Eugenio
Florit
A la memoria de Mariano Brull y de Jorge
Guillen
La obra del traductor no es más —no debe ser
más— que un intento de aproximarse lo más amorosamente posible a la obra original
que está frente a nosotros, en el idioma en que fue escrita. Muchos pormenores
de fondo y forma se nos presentan al leer el texto. En poesía, especialmente,
lo que atañe al ritmo y a la rima —al sentido interior de las palabras— a su
música allí donde fue sentida y a la que tratamos de imitar en nuestra lengua.
Yo no he querido nunca buscar las consonancias
presentes en la obra original, porque allí es en donde se produce más la famosa
traición del traductor. El verso blanco nos ofrece mayor libertad para lograr
un resultado menos «traidor». Por ello, en esta presentación del poema de
Valéry no me he permitido —al igual que muchos de sus traductores—, el forzoso
buscar de vocablos consonantes según en la forma francesa aparecen. Creo que
para conservar del modo más honrado la idea poética de su autor es preferible
—como ya lo han pensado así muchos de mis admirados colegas— ceñir el trabajo a
la conservación de la idea y, hasta en muchos casos, las palabras originales cuando
así conviene. Un modo respetuoso de mostrar nuestra devoción a su autor.
Como el acto de traducir el verso no se
termina nunca, se advertirán en esta publicación de El cementerio marino algunos cambios, que después de su primera
edición he ido pensando en mi deseo de hacer mi trabajo menos imperfecto de lo
que pueda ser.
De mis simpatías con los versos de Valéry
puedo ahora recordar que ya en mi libro Doble acento, escrito entre 1930 y
1936, y publicado en La Habana al año siguiente con el conocido prólogo de Juan
Ramón Jiménez, ya, digo, hay unos versos titulados «Elegía distante» (ocho
estrofas de cuatro versos alejandrinos cada una, y de rima libre, que llevan el
epígrafe del comienzo del poema de Valéry). Lo conocía ya por la traducción que
mi grande y buen amigo Mariano Brull me regaló en 1931, al año siguiente de su
publicación en París. En aquellos versos míos recordaba yo el pequeño cementerio
de Port-Bou (Gerona) que conocía, alto sobre un risco de aquellos montes y no
tan cerca, aunque sí sobre el Mediterráneo que saltaba sobre las tumbas del de
Séte. De suerte que ahora, al ocurrírseme esto de la traducción del poema
francés, no fue nada lejano o improvisado, sino que lo que en ella funcionó fue
el recuerdo y amor de aquel pueblo catalán en el que transcurrieron mi infancia
y primera juventud. Puede, así, verse cómo el mar aquel de tales años míos no
se me quedó, por Gracia de Dios, en la sombra del olvido.
Agradezco mucho a mi amigo Ladislao F. Duranza
las fotocopias de algunas de las traducciones al español de este poema -Jorge
Guillen, Alfonso Rubio, Emilio Gaseó— con otros importantes documentos sobre el
mismo, todo lo cual me ha servido para atreverme a hacer esta versión que
ofrezco.
El cementerio marino*
Techo tranquilo, senda de
palomas,
Que palpita entre pinos y
entre tumbas;
El Mediodía exacto en él
se enciende
El mar, el mar que siempre
en sí comienza.,
¡Qué recompensa, tras un
pensamiento,
Es contemplar la calma de-
los dioses!
¡Qué pura obra de fulgor
absorbe
Tantos diamantes de
invisible espuma!
¡Y cuánta paz parece aquí
alcanzarse!
Cuando sobre el abismo el so!
reposa
—Puras labores de una
eterna causa-
Relumbra el tiempo y el
saber es sueño.
Firme tesoro, templo de
Minerva,
Suma de calma y lúcido
secreto,
Agua que tiembla y Ojo que
en ti guardas
Bajo un velo de llamas
tanto sueño.
¡Oh, mi silencio...
Edifica en mi alma,
Mas, Techo, colma de oro
las mil tejas!
Templo del Tiempo, junto
en un suspiro:
A esta pureza asciendo y
me descanso
De mi mirar marino
rodeado;
Y así a los dioses en
suprema ofrenda,
Ese sereno centelleo
siembra
Un desdén soberano en las
alturas.
Como la fruta en gusto se
disuelve,
Como en delicia múdase su
ausencia
En una boca en que su
forma muere,
De mi humo futuro el aire
aspiro
Y el cielo canta al alma
consumida
El cambio de riberas
rumorosas.
¡Cielo cierto y hermoso,
he aquí mi cambio:
Después de tanto orgullo y
tanta extraña
Ociosidad, aunque llena de
fuerzas,
A tu brillante espacio me
abandono,
Por mansiones de muerte va
mi sombra
Que me aprisiona en su
moverse frágil.
Expuesta el alma a
antorchas del solsticio,
Yo te respeto, admiro, la
justicia
De la luz, la de armas sin
piedad;
Te vuelvo, pura, a tu
lugar primero.
¡Mírate!... Aunque la luz
que se devuelve
En su lugar deja una
triste sombra.
Para mí solo, solo en mí,
en mí mismo
Cerca del corazón, fuente
del verso,
Entre el vacío y el suceso
puro,
De mi interior grandeza
espero el eco:
¡Amarga, oscura y sonora
cisterna
Que porvenir vacío ofrece
al alma!
¿Sabes, falso cautivo del
follaje,
Golfo roedor de estas
frágiles rejas
—Secretos deslumbrantes a
mis ojos—
Qué perezoso cuerpo aquí me
arrastra,
A esta tierra de huesos
qué le atrae?
Es un fulgor que ahí
piensa en mis ausentes.
Cerrado, sacro, ardiendo
sin materia,
Casco de tierra a la luz
ofrendado,
Me place este lugar lleno
de antorchas,
Formado de oro y piedra y
umbríos árboles
Que tanto mármol tiembla
en tantas sombras.
¡El mar fiel duerme aquí
entre mis tumbas!
¡Ahuyenta, perra
espléndida, al idólatra!
Mientras solo, en sonrisa
de pastor
Apaciento corderos
misteriosos
—Albo rebaño de tranquilas
tumbas—,
Aléjame las prudentes
palomas,
Los vanos sueños, los
curiosos ángeles.
El porvenir, aquí, sólo es
pereza;
El claro insecto escarba
en sequedades;
Todo quemado, mustio, sube
al aire,
A yo no sé qué esencia
rigurosa...
La vida es vasta, como
ebria de ausencias
Y es dulce el amargor,
claro el espíritu.
Los muertos se hallan bien
en esta tierra
Que recalienta y seca su
misterio.
Fijo en lo alto, el alto
Mediodía
Se piensa en sí, y a sí
mismo se ajusta...
En ti yo soy el cambio más
secreto,
La cabeza total y su diadema.
Sólo yo puedo detener tu
angustia.
Mi contrición, mis dudas,
mis afanes,
Defectos son de ése tu
gran diamante...
Mas en su noche de pesados
mármoles
Un pueblo incierto entre
raíces de árboles
Ya lentamente se abrazó a
tu suerte.
Allí, fundidos en espesa
ausencia,
La roja arcilla se sorbió
lo blanco
Y el don de vida se pasó a
las flores.
¿Dónde están las palabras
de los muertos,
Su arte original, sus
almas únicas?
La larva teje donde fue la
lágrima.
Los gritos de muchachas
con cosquillas,
Ojos, dientes y
humedecidos párpados,
Seno cautivador que en
fuego juega,
Sangre que brilla al labio
que se entrega;
Dedos que acogen últimas
caricias;
Todo ¡en la tierra llega a
su destino!
Y tú, alma mía, ¿aún
esperas el sueño
Que ya no tenga este color
de engaño
Que la onda y oro ante mis
ojos muestran?
¿Aún cantarás cuando vapor
ya seas?
¡Todo huye! Es vana mi
existencia
Y la santa impaciencia
también muere.
Seca inmortalidad, negra y
dorada:
Consoladora tú, de
horrendos lauros,
Que en seno maternal cambias
la muerte,
Bella mentira de piadoso
engaño:
¿Quién no conoce y quién
no los rechaza
Ese cráneo vacío en risa
eterna?
Padres profundos de
cabezas hueras
Que bajo el peso de las
paletadas
Tierra sois ya, y
confundís mis pasos:
El roedor gusano verdadero
No está en aquel que
duerme tras la losa:
¡Vive de vida y no me deja
nunca!
¿Amor, tal vez, tal vez
odio a mí mismo?
Tan cerca siento lo íntimo
que muerde,
Que cualquier nombre puede
convenirle.
¡Qué importa! El mira,
quiere, sueña, toca,
Ama mi carne y hasta en el
lecho
Yo vivo de vivir en su
dominio.
¡Zenón, cruel Zenón!
¡Zenón de Elea!
¡Me has traspasado con tu
flecha alada
Que vibra y vuela, y que
no vuela ya!
¡Nazco del son y mátame la
flecha!
¡Ah, el sol! ¡Qué sombra
de tortuga al alma
Cuando, inmóvil, Aquiles
va en carrera!
¡No, no! ¡En pie, en el
tiempo futuro!
¡Rompe, cuerpo, esta forma
pensativa!
¡Bebe, mi pecho, este
nacer del viento!
Una frescura que este mar
exhala
Me vuelve el alma... ¡Oh
poderoso mar!
¡Corramos a la onda en salto
alegre!
¡Oh, sí, gran mar tan
lleno de delicias,
Piel de pantera y clámide
horadada
Por mil y mil imágenes del
sol!
Hidra total, de tu carne
azul ebria,
Que te muerdes la cola
refulgente
En confusa pareja del
silencio.
¡Se alza el viento!...
¡Tratemos de vivir!
Abre y cierra mi libro el
aire inmenso.
La ola en polvo hace
brillar las rocas.
¡Volad, volad, páginas
deslumbradas!
¡Romped, olas alegres, el
tranquilo
Techo donde las velas
picotean!
*El texto original francés de estos versos,
publicados por primera vez en la Nouvelle Revue Franjaise el 1.° de junio de
1920, lleva, en griego, el siguiente epígrafe: «Alma mía, no aspires a la vida
inmortal. Apura antes bien, el imperio de lo factible.» Píndaro, Piticas III.
Tomado de Cuadernos Americanos, núm. 491, mayo
de 1991, pp. 43-48.