Kurt
Vonnegut
Una
vez fui propietario y director de un concesionario de coches llamado Saab Cape
Cod en West Barnstable, Massachusetts. El concesionario y yo nos quedamos sin
trabajo hace treinta y tres años. El Saab era, igual que hoy, un coche sueco, y
ahora estoy convencido de que mi fracaso como vendedor en aquella época explica
lo que de otro modo sería un misterio insondable: por qué los suecos nunca me
han dado un Premio Nobel de Literatura. Un antiguo proverbio noruego dice: “Los
suecos tienen la picha corta pero la memoria larga.”
Ahora
bien: en aquella época, Saab tenía un solo modelo, un escarabajo parecido al
Volkswagen, un sedán de dos puertas aunque con el motor delante. Tenía unas
puertas suicidas que se iban abriendo en medio de la estela que dejaba el
coche. A diferencia de otros coches, pero igual que un cortacésped o un fueraborda, tenía un motor de dos tiempos y no de cuatro. Por eso, cada vez que
llenabas el depósito de gasolina tenías que meterle también una lata de aceite.
No sé por qué, las señoras heterosexuales no querían hacerlo.
El
principal argumento de venta era que un Saab podía dejar atrás a un Volkswagen
en cualquier semáforo. Sin embargo, si usted o su persona amada no habían
metido el aceite al llenar el depósito, el coche y sus ocupantes se convertían
entonces en fuegos artificiales. También tenía tracción delantera, lo que
resultaba muy útil en superficies deslizantes o al acelerar en curva. También
tenía otra cosa, como me comentó un posible cliente: “Hacen los mejores
relojes. ¿Por qué no iban a hacer también los mejores coches?” No pude menos
que darle la razón.
En
aquella época, el Saab estaba muy lejos de ser el emblema yuppie, elegante, potente y de cuatro tiempos que es ahora. Era más
bien el sueño húmedo, por así decirlo, de los ingenieros de una fábrica de
aviones que nunca habían fabricado un coche. ¿He dicho sueño húmedo? No se lo
pierdan: había una anilla en el salpicadero conectada por poleas a una cadena
del compartimento del motor. Al tirar de ella, en el otro extremo se alzaba una
especie de cortinilla montada en un rodillo de resorte detrás de la rejilla
delantera. Servía para que no se enfriara el motor mientras hacías una pequeña
parada. De este modo, cuando volvías, si no habías estado fuera mucho tiempo,
el motor arrancaba al momento. Pero si tardabas demasiado en volver, con
cortinilla o sin ella, el aceite se separaba de la gasolina y se hundía hasta
el fondo del depósito. Entonces, cuando volvías a arrancar, soltabas más humo
que un destructor en un combate naval. Fue así como dejé a oscuras a toda la
población de Woods Hole en pleno mediodía, tras haber dejado un Saab en un
aparcamiento de allí durante cerca de una semana. Me han dicho que los viejos
del lugar todavía se preguntan en voz alta de dónde salió aquel humo. Después
de aquello empecé a hablar pestes de la ingeniería sueca, y por hacer el tonto
me quedé sin Premio Nobel.
Fragmento
de Un hombre sin patria, Editorial
Planeta, S.A, 2006; pp 149-152.
Traducción
de Daniel Cortés Coronas
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