lunes, 17 de noviembre de 2014

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Kurt Vonnegut



Una vez fui propietario y director de un concesionario de coches llamado Saab Cape Cod en West Barnstable, Massachusetts. El concesionario y yo nos quedamos sin trabajo hace treinta y tres años. El Saab era, igual que hoy, un coche sueco, y ahora estoy convencido de que mi fracaso como vendedor en aquella época explica lo que de otro modo sería un misterio insondable: por qué los suecos nunca me han dado un Premio Nobel de Literatura. Un antiguo proverbio noruego dice: “Los suecos tienen la picha corta pero la memoria larga.”

Ahora bien: en aquella época, Saab tenía un solo modelo, un escarabajo parecido al Volkswagen, un sedán de dos puertas aunque con el motor delante. Tenía unas puertas suicidas que se iban abriendo en medio de la estela que dejaba el coche. A diferencia de otros coches, pero igual que un cortacésped o un fueraborda, tenía un motor de dos tiempos y no de cuatro. Por eso, cada vez que llenabas el depósito de gasolina tenías que meterle también una lata de aceite. No sé por qué, las señoras heterosexuales no querían hacerlo.

El principal argumento de venta era que un Saab podía dejar atrás a un Volkswagen en cualquier semáforo. Sin embargo, si usted o su persona amada no habían metido el aceite al llenar el depósito, el coche y sus ocupantes se convertían entonces en fuegos artificiales. También tenía tracción delantera, lo que resultaba muy útil en superficies deslizantes o al acelerar en curva. También tenía otra cosa, como me comentó un posible cliente: “Hacen los mejores relojes. ¿Por qué no iban a hacer también los mejores coches?” No pude menos que darle la razón.

En aquella época, el Saab estaba muy lejos de ser el emblema yuppie, elegante, potente y de cuatro tiempos que es ahora. Era más bien el sueño húmedo, por así decirlo, de los ingenieros de una fábrica de aviones que nunca habían fabricado un coche. ¿He dicho sueño húmedo? No se lo pierdan: había una anilla en el salpicadero conectada por poleas a una cadena del compartimento del motor. Al tirar de ella, en el otro extremo se alzaba una especie de cortinilla montada en un rodillo de resorte detrás de la rejilla delantera. Servía para que no se enfriara el motor mientras hacías una pequeña parada. De este modo, cuando volvías, si no habías estado fuera mucho tiempo, el motor arrancaba al momento. Pero si tardabas demasiado en volver, con cortinilla o sin ella, el aceite se separaba de la gasolina y se hundía hasta el fondo del depósito. Entonces, cuando volvías a arrancar, soltabas más humo que un destructor en un combate naval. Fue así como dejé a oscuras a toda la población de Woods Hole en pleno mediodía, tras haber dejado un Saab en un aparcamiento de allí durante cerca de una semana. Me han dicho que los viejos del lugar todavía se preguntan en voz alta de dónde salió aquel humo. Después de aquello empecé a hablar pestes de la ingeniería sueca, y por hacer el tonto me quedé sin Premio Nobel.





Fragmento de Un hombre sin patria, Editorial Planeta, S.A, 2006;  pp 149-152.

Traducción de Daniel Cortés Coronas 



  

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