Robert Walser
Érase una vez una ciudad. Sus
habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad
y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir «buenos días» o
«buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón
aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados.
Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido de su
componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran de lo
más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido
imaginar jamás.
Nadie llevaba ropa vieja o raída
ni excesivamente holgada. El buen gusto había impregnado a cada uno de los
habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos eran perfectamente iguales
en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante, parecidos, lo que sin
duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues, gente bella y
elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que sabían
manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que nunca
se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos aún
ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su
vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan
decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes
salían de paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en
movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de
pantalones, unos pantalones de encaje por lo general blancos o celestes que,
por arriba, terminaban en un talle muy ceñido. Los zapatos eran altos y de
color, del cuero más fino. ¡Era una delicia ver cómo los botines se ajustaban a
los pies y luego a la pierna, y cómo ésta sentía que algo precioso la ceñía y
los hombres sentían que la pierna lo sentía! Llevar pantalones ofrecía la
ventaja de que las mujeres ponían su espíritu y lenguaje en su forma de andar,
que, oculta bajo la falda, se siente menos juzgada y observada.
Todo era, en general, un sentir
único. Los negocios iban de maravilla, porque la gente era despierta, activa y
honesta. Era honesta por educación y buen tipo. Complicarse unos a otros esa
hermosa y fácil existencia no les hacía ninguna gracia. Dinero había suficiente
y para todos, pues todos eran tan juiciosos que pensaban antes que nada en lo
necesario, y todos facilitaban a todos el acceso al buen dinero. Domingos no
había, como tampoco una religión por cuyos dogmas pudieran disputarse. Los
lugares de esparcimiento eran las iglesias, en las que se reunían para meditar.
El placer era para aquella gente una cosa sagrada, profunda. Que permanecían
puros en el placer era algo evidente, pues todos tenían la necesidad de
hacerlo. Poetas no había. Los poetas no hubieran podido decir nada nuevo ni
edificante a gente así. También brillaban por su ausencia los artistas
profesionales, pues la habilidad para cualquier tipo de arte se hallaba
ampliamente difundida. Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas
para ser gente artísticamente despierta y talentosa. Y aquellos lo eran, porque
habían aprendido a proteger y utilizar sus sentidos como algo precioso. No
necesitaban buscar giros lingüísticos en los diccionarios porque ellos mismos
poseían una sensibilidad fina, fluida, alerta y vibrante. Hablaban bien
dondequiera que tuviesen la oportunidad de hacerlo; dominaban el idioma sin
saber cómo habían llegado a hacerlo. Los hombres eran bellos. Su comportamiento
correspondíase con su educación. Muchas eran las cosas que se deleitaban y
ocupaban, pero todo guardaba relación con el amor por las mujeres guapas.
Todo quedaba enmarcado en una
relación delicada y ensoñadora. Se hablaba y pensaba con gran sensibilidad
sobre cualquier cosa. Los asuntos financieros eran abordados con mayor tacto,
nobleza y sencillez que hoy en día. No existían las denominadas cosas sublimes.
Imaginarse alguna hubiera sido intolerable para aquella gente, sensible a la
belleza del mundo existente.
Todo cuanto ocurría, ocurría con
intensidad. ¿Sí? ¿De veras? ¡Qué tonto soy! No, no hay nada cierto de aquella
ciudad y aquella gente. No existen. Son pura y simple invención. ¡Muévete,
muchacho!
Y el muchacho salió a pasear y se
sentó en el banco de un parque. Era mediodía. El sol brillaba a través de los
árboles y salpicaba manchas en el camino, en las caras de los paseantes, en los
sombreros de las damas, sobre el césped: era un sol muy travieso. Los gorriones
retozaban saltarines, y las niñeras empujaban sus cochecitos. Era como un sueño,
como un simple juego, como un cuadro. El muchacho apoyó la cabeza en el codo y
se integró en el cuadro. Poco después se levantó y se fue. Claro que esto es
asunto suyo. Luego vino la lluvia y difuminó la imagen.
Traducción de Juan José del Solar
Tomado de DDOOSS
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