viernes, 28 de julio de 2023

El regreso



Rogelio Saunders


Caminé por aquella extensión desierta.

Primero vi una cama y luego la otra, cerca de una caseta de paredes blancas.

Parecían camas de hospital, pero no lo eran.

Vi que sobre el colchón de la primera había una sábana gris, y luego descubrí que había otra sábana gris en la segunda. Eran dos sábanas grises idénticas. O casi, porque la segunda estaba manchada, con unas manchas oscuras o dibujos (no podía decidirlo).

Vi después a la muchacha alta, hermosa, de piel oscura y ojos muy grandes. Era la India. La reconocí enseguida, y la llamé. Pero, aunque se me quedó mirando, no pareció reconocerme. Dio la vuelta y echó a andar con paso rápido. Parecía estar molesta por algo. O mejor dicho: furiosa. Se dirigió a una puerta detrás de la cual sin duda estaba su padre. Yo no podía entrar allí, de modo que tomé otro camino y me adentré en un laberinto de casas bajas y pasillos estrechos. El sol debía estar en alguna parte, pero su luz apenas se filtraba por entre las hojas verdes y anchas. Sin saber cómo me encontraba dentro de la casa de alguien. Fue un acto imprudente, porque seguramente ese lugar no tendría salida. Pero sí la tenía: luego de un rato salí a un pasillo que me pareció idéntico a aquel por el que había venido. Pensé que si seguía aquel pasillo que sabía que daba la vuelta en forma de una U cuadrada, me encontraría con la muchacha que saldría de la conversación con su padre. Pero ella debió tomar por otro camino, porque no la encontré. En cambio, me salieron al paso tres personajes desagradables. El más agresivo (el jefe, sin duda) se me encimaba en la estrechez del pasillo y me bloqueaba el paso. Me pareció incluso que tenía un arma en la mano. Dije un nombre compuesto de dos palabras (el primero que se me ocurrió).

—Antes de hacer algo de lo que pueda arrepentirse, pregunte quién soy.

Hubo una pausa incómoda, pero de algún modo dio resultado, porque pude seguir mi camino en esos corredores que parecían forrados con láminas de zinc.

Pasé junto a un niño pequeño que sin decir nada me tomó por el dedo meñique y siguió caminando conmigo, como si él y yo tuviéramos una relación desconocida, pero indestructible. Supe que era el hermano de aquella muchacha que había visto primero y a la que llamaba “la India”. Antes de soltar mi mano, me dijo algo que me impresionó vivamente, porque era una frase que sólo podía haber dicho una persona mayor.

Una muchacha esbelta vino caminando por el pasillo oscuro en dirección contraria. Al cruzarse conmigo, se detuvo. Me había reconocido. (Pero no dijo: “Eres tú”.)

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Lina  —me dijo.

Seguimos caminando juntos y salimos a una calle.

Al otro lado había un cercado de láminas de zinc oxidado con un portón. El portón daba a un patio cubierto de verde. Había mucha luz (una luz que probablemente venía del sol).

Nos sentamos a una mesa.

—Dime —le pregunté—: ¿yo he estado aquí alguna vez?

—Sí —me respondió.

—¿Y qué pasa con la India? —dije bruscamente.

—No se llama la India. 

—Ya lo sé, pero no recuerdo ningún nombre.

—Su padre quiere venderla —añadió.

Sin saber lo que significaba aquello, busqué otro punto de ataque.

—¿Y la niña que vivía en lo alto del edificio? (No todo eran casas bajas. También había un edificio. Muy alto.)

—Ana María —dijo.

No había nombres, pero Ana María si existía.

—Se ha ido a un convento —dijo.

Me quedé boquiabierto. Aquello era imposible.

—Aunque no lo creas —agregó—, cerca de aquí hay un convento.

Hubo una pausa larga, signada por la extensión de arena, por lo que había más allá de la caseta de paredes blancas.

—¿Qué ha pasado? —pregunté al fin.

—Ha pasado el tiempo, ______.

Lina había dicho mi nombre, pero no sonaba a nada, porque lo que había dicho primero me había dejado inmóvil, suspendido en el vaivén de una pregunta infinita.

Ésa es la desconocida franja en la que vivo, esperando el regreso.

 


                                                                                       (Berlín, 25.07.2023)



                                                                            Fotografía: Jason Langer

 

domingo, 23 de julio de 2023

Vida


 

Gonzalo Millán


Un pájaro vuela, galopa un caballo;
un gato trepa por un álamo;
un pez nada río arriba.
Las plantas cuando crecen
lentamente se mueven,
si extienden sus ramas,
se hunden las raíces en la tierra
y cuando abren sus flores.

El pájaro huye si se quiebra una rama.
El perro acude al escuchar la voz del amo.
Los peces vienen en masa
cuando se echan migas en el agua.
El animal salvaje, por ejemplo el puma,
olfatea de lejos a su presa.
Y la sensitiva cierra sus hojas
si casi se la toca.

Las aves se alimentan de insectos,
semillas, peces o alimañas.
Los animales pacen o se devoran.
El hombre es omnívoro.

El pez y el pájaro cubren a la hembra
en el viento o en el agua.
El perro se monta sobre la perra.
El hombre se tiende sobre la mujer
y entra por sus piernas entreabiertas.
Los árboles se fecundan con el viento.
El pez raja la ova;
el pájaro triza el huevo y deja el nido,
y uno echa plumas y el otro escamas.
El animal nace con pelaje de las entrañas.
La planta arranca de la semilla
y echa al aire corteza y vellos.
El hombre sale del vientre
desnudo y cubierto de sangre.

El lagarto cría nueva cola
si pierde la antigua,
y los cangrejos si pierden pinzas y patas
echan pinzas y patas nuevas.
Las heridas de hombres y animales cicatrizan;
los huesos quebrados sueldan solos.

Se desgastan las células,
los órganos, los tejidos.
Disminuyen las fuerzas vitales.
La muerte es el fin de la vida.