martes, 28 de septiembre de 2021

Sufría tanto por ser rumano


Emil Cioran 


He vivido estos acontecimientos como algo inaudito, imprevisible. Asistimos a la resurrección trágica de un pueblo, que yo creía desde hace mucho tiempo liquidado, y que va probablemente a recuperar su salud a partir de una catástrofe sangrienta. Debo una confesión: en el momento en que ha comenzado la insurrección, me disponía a escribir un artículo contra los rumanos, que se titularía «La nada valaca» por referencia al principado del Danubio que formó con la Moldavia el antiguo reino de Rumania. Y con referencia, sobre todo, a la historia de una nación desventurada y fallida, de un pueblo suicida. Los acontecimientos me han hecho cambiar de opinión y renuncié a este proyecto. De ello estoy contento.

 Ha de ser una extraña paradoja -me dirán- que Rumania, de donde salí hace más de 50 años, venga hoy a enterrar mi filosofía escéptica, la cual es considerada como radical e intolerante. En realidad, mi escepticismo jamás ha estado ligado a las circunstancias, pero he sufrido mucho, es verdad, por ser rumano. Incluso tenía un profundo desprecio por mis compatriotas. Como casi todos los rumanos, he desarrollado un lastimoso complejo de inferioridad, que tiene sus raíces en la historia profunda, mucho más allá de la dictadura de Ceausescu. En el Imperio Austrohúngaro, nosotros éramos inexistentes: en Transilvania, los rumanos no eran esclavos sino seres primitivos, personas de tercera, después de los húngaros, después de los alemanes.

Uno de los poemas más citados en Rumania dice: «Despierta, rumano, de tu sueño de muerte». No es por azar que la insurrección haya nacido en Timisoara, al oeste del país, donde el 30% de la población es de origen húngaro. Supongo que los rumanos de cepa, en el resto del país, recibieron esta señal como una bofetada. Y los rumanos se despertaron de su sueño de muerte... bueno, no hay que creer que el suicidio es una especialidad rumana. Es más bien una invención húngara, me parece, lo cual, dicho por mí, es un cumplido. Durante mucho tiempo me pregunté: ¿por qué los rumanos no se suicidan en masa? Uno no puede imaginar hasta qué punto han podido sufrir; es impensable visto desde aquí. ¿Cómo puede uno vivir entre el miedo mórbido de los vecinos, de los propios hijos, de la sombra misma?

Con una política hábil y fundada del todo sobre el cálculo (la no ruptura con Israel, la distancia frente a Moscú, etc.). Ceausescu había incluso logrado engañar a los intelectuales. Siempre recordaré un paseo que hice sobre «Le pont-neuf», a las dos de la mañana, en compañía de mi amigo Noicea, probablemente el más grande filósofo rumano. Me decía «¿Qué tienes contra Ceausescu? No te comprendo...» ¿Lo creerán? ¡Noicea acababa de pasar seis años en las prisiones rumanas!

Un sentimiento de frustración apareció después del juicio a puertas cerradas y la rápida ejecución de Nicolae y Elena Ceausescu: ¿ahorrándose un proceso público, la democracia rumana no se habrá privado de un símbolo, una tribuna, un trampolín? Pienso que el miedo es un sentimiento que no se arranca tan fácilmente del corazón de los hombres. Dejando al tirano con vida, los nuevos responsables habrían tenido la impresión de que le dejaban una oportunidad. Sobre todo, que le daban una esperanza a sus esbirros armados, con los cuales tenía las mismas relaciones histéricas que Hitler con los SS, fenómeno que retrasó la capitulación de Alemania al final de la guerra. La idea de un proceso es sobre todo occidental. Por el contrario, había un serio riesgo de complicar la situación, en el momento mismo en que los miembros de la Securitate, no lo olvidemos, se abandonaban a su locura criminal. En este contexto, la ejecución de Ceausescu fue también un símbolo: significaba que la página más tenebrosa de la historia rumana había pasado. Hicieran lo que hicieran, los canallas desesperados estaban perdidos. Por otro lado, tengo confianza en Ion Ilescu, quien preside el Frente de Salvación Nacional. Sabía desde hace mucho que era la esperanza de Rumania. Ahora, habrá que observar el juego de los soviéticos. Todo está ahí.

En medio siglo, nunca he regresado a Rumania. Hoy, ¿tengo deseos? Sí y no, lo único que me atrae son los paisajes de los Cárpatos, que rodean al pueblo de mi infancia, Rasinari. Había un jardín y un cementerio. Me gustaba el cementerio, donde un sepulturero, viejo sabio y muy filósofo, me proveía de cráneos. Vivíamos él y yo una especie de idilio fúnebre. Llegué a pensar que me debería quedar en ese pueblo, entre campesinos analfabetas. Deploro la desaparición de los analfabetos, esa imagen de una humanidad primitiva, anterior a la civilización. Desde este punto de vista, la sociedad iletrada con la que soñaba Ceausescu habría colmado mis anhelos. Pero él la deseaba por razones diferentes. Era para tener esclavos. Cuando un pueblo muere de hambre, sacraliza la cultura, no la posee; el hambre continúa sojuzgándolo por medio de procedimientos ilusorios. Uno está condenado a no comprender nada de la tragedia rumana si no percibe que el problema es de entrada la subalimentación. Esta es responsable de una creciente tasa de impotencia sexual entre los jóvenes. ¿Qué valen los libros junto a esto?


El Nacional, Política, Núm. 38, México, 25 de enero 1990. Tomado de Nueva Sociedad Núm. 108 Julio-Agosto de 1990. 


viernes, 24 de septiembre de 2021

De fusilamientos

 


Julio Torri

 

El fusilamiento es una institución que adolece de algunos inconvenientes en la actualidad.

Desde luego, se practica a las primeras horas de la mañana. “Hasta para morir precisa madrugar”, me decía lúgubremente en el patíbulo un condiscípulo mío que llegó a destacarse como uno de los asesinos más notables de nuestro tiempo.

El rocío de las yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del ambiente nos arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña desaparecen con las neblinas matinales.

La mala educación de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía peculiar de los soldados. Aun los hombres de temple más firme se sienten empequeñecidos, humillados, por el trato de 21 quienes difícilmente se contienen un instante en la áspera ocupación de mandar y castigar.

Los soldados rasos presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos; crecidas las barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en las personas. Aunque sean breves instantes los que estáis ante ellos, no podéis sino sufrir atrozmente con su vista. Se explica que muchos reos sentenciados a la última pena soliciten que les venden los ojos.

Por otra parte, cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de pésima calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una ignorancia candorosa en materia de malos hábitos. Acontece otro tanto con el vasito de aguardiente, que previene el ceremonial. La palidez de muchos en el postrer trance no procede de otra cosa sino de la baja calidad del licor que les desgarra las entrañas.

El público a esta clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gente de humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una actitud sobria, un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis compelidos a las burdas frases de los embaucadores.

Y luego, la carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene ese estilo ampuloso que aflige al connaisseur, esas expresiones de tan penosa lectura como “visiblemente conmovido”, “su rostro denotaba la contrición”, “el terrible castigo”, etcétera.

Si el Estado quiere evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última pena, que no redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que purifique solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un acto que a los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia.



miércoles, 15 de septiembre de 2021

El puerto de la buena arribada

 

Pedro Marqués de Armas


Pude ver hace unos años en la Alte Nationalgalerie de Berlín, el famoso cuadro de Arnold Böcklin La isla de los muertos (Die Toteninsel). Como se sabe, fascinó a espíritus tan diferentes –aunque transidos de romanticismo– como Nietzsche, Freud, Strindberg, Munch, Lenin, Dalí, Rachmaninov, Clemenceau… y Hitler. Este último se hizo con una de las cincos versiones que realizó el pintor suizo, retratándose con ella de fondo mientras firmaba en la cancillería del Reich, el 12 de noviembre de 1940, el pacto con Molotov. Una pequeña barca se dirige hacia una isla peñasco, cuyo embarcadero escoltado de cipreses de densísimas sombras, semeja la entrada del más abismal y aislado (insular) sepulcro. Sobre la barca, donde transportan un ataúd, un remero de gorro rojo rinde los últimos movimientos junto a una figura de blanco que, de tan erecta, parece a la vez Caronte y el muerto en estatua convertido.

El cuadro llegó a ser tan popular que su reproducción comenzó a aparecer por todas partes: teatros, escuelas, salones, tabernas, y hasta en el comedor de cualquier vecino. En su novela Desesperación (1934), Nabokov señala que podía encontrarse “en todos los hogares de Berlín”. En esta misma ciudad, por lo que se cuenta, caló a fondo el gusto de la burguesía. En Barcelona. Museo secreto, Ignacio Vidal-Folch nos orienta sobre el influjo que la pintura tuvo en el arquitecto Josep Maria Pericas y los artistas Borrell y Oslé, al punto de ser tomada (conscientemente o no) como modelo para el monumento al poeta Verdaguer. “Aquí está la pequeña isla, y en ella tres segmentos de balaustrada que sugieren el hemiciclo con las oquedades de las tumbas, y los fúnebres cipreses”, mientras “la figura siniestra que se acerca en un esquife ha sido elevada sobre la columna, pues lo arquitectos no iban a dejarla sobre la calzada…”.

Cualquiera que se acerque al monumento en la intersección de Diagonal y Paseo de Sant Joan, al menos si tiene ganas de ver, o de solazarse en “fúnebre caminata” –como diría otro poeta, el cubano Virgilio Piñera–, podría comprobar el enorme parecido entre estas dos cumbres de soledad insonora que ligan la Atlántida platónica a la imaginada –aunque casi palpada– por el viajero cura catalán, como no menos, al gusto cívico estatuario de los años que preceden al fascismo. En sus numerosos viajes como capellán del vapor Guipúzcoa, insignia del progreso español, Verdaguer recaló no pocas veces en La Habana, y de tanto atlántico, tanto ciclón e isla a la deriva, concibió su también pasmoso poema L’ Atlàntida.

Cierto que los surrealistas tiraron de Böcklin, y en particular de este cuadro, cuyas resonancias resultan obvias en De Chirico, Dalí, Magritte, y Max Ernst, donde vemos una y otra vez la erecta figura de blanco que, ya algo inclinada en la quinta versión de La isla de los muertos, se convierte en éstos, pasto de sueños, en gaseiformes configuraciones oníricas.

Prefiero, sin embargo, otra obra del pintor suizo: Autorretrato con la muerte tocando el violín. Acá le vemos de frente (en su propio espejo), custodiado por un cráneo que se le encima amigable mientras rasga, con mano descarnada, el instrumento. A una inclinación responde otra: la de quien se apresta a escuchar. En definitiva, la muerte visitó a Böcklin con ardua frecuencia, al extremo de arrebatarle a ocho de sus catorce hijos. Y por si no bastara, su estudio en Florencia frente al cementerio inglés, donde yacían varios de los suyos, debió resultarle un perenne memorándum.  

Venga o no al caso, no puedo dejar de asociar el cuadro que vi en Berlín con esa otra isla cementerio que es Cuba. Para los indios de La Española, aquel largo islote al oeste era el país de los muertos, más conocido por ellos como Coaibai. Era allí a donde iban las almas de los taínos que, como se sabe, no conocían el otro extremo del territorio, donde el sol moría y que relacionaban con las tinieblas nocturnas. Muertos la mayoría a causa de virus importados, del trabajo en las minas, el filo de la espada o la soga propia, dejarían una suerte de “herencia maldita” operando en la Historia de la que habló –y hablaba en serio– Lino Novás Calvo en su ensayo El pathos cubano (1935). Una herencia que supo captar también el conradiano Federico de Ibarzábal en su mejor cuento, uno de los mejores de la literatura cubana, titulado precisamente La isla de los muertos (1934).

El cuento de Ibarzábal era apenas alegórico respecto a Cuba, pues no se puede decir –en la ruta de Veracruz, entre manglares y cayeríos, y a la caída de un régimen títere y necrocómico– que esa isla de la que huyen Olsen y Bergen, esa isla “en la desolación de su destino como un enorme catafalco”, no fuera otra que Cuba. Cómo no reconocerla en estos trazos que, por interpuesta herencia fatal (no por lezamesca metáfora), siguen operando cada vez de modo más exponencial en nuestra historia:

“Unos camiones enormes, de altas paredes metálicas, cruzan con terrible estrépito. A Olsen le parecen carros para la basura, pero Bergen insiste en que son grandes depósitos de cadáveres que van a ser precipitados al mar”.

En lo que las almas de aquellos que habitaron las “casas lapidadas” descienden a ras de tierra, ambos marineros atraviesan la ciudad para topar solo con basureros y derrumbes, imprentas desechas y una “población de cadáveres” entre unos cuantos soldados enterradores que ya no encuentran a quién más fusilar.

Si en otros dos grandes textos de la época, El Presidio Modelo de Pablo de la Torriente y Un cementerio en las Antillas de Hernández Catá se daba testimonio del horror, en el cuento de Ibarzábal se llega más lejos por cuanto anticipa –por varias décadas– el fin de un Estado que se llevará por delante, luego de triturarlo hasta la saciedad, a su pueblo.

Irónicamente, el embarcadero de Arnold Böcklin se hace llamar aquí el Puerto de la Buena Arribada.



domingo, 5 de septiembre de 2021

A tumba abierta

 


Catherine Millot


Algún tiempo más tarde, acompañé a Lacan a visitar a Heidegger en Freiburg-im-Breisgau. Se enteró de que había tenido un accidente vascular cerebral y quería, según sus propias palabras, verlo otra vez antes de que muriera. Le conocía desde hacía tiempo, había ido a visitarlo por primera vez a principios de los años 1950 con Jean Beaufret, que había sido su analizante. Lacan tradujo al francés uno de sus textos, titulado Logos, que se publicó en la revista La Psychanalyse en el año 1956. En 1955, Heidegger fue invitado por Beaufret y Maurice de Gandillac a una charla en Cerisy-la-Salle. En el camino de vuelta, Heidegger y su mujer se quedaron en Guitrancourt unos días. Lacan les mostró la región en coche, a tumba abierta como de costumbre, sin tener en cuenta los gritos de la señora Heidegger.

Fuimos en avión a Basilea, donde visitamos el bellísimo museo de bellas artes, y luego alquilamos un coche para ir a Friburgo, donde nos esperaban.

Los Heidegger vivían en una casa relativamente nueva en un barrio residencial, que no recordaba mucho a las imágenes de la cabaña en el bosque que yo asociaba con el filósofo. Tan pronto entramos, la señora Heidegger nos ordenó ponernos las zapatillas que reservaba a los visitantes. Por mis orígenes en el Valle del Jura sabía que eso era costumbre de las regiones montañosas, debido a la nieve. En los países nórdicos, que yo también conocía, la gente se quita los zapatos al entrar en una casa. Pero estábamos en abril y comprobé que nos habíamos convertido en portadores de todas las suciedades del mundo exterior. Freud me había enseñado que para el inconsciente lo exterior es sinónimo del extraño, es decir, del enemigo y lo que en general es detestable. Yo estaba dividida entre el sentimiento desagradable de ser una intrusa y la risa contenida que me provocaba el insospechado contraste entre las zapatillas y la metafísica.

Nos hicieron pasar al salón donde Heidegger estaba estirado en una chaise longue. Sin más tardar, Lacan se sentó a su lado y empezó a informarle de sus últimos avances teóricos con los nudos borromeos, que estaba desarrollando en su seminario. Para ilustrar su discurso, sacó de su bolsillo una hoja de papel doblada en cuatro, en la que dibujó una serie de nudos para mostrárselos a Heidegger, quien durante todo aquel rato no dijo una palabra y mantuvo los ojos cerrados. Me pregunté si de este modo expresaba su falta de interés o si todo ello se debía al debilitamiento de sus facultades. Lacan, que no era dado a rendirse fácilmente, insistía y la situación amenazaba con eternizarse. Por suerte, la señora Heidegger volvió y puso fin a la «entrevista», al cabo de un tiempo determinado, para «no cansar a su marido». Calzados con nuestras zapatillas rehicimos nuestro camino hasta la salida, no sin antes haber sido invitados a reunirnos con la pareja en un restaurante cercano.

Manifiestamente molesta por las zapatillas, tan pronto estuvimos fuera le pregunté a Lacan si la señora Heidegger había sido nazi. «Por supuesto», me respondió.” En aquella época se hablaba mucho de la relación de Heidegger con el nazismo. El libro de Víctor Farias aún no se había publicado.

Durante la comida, Heidegger se mostró algo más locuaz, pero la conversación fue poco animada. Lacan, que leía el alemán, no lo hablaba, por decirlo de algún modo. Nuestros huéspedes se defendían mal en francés. Antes de separarnos, Heidegger me dio una fotografía suya, en formato de postal, y en su dorso escribió: Zur Erinnerung an den Besuch in Freigurg im Bu. Am. April 75, sin mencionar mi nombre. Me sorprendió un poco esa fotografía para fans que yo no había pedido, pero la conservé piadosamente. Uno de mis pacientes, que vio la foto sobre la estantería de mi biblioteca, me preguntó si era mi abuelo.


La vida con Lacan, NED ediciones, Barcelona, 2018, pp. 88-91.