sábado, 27 de noviembre de 2021

Incursión


 

Pedro Marqués de Armas


A medida que te adentrabas

en la noche

de populosos gineceos

Yoshivara japonés

o cerámico muro alejandrino

emergía lenta y bamboleante

la Venus negra de Baudelaire

 

Qué oscura debió resultarte

esa incursión

por otro lado

nada excursionaria

para entreverlo todo

“a la luz violeta de Goya

el macabro”

 

De tanto impostado satanismo

te despertó (y esto

como todo lo anterior

según propias palabras)

la cuchillada en plena jeta al guapo

tabernario y el grito

de punta a punta

de las cloróticas

pintarrajeadas

hetairas

 

En la accesoria sonaba un madrigal

que hablaba de puñales

justificando tus imágenes

en tanto (buena montura

mejor montaje) en zapaticos

ideográficos

taconeaba

Madame Rouge

 

Pero solo la Venus negra tenía la clave

solo ella a la luz de los carbones

en esa tu noche sifiliaria

espesa como un parapeto

 

 

(De la serie Homenaje a José Juan Tablada)


sábado, 13 de noviembre de 2021

El interrogatorio

 


Virgilio Piñera


¿Cómo se llama?

-Porfirio.

¿Quiénes son sus padres?

-Antonio y Margarita.

¿Dónde nació?

-En América.

¿Qué edad tiene?

-Treinta y tres años.

¿Soltero o casado?

-Soltero.

¿Oficio?

-Albañil.

¿Sabe que se le acusa de haber dado muerte a la hija de su patrona?

-Sí, lo sé.

¿Tiene algo más que declarar?

-Que soy inocente.

El juez entonces mira vagamente al acusado y le dice:

-Usted no se llama Porfirio; usted no tiene padres que se llamen Antonio y Margarita; usted no nació en América; usted no tiene treinta y tres años; usted no es soltero; usted no es albañil; usted no ha dado muerte a la hija de su patrona; usted no es inocente.

-¿Qué soy entonces? –exclama el acusado.

Y el juez, que lo sigue mirando vagamente, le responde:

-Un hombre que cree llamarse Porfirio; que sus padres se llaman Antonio y Margarita; que ha nacido en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que ha dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente.

-Pero estoy acusado –objeta el albañil-. Hasta que no se prueben los hechos, estaré amenazado de muerte.

-Eso no importa –contesta el juez, siempre con su vaguedad característica-. ¿No es esa misma acusación tan inexistente como todas sus respuestas al interrogatorio? ¿Cómo el interrogatorio mismo?

-¿Y la sentencia?

-Cuando ella se dicte, habrá desaparecido para usted la última oportunidad de comprenderlo todo -dice el juez; y su voz parece emitida como desde un megáfono.

-¿Estoy, pues, condenado a muerte? -gimotea el albañil-. Juro que soy inocente.

-No; acaba usted de ser absuelto. Pero veo con infinito horror que usted se llama Porfirio; que sus padres son Antonio y Margarita; que nació en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es albañil; que está acusado de haber dado muerte a la hija de su patrona; que es inocente; que ha sido absuelto, y que, finalmente, está usted perdido.                                


domingo, 7 de noviembre de 2021

La visita


Guillermo Cabrera Infante


El hombre no estaba ahí y de pronto estaba ahí. Debía haberlo visto cuando entró pero no lo vi. Después de una peritonitis por ruptura de la vesícula, con un catéter a través del pene, una sonda en la herida y dos botellas goteando agua y antibióticos allá arriba y detrás de mí, no estaba preparado para nada que no fuera oír cómo ella contaba un cuento de su niñez allá en el Escambray.

Pero con quince kilos menos todavía era reconocible por mi barba y mi bigote y las gafas de aro de metal que son ya como una tarjeta de visita. Sólo que era yo el que recibía la visita ahora.

El hombre, que había empujado la puerta sin siquiera tocar, se instaló, sin pedir permiso, en la banqueta donde ella descansaba los pies, casualmente junto a la única puerta. Al otro lado de la cama estaba el timbre para llamar a la enfermera de turno pero quedaba fuera de mi alcance ahora. El hombre sonrió una extraña mueca de convidado de piedra. Iba vestido, pude notar, correctamente y por un momento pensé que era otro médico, con un traje sin embargo que no podía llevar ningún médico inglés porque era de una seda (era verano) que brillaba barata, como si quisiera al llevarlo dar la falsa impresión de ser importante. Fue, por supuesto, casi decisivo.

Cuando se sentó ella le preguntó quién era porque también creía que era otro médico: un especialista más de visita. Hubo tantos alrededor de la mesa de operaciones donde había quedado infectado por un estafilococo áureo, una bacteria de quirófano que se comporta como un virus oportunista.

    —Who are you?— preguntó ella de nuevo.
    —Yo soy un cubano —dijo el visitante inesperado.

Enseguida ella y yo supimos que era un cubano, casi un cubanazo por su desenfado y sus ojos maliciosos debajo de las gafas calobares, que se aclaraban ahora a la baja luz del cuarto.

    —Pero ¿cómo supo que estábamos aquí?
    —Señora, yo lo sé todo.
    —¿Cómo supo que estábamos en este hospital?

Era el Cromwell Hospital, donde me habían ingresado del Chelsea-Westminster Hospital para combatir la infección aislándome.

    —Ah, fue muy fácil. Fui a los bajos de su casa y le pregunté a la vecina del sótano en qué hospital estaba él (señalando) ahora.

Así había hecho y así le habían dicho después de declararse, enfático, muy buen amigo mío y sabido que había sido trasladado a otro hospital. La mentira crecía creíble todavía:

   —Me dijo que él se estaba muriendo.
     Miriam Gómez lo encaró de frente.
    —No, él no se está muriendo. Se le reventó la vesícula y tuvo después una infección.

El visitante era insistente y sabía inglés.

    —Pero en la puerta dice que él está muy mal y que en este cuarto no se puede entrar.
    —Solamente tiene un microbio fecal que puede contagiar a otros enfermos.
    —Pero las enfermeras vienen siempre con delantal de plástico y guantes. Es lo que dice ahí.
    —Yo estoy aquí sin delantal ni guantes —dijo ella decisiva. El visitante cambió de conversación cuando vio su resolución.
    —Yo los vi a ustedes en el concierto de Rivera.

Como si hicieran falta más credenciales llamó Rivera a Paquito, como lo conoce todo el mundo, menos sus enemigos de Cuba. Luego, de pronto musical, preguntó:

   —¿No fueron ustedes a oír a la Orquesta Aragón?
     Sabía por qué quería saber: la Aragón es una orquesta oficial.
   —Nosotros no vamos a esas cosas.
   —Ya veo.
   —¿A qué vino usted aquí?
   —Señora, soy un testigo de Jehová y vengo a ayudar a su marido a pasar al otro mundo—y metiendo la mano en un bolso-sobre de cuero dijo: —Tengo aquí un librito para que él vea lo que pasa en el más allá cuando uno deja este mundo.

Casi dijo "este valle de lágrimas", pero con un ademán siniestro de su mano derecha me extendió un librito rojo. Que ella, rápida, interceptó y puso enseguida fuera de mi alcance en la mesita de noche para decir:

  —¿Pero ustedes no fueron los que le llenaron la Plaza a Fidel Castro pidiendo el fin del embargo?

   —Nosotros, señora, no hemos ido a ninguna parte —dijo y se puso de pie para irse como había venido el hombre que estuvo ahí y de pronto no estaba. Pero había cometido un error: habló demasiado y demasiado pronto. Ella, tan ágil como se lo permitió la banqueta, abrió la puerta pero no vio a nadie. Ahora apartó la parafernalia médica y fue a la ventana, con tiempo para ver salir a la calle a nuestro visitante y dar palmaditas en la espalda a un acompañante que vestía con el atuendo que hizo popular entre la diplomacia cubana Robertico Robaina cuando era ministro de Relaciones Exteriores. Sólo que éste no era Robaina, a quien en España llamaron el Embajador de la Salsa: la suya era otra misión, pero también era un agente a la moda de los años sesenta.

Ahora ella se movió hacia la puerta y el pasillo, donde se encontró por una casualidad más divina que humana con la enfermera-jefe, que se movía ignorante de todo. Ella le informó que nuestra habitación había sido allanada por un obvio ajeno: an alien, dijo ella. "¡No puede ser!", dijo la enfermera-jefe. "Ahí no está autorizado a entrar nadie más que nuestras enfermeras cubiertas. ¡Imagínese el peligro que corremos de regar la infección que padece su marido!"

   —Nosotros hemos corrido algo peor que un peligro de infección. ¡Ha sido un peligro de exterminio!    

Entonces la enfermera-jefe se dirigió rápida al servicio de seguridad del hospital y regresó con uno de los guardas.

Los visitantes nada bienvenidos habían penetrado sin saberlo en un sancta sanctorum árabe: el hospital donde van todos los jeques a morir. Había un servicio de vigilancia por control remoto que alcanzaba a todo el lobby. Allí, frente a la recepción. ¿Quién estaba atrapado por el video? Nada menos que nuestro visitante con su carnal, a quien daba la señal del deber cumplido —pulgar arriba— y el video los delataba. Ella los reconoció enseguida: "¡Son esos dos hombres! Pero sólo uno vino arriba". Alguien que vio la película dijo que de haber sido un hitman profesional, al estilo de Bullitt, nos habría acribillado con una pistola con silenciador y habría salido por la puerta más próxima, tan tranquilo. Mi médico de cabecera disintió: "Una almohada en la cara habría sido más eficaz. De haber estado usted solo". Pero no era la obra de un profesional al estilo de El padrino: era un funcionario del ministerio del miedo: su misión no era matar, sino asustar.

De todas formas, vino un policía regular avisado por la seguridad del hospital y ella le relató todo: la visita inesperada, las amenazas veladas, la impostura, la cara de peligroso del falso testigo de Jehová que había dejado, además del librito rojo, una tarjeta de visita ¡de una peluquería! El policía se fue para volver, autorizado por Scotland Yard, a ordenar que me cambiaran de habitación. Viajé en mi cama con ruedas hasta la habitación 222, justo enfrente del servicio diurno de enfermeras. También me cambiaron de nombre: ahora me llamaría, para el hospital y todos sus servicios, Christian Smith.

Los visitantes no volvieron al hospital, por supuesto. Pero si ustedes creen que mi fallido impostor se había conformado sólo con mi miedo, se equivocan. Dado de alta, al día siguiente de regresar a casa estaba tocando mi timbre y pidiendo que le abrieran la puerta. "Señora", dijo una voz por el intercomunicador, "somos los cubanos que fuimos a ver a su marido al hospital y le llevamos el librito rojo. ¿Se acuerda? ¿Ya lo ha leído?" "No, yo no lo he leído, pero al hospital no fueron dos, subió uno solo". "Sí, es verdad. Nada más que subí yo solo. Pero ahora somos dos. ¿Nos puede abrir la puerta?" "¡No!", dijo ella. "No voy a abrirles la puerta", dijo y corrió hacia la ventana: frente a la entrada estaban los dos visitantes, mirando para todas partes.

Días después vino un inspector de Scotland Yard, quien tras identificarse —carnet y chapa— preguntó por los detalles de los visitantes: estatura, aspecto y al ser un policía inglés también preguntó por el acento del agente que habló. Pidió, además, ver el librito rojo y tomó nota en una libretica negra antes de irse. No volvimos a ver a ninguno de los visitantes. 


Tomado de Letras Libres, 31 de mayo, 2000.


viernes, 5 de noviembre de 2021

En principio sí

 

Patricio Pron


UNO. Un oyente llama a una cadena de radio de la antigua Unión Soviética y pregunta: “¿Es verdad que Grigori Grigoriewitsch Grigoriew ha ganado un automóvil en el campeonato de obreros de Moscú?” La respuesta oficial es “En principio sí; pero, primero, no fue Grigori Grigoriewitsch Grigoriew sino Wassili Wassiljewitsch Wassiljew; segundo, no fue en el campeonato de obreros de Moscú sino en el festival del deporte de la granja colectiva de Gamsatschiman; tercero, no fue un auto sino una bicicleta; y, cuarto, no es que la ganó sino que se la robaron.” A pesar de su brevedad, la historia caracteriza muy bien el divorcio entre las palabras y su significado, que es característico de los regímenes totalitarios, especialmente del paraíso de los trabajadores; también es particularmente representativa de un cierto tipo de humorismo soviético, cuyos materiales eran la desesperación y el cinismo, que gozó de una gran popularidad durante décadas. A ese humorismo soviético le debemos algunos grandes chistes (“¿Por qué se ha encarecido tanto la vida en la urss? Porque ha dejado de ser un artículo de primera necesidad”), pero también una muestra del tipo de descontento que inspiró a alguno de los grandes escritores satíricos del periodo. “Aquí tenemos sentido del humor, pero es que lo necesitamos mucho”, sostuvo un ciudadano soviético en cierta ocasión; de ese humor y de esa necesidad surge la obra de Sławomir Mrożek.

DOS. Mrożek nació en la localidad polaca de Borzecin en 1930 en el seno de una familia católica y su adolescencia transcurrió durante la Segunda Guerra Mundial; de acuerdo a su testimonio, estudió arquitectura durante seis meses, arte durante dos semanas y lenguas orientales durante un año, aunque solo para demorar su ingreso al ejército. A pesar de obtener cierto éxito como periodista y dibujante satírico, Mrożek decidió convertirse en escritor hacia finales de la década de 1950. En sus palabras, “mi sensación más importante en los años inmediatamente posteriores a la guerra era una de claustrofobia. Yo no estaba interesado en escribir historias así llamadas realistas y con una relación estrecha con la realidad y los hábitos locales. Yo anhelaba algo que estaba más allá”. En 1956 escribió su primera obra de teatro, El profesor, pero su prestigio internacional como dramaturgo se debe a obras posteriores como En alta marStrip-tease (ambas de 1961) y, especialmente, Tango (1965); excepto por estas tres, publicadas en 1968 en un solo volumen por Centro Editor de América Latina en Buenos Aires, la totalidad de sus 42 obras de teatro permanece inédita en español. Mejor suerte ha corrido su narrativa, que Acantilado viene publicando desde 2001 en volúmenes como Juego de azar (2001), La vida difícil (2002), Dos cartas (2003), El árbol (2003), El pequeño verano (2004), La mosca (2005), Huida hacia el sur (2008) y El elefante (2010, publicado originalmente por Seix Barral en 1969). Mrożek debió abandonar Polonia en 1963 y vivió en el extranjero hasta 1997. En 2003 le fue otorgada la Legión de Honor del gobierno francés. A fines de 2010 la editorial polaca Wydawnictwo Literackie publicó parte de su diario, más de dos mil páginas escritas entre 1962 y 1999 que se anuncian como una oportunidad única de acceder a una intimidad ya revelada parcialmente el año anterior con la publicación de su correspondencia del período comprendido entre 1963 y 1975. Mrożek vive actualmente en el sur de Francia.

TRES. “Existe algo humillante y restrictivo en un autor que hipoteca su creación solo porque hay alguien que le golpea y que le oprime”, afirmó el autor polaco en una ocasión. Sin embargo, buena parte de su obra parece funcionar como una reacción a esa opresión y tiene como tema el comportamiento humano bajo las condiciones de alienación y abuso de poder de los sistemas totalitarios. A pesar de que su obra es vinculada recurrentemente con el teatro del absurdo, cuyas principales características fueron enunciadas por el crítico teatral Martin Esslin en 1961, Mrożek nunca parece haberse sentido cómodo en la compañía de autores como Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Harold Pinter y Jean Genet; para el polaco, “el término se correspondía con cierta parte de la realidad del teatro de hace cuarenta años pero eso es todo. Por una parte, le estoy muy agradecido [a Esslin] por haberme incluido en su libro porque me hizo más conocido, o menos desconocido, en Europa Occidental; pero, al mismo tiempo, no me siento muy cómodo con él porque la suya es una etiqueta que se queda pegada para siempre. No importa donde haya estado en los últimos cuarenta años, cada entrevista ha comenzado con Martin Esslin, su libro ha sido leído en todas las universidades en todas partes del mundo y para todos los críticos, el término se ha convertido en un mantra […]. Así que supongo que para mí es bueno porque soy conocido de alguna manera gracias a él, pero malo porque no tiene ningún sentido: no hay ninguna obra que encaje exactamente en esa categoría”. 

CUATRO. A pesar de sus objeciones al término, sin embargo, las piezas que Mrożek escribió durante la década de 1960 parecen adherir fácilmente al teatro del absurdo, en el sentido de que los incidentes que narran carecen principalmente de lógica y no se integran a ninguna narrativa articulada, sus personajes no poseen motivaciones racionales y el mundo narrado tiene el carácter de una pesadilla. Un ejemplo de ello puede encontrarse en su pieza En alta mar, en la que tres hombres (Mały, Średni y Gruby; literalmente, el Pequeño, el Mediano y el Gordo), que han encontrado refugio en un bote tras un naufragio pero carecen de provisiones, discuten acerca de cuál de ellos debe ser comido por los otros dos; la absurda conversación que sostienen en torno a cuál es la solución más “justa” al problema, no solo sirve para demorar la misma sino también para revestirla de un supuesto carácter racional a pesar de no ser más que el resultado de la ley del más fuerte, que en este caso está del lado de Gruby, el Gordo. Aunque En alta mar recuerda a piezas clásicas del teatro del absurdo como Esperando a Godot (1952) y, por tanto, su adscripción al género parece indiscutible, el descontento de Mrożek con esa atribución parece provenir del hecho de que (como observa el crítico polaco Tadeusz Nyczek) el humorismo absurdo de su obra no  surge de una adhesión explícita al existencialismo sino de una reflexión personal en torno a las condiciones específicas de vida en Polonia durante el comunismo. “Polonia pertenece a los países en los que el balance entre el destino individual y el de la nación no se presenta equilibrado”, afirmó Mrożek en otra entrevista, justificando involuntariamente la  hipótesis de Nyczek, “Hay demasiada historia y muy poca felicidad”.

CINCO. En ese sentido, quizás el origen del humorismo absurdo de la obra, no solo dramática, del autor de En alta mar deba encontrarse en el hecho de que Mrożek comenzó su carrera como escritor en la redacción del periódico Dziennik Polski, para el que escribió, entre 1950 y 1954, artículos que solían conformar las demandas de un periodismo ideológicamente correcto y constructivo a tono con esos tiempos de construcción del socialismo. No está claro que Mrożek se haya sentido realmente cómodo con esa tarea, pero lo que sí está claro es que la obligación de disimular las carencias, no solo materiales, de la sociedad polaca de posguerra mediante un lenguaje monopolizado por el Estado, parece haber sido fundamental en la constitución de su estilo. La obra narrativa del escritor polaco tiene como tema subterráneo la existencia de contradicciones y opuestos que el Estado totalitario disimula mediante un hábil uso del lenguaje. Este uso subvierte los términos antitéticos de razón y sinrazón, cultura y naturaleza, tradición y progreso, orden y desorden, abundancia y carestía, progreso y atraso, ficción y realidad, adecuándolos a los fines de perpetuar el régimen que les da origen, y Mrożek tiende a hacer lo mismo con fines satíricos. Así, en su historia “La evolución del ciudadano”, el director de una estación meteorológica es reprendido por las autoridades, que lo acusan de “parcialidad”, “un tono pesimista” y “derrotismo” por informar de lluvias persistentes poco antes de la cosecha; al regresar a su casa decide adecuar sus informes a lo que se espera de él. “La lluvia ha cesado por completo, aunque, de hecho, lo que se dice llover nunca ha llovido”, escribe; a partir de ese momento, vende los aparatos de medición y se da a la bebida. En “De viaje”, las autoridades reemplazan el telégrafo por empleados que se gritan los despachos unos a otros a lo largo de kilómetros y kilómetros de carretera; de acuerdo a uno de los personajes, el sistema funciona: “No se avería con las tormentas y nos ahorramos la madera.” En “El elefante”, las autoridades del zoológico reemplazan al paquidermo (que no pueden adquirir) por tres mil conejos, pero después ponen “remedio a las deficiencias de forma planificada”, aunque recurriendo a la chapuza de un elefante hinchable.

SEIS. Un chiste muy popular en la Unión Soviética enumeraba los cinco preceptos a los que los escritores nativos debían atenerse: “No piense. Si piensa, no hable. Si piensa y habla, no escriba. Si piensa, habla y escribe, no firme. Si piensa, habla, escribe y firma, después no se queje.” Mrożek encontró en ese marco la posibilidad de escribir una literatura realmente política y a su vez eludir a la censura mediante el recurso de arrebatar al Estado totalitario su uso monopólico de la palabra; operando como un Estado productor de ficciones, Mrożek reveló que solo mediante una violencia brutal sobre el lenguaje podían disimularse los contrastes que presidían la vida cotidiana bajo el comunismo y las contradicciones evidentes entre las motivaciones internas y externas de los actos de los ciudadanos soviéticos (al respecto existe un gran chiste de la época: “El secretario del politburó pregunta a su subalterno en una reunión: ‘Camarada Rabinovich, ¿tiene usted alguna opinión en relación a este tema?’ ‘Tengo, pero no estoy de acuerdo con ella’, responde Rabinovich”). Mrożek demostró que los valores que presidían las acciones en el comunismo no tenían vinculación lógica con los fines que supuestamente legitimaban, y que su adopción por parte del Estado totalitario solo tenía como finalidad dificultar la creación de otros que supusiesen un alejamiento del camino ya trazado. Para Tadeusz Nyczek, “la estabilización de las zonas rurales, la guerra devastadora, la inspiración revolucionaria del comunismo y, finalmente, el escape del infierno de la ingenuidad: todo esto tuvo una influencia decisiva sobre la naturaleza de la creatividad de Mrożek. Al sentirse despedazado él mismo, Mrożek decidió convertirse en un espejo roto de la realidad fracturada del socialismo en Polonia. Este espejo roto empezó a reflejar la vida polaca en sus docenas de formas fragmentadas, en su lenguaje ridículo, en su comportamiento del revés y en el absurdo de vivir en un cubo de basura que la propaganda definía como la alegría de construir una patria socialista”.

SIETE. Uno de los mejores relatos de Mrożek es “La petición”. En él, un anciano indigente escribe una solicitud a las autoridades para que le otorguen poder sobre el mundo; lo absurdo de su pedido se ve aumentado por el puñado de argumentos ridículos con los que lo justifica y revela su impotencia física y mental, pero también expresa uno de los temas centrales en la obra de su autor: la disociación entre la realidad y lo que se dice y se piensa de ella que aparece en el “en principio sí” con el que comienzan muchos chistes soviéticos. En realidad, el anciano del relato no desea obtener un poder universal sino simplemente recuperar el control sobre su vida y sobre el lenguaje con el narrar su propia experiencia, que le ha sido arrebatado por el Estado al que ahora recurre. Al igual que en otros relatos del escritor polaco, el tema aquí es la inutilidad (al tiempo que la absoluta necesidad) de hacer algo para recuperar el control de nuestras vidas y nuestro derecho a narrar el mundo con unas palabras que nos pertenezcan. Aunque el Estado totalitario al que Sławomir Mrożek se opuso a lo largo de su vida ha caído hace algo más de veinte años, sus esfuerzos por restituir la palabra a quienes ni siquiera eso tienen poseen una actualidad desusada en los países del antiguo bloque socialista y en todos los otros. Al leer a Mrożek sentimos la tentación de reír, pero nuestra risa es una de ansiedad y amargura ante lo que un Estado totalitario puede hacer con sus ciudadanos, y en esa constatación hay un recuerdo pero también una advertencia para los tiempos por venir.

 

 

Tomado de Letras Libres, 31 de marzo de 2011.