conductor de carro, guía de viajeros, un cualquier alcahuete a la caza de gente que desembarca de los paquebotes, que se olvide de indicar, como primera diversión, ir a la caída de agua. Allá van todos. Allá fui yo, una vez, como viajero, y muchas veces, después, como residente, residente en ocios, atraído por los apacibles escenarios. Allá arriba, muy arriba de la montaña, y salpicada de espuma y acariciada de rumores, en la penumbra del yermo apretada entre roquedales, cubierta de ramaria silvestre, estaba la casa del té, la cháya tradicional, ofreciendo reposo por algunos minutos y una bebida al forastero extasiado, sin que faltasen las sonrisas, las reverencias, que prodigan ampliamente las muchachas que se ocupan allí de la venta. Hace algunos años, me dijeron, eran tres las muchachas, tres hermanas, –las tres gracias-, pero yo solo conocí a dos, habiéndose casado la otra con un empresario europeo, como escuché. Yo solo conocía a dos: O-Tane San, la Señora Simiente, y O-Haru San, la Señora Primavera. Como puede presumirse, eran las japonesas más populares de todo Kobe; de las cuales los forasteros, tal vez no me equivoque, considerando los muchos millares que en estos últimos seis años han visitado el Japón, guardan una reminiscencia, una saudade… ¿Dos hadas del bosque hechizando a los incautos? No tanto: como mucho, dos sirenas de agua dulce, simplemente amables, simplemente gentiles, vendiendo graciosamente una taza de té, sin azúcar, al modo japonés, y regalando una sonrisa, tan dulce, que quita al té su propio toque, incluso para el paladar más exigente. Yo prefería Simiente, a Primavera. Era más fresca –fresca como su lindo nombre— y más aterciopelada la mirada negra, y más esmerada en los kimonos de seda y en la curva en alas de mariposa de los cabellos. Con ella platicaba, con ella reía, que la risa es el lenguaje más usual de esta tierra; y tomándola de las manos, le pregunté quién había sido el delicado, inglés, ruso, coreano, hotentote, que le ofreció aquel anillo con un zafiro, que tan bien ensartaba en su dedo color de rosa…
Pues muy bien. Se sabe que en materia de
progreso material el Japón anda a galope. Acordaron no hace mucho estos señores establecer una empresa para la distribución del agua a domicilio, en Kobe. La idea
no es nueva. Ya Yokohama, Osaka, Nagasaki y ciertamente otros centros, gozan de
instituciones de la misma especie. Lo que es una lástima, –si vale la pena a la
gente aferrarse a bagatelas,- es que así, alcanzado por la turbulencia reformadora que está acabando con todo lo pintoresco de este pueblo, tienda a desaparecer
poco a poco… el pozo clásico de antaño, con un borde circular tallado en una
sola piedra, el elegante porche sostenido por dos maderos, los cubos colgando
de los dos extremos de la cuerda de cáñamo, que se desliza hacia la tosca rama
central; ubicado en plena cocina doméstica, o a un lado del jardín, o en
una vereda accesible a un montón de vecinos; y cerca las vasijas de uso, baldes,
ollas, cucharones, de la más graciosa y original artesanía, de las que las
criadas, medio-desnudas, emplean en sus servicios, demorándolos para alargar
chácharas propias del sexo y todavía más de las japonesas; he aquí el pozo,
correspondiendo a un cuadro muy característico de la vida íntima, el pozo que
los adorables pinceles de los maestros de la pintura se complacían en
reproducir mil veces, enmarañándolos en las ramas de las trepadoras, de las asagao, cuyas bellas campánulas de variados
colores se abren al nacer el sol y fenecen poco después.
En el caso de Kobe, se dirigieron desde el inicio los picos y azadas hacia la montaña de Nunobiki, donde el agua brotaba de un manantial interminable; y, a fuerza de brazos y de dinamita, con la intención de desviar el torrente a los embalses de la empresa, se produjo tal desastre abatiendo los árboles, cortando las rocas y cavando la tierra, que el encanto del sitio desapareció, quedando el paisaje en ruinas. Rigurosamente hablando, la cascada dejó de existir. La cháya, tal como la conocimos en su rústico y pintoresco entorno, forzada por las excavaciones a cambiar de puesto, tampoco existe. ¿Y las muchachas?, desde luego, tenían también que desaparecer. En efecto, la Simiente se casó con un japonés y escapó así… y hago votos para que su nombre le sea de buen augurio, e invoco a los hados para que concedan a los cónyuges una prole feliz y numerosa; y la Primavera murió; murió por azarosa coincidencia, cuando la otra Primavera iba a renacer, dar vida y flores a los árboles, no a los de la cascada, a merced de la nueva empresa. Murió tísica; su cascada, donde naciera, donde vivió veinte años, con su eterna penumbra crepuscular, con sus rocas chorreando eternamente, con su ambiente eternamente húmedo, roídos sus pulmones…
Pobre Primavera… Pero quizá no murió, piensen
bien en esto que les digo; aun cuando nadie más lograse verla, aun cuando las
amigas hubiesen acompañado al cementerio su cuerpecito inerte… Su retrato ya recorre
el mundo, en postales fotográficas, vendidas en las tiendas, perpetuando su
carita. Y nada más posible que el hecho de andar haciendo dinero por las
ferias, hoy, mañana y de aquí a cuarenta años, un sujeto cualquiera escoltado con
un gramófono, un phone cualquiera
americano… Entonces imaginemos la parranda: —Cilindro apropiado; désele cuerda…
La plebe escucha poco más o menos lo siguiente: —“¡Gran compañía de
grafófonos de Nueva York y de París! Escena de la famosa cascada de Nunobiki, en Japón!”—Y la plebe continúa
escuchando: ahora es el murmullo continuo, sollozante, del agua despeñándose de
roca en roca; trina un pájaro vagabundo; un francés bate palmas, pide cerveza;
un inglés pide whisky; un nipón pide té; la voz de la Señora Primavera vibra
distinta, fresca, dulce; Primavera se deshace en disculpas, en risitas, dice
que ya va, que no tarda; pero el inglés tiene prisa, repite su pedido con
amargura: y entonces el instrumento es perfecto: —¡oh, maravillas de la
ciencia!— que se escucha hasta el chasquido de un beso, que es naturalmente del
francés.
1899
Traducción: Pedro Marqués de Armas
De PAISAGENS DA CHINA E DO JAPÃO, LISBOA, LIVRARIA EDITORA VIUVA TAVARES CARDOSO, 5, Largo de Camões, 6, 1906, pp. 33 y ss. (Fragmento en curso).