jueves, 30 de mayo de 2024

En la muerte de Rubén Darío

 


 

Rufino Blanco Fombona

 

 Mirad cómo un hombre de raza apolínea,

 ebrio de canto y sol,

 recoge la ofrenda, fragante y virgínea,

 del viejo solar español.

 

 Del viejo solar donde el árbol de vida

 reverdece a futuros de amor,

 y oculta en la copa garrida

 la pluma de la oropéndola y el nido del ruiseñor.

 

 Cuando el apolonida recoge el haz superno,

 el haz florido de emoción,

 como si en cada brizna palpitase un fraterno

 y dolorido corazón;

 

 el árbol solariego todo es aleo, cántico,

 miserere, querellas,

 porque murió el divino poeta trasatlántico,

 Rubén Darío, espigador de estrellas.



sábado, 25 de mayo de 2024

Huidobro de repente


Gonzalo Rojas

 

Increíble que el poeta más joven que nos haya nacido -paradigma del espíritu nuevo entre nosotros- este cumpliendo los cien años.

Ninguno más diáfano que él, más libre y seductor, para confirmar el non omnis moriar (no me moriré del todo) del viejo Horacio, ese otro hiperlúcido de hace dos milenios.

Las efemérides no cuenta en el caso del portentoso innovador, recién ido, Darío. En efecto, cuando este último vino a morir, el dieciséis en su Nicaragua natal, el planeta empezaba a dar vueltas a una velocidad nunca sonada y los poetas mismos saltaron fuera de órbita, de un antes a un después. Justo ese 1916 Vicente Huidobro -en ese juego oscuro de pasarse la centella- público en Buenos Aires otras claves para su poeta de fundación:

  -Que el verso sea como una llave que

   abra mil puertas-

en su primer viaje a Paris. No fue el único, por supuesto, en la germinación de nuestra verdadera autonomía poética. Ahí la Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.

Pero no se piense que este 1993 a medio alumbrar sea el año por excelencia de Vicente Huidobro -aunque se escriba de él un rio de alabanzas-, pues ya desde esas fechas de la Primera Guerra Mundial todos los años son los años de Vicente Huidobro en nuestra lengua. Personalmente vivo un dialogo con su espejo por lo menos desde 1933 -cuando empecé a leerlo casi niño-, unos cuatro años antes de conocerlo en persona en su departamento de la cuadra 23 de la Alameda en aquel Santiago placido y remoto.

Una y otra vez, a lo largo de medio siglo, he reconocido mi filiación con el espíritu convulso y lúcido a la vez del binomio 1938-1939, con sacudón de parto hasta en el orden geológico, sin olvidar el impacto estremecedor de la Guerra Civil española entre nosotros, que nos permitió ver de veras a la madre desde su rostro ensangrentado. Sin patetismo y a favor del distanciamiento, se me aparece así ese 38 fantasmal, ano critico de su propia Utopía, distante ya de aquel otro ciclo movedizo de 1920 cuando Chile empezó a ser más Chile y el epicentro de la mudanza en lo poético fue sin duda Huidobro, antipoeta y mago por derecho propio.

Pero la imantación huidobriana llego a su plenitud en el proceso del 38 y casi todos los poetas jóvenes de esos días registramos su influjo, y fuimos literalmente atrapados por una relación dialéctica con su persona y con su obra.

Por mi parte, me enganché con el proyecto parasurrealista de Mandragora sin mayor fascinación por el experimento y por ahí entre a la casa de Huidobro sin frecuentarla demasiado, remiso como soy a los círculos de adherentes ortodoxos.

Tampoco lo fue nunca él y cuando me aparte del equipo mandragórico entendió como nadie la disidencia anarca.

Déjenlo, le dijo a uno de mis detractores, si cabe el termino, a propósito de mi intraexilio del 42 en la cordillera de Atacama. Gonzalo es un loco que necesita cumbre.

Pocos como él supieron del riesgo y el desamparo y -visto ahora desde aquí, desde este cierre del siglo- ninguno como él fue cumbre más airosa y sembró más libertad en nuestra cabeza de muchachos.

Sin Huidobro no hubiera habido acaso ninguno de nosotros; ni un Anguita ni un Lihn, por nombrar a los invisibles de repente.


Atenea. Ciencia Arte y Literatura, núm. 467, 1993, pp. 64-66.


domingo, 5 de mayo de 2024

Soneto CXLVI



William Shakespeare


¡Pobre Alma mía! de mi barro centro,

del Tentador que te vistió burlada

¿por qué te afliges de escasez adentro

para ornar en tal lujo tu fachada?

 

Con tan breve alquiler ¿por qué tal gasto

haces en tu mansión que se derrumba?

gusanos la tendrán, será su pasto,

bien sabes que tu cuerpo va a la tumba.

 

¡Ay, Alma! él es tu siervo, su ruina

tu ganancia ha de ser. La pasajera

sombra da en precio de la luz divina;

 

sáciate adentro, sé muy pobre afuera

y a quien nos come comerás, de suerte

que acabará el morir, muerta la Muerte.



Traducción de Gabriel de Zéndegui 



miércoles, 1 de mayo de 2024

Ropas y músculos

 


Gabriel de Zéndegui

 

Cuando un joven sale del colegio con la cabeza llena del vaho irisado de las ilusiones y el corazón palpitante de abnegados impulsos pensando en los hombres de Plutarco, figúrase que el mundo será un anchuroso foro, cerrado por noble pórtico que detrás tiene la olímpica llanura; figúrase que los estadistas se parecerán al bello Alcibíades y los sabios a Platón de la robusta espalda; que los ciudadanos todos, discutiendo con calor sobre la industria, la guerra, la ciencia, el arte y la filosofía, agitarán desnudos brazos vigorosos, y que al sentarse dejarán entrever entre los pliegues elegantes de la toga las nervudas y blancas piernas.... Mas al cumplir los treinta años ya habrá tenido tiempo el colegial de convalecer de su error y de rectificar sus alucinaciones, de ver que la sociedad de hoy no tiene la natural grandeza de la helena, sino que más bien parece un colosal teatro Guignol en que casi todos los muñecos, estadistas y pensadores inclusive, movidos por grosero artificio, sin personalidad, chillan con la voz de falsete de Polichinela sus absurdas monsergas, sin saber ni lo que dicen, como las placas del fonógrafo; que en su mayoría esos pseudo-filósofos y políticos ocultan bajo el paño de Sedán un raquítico tórax o un vientre de batracio, y articulaciones amenazadas de tumores blancos, o de las concreciones de uratos de cal y soda, y que de este modo nada bueno podrán pensar ni disponer para los que tienen la desgracia de creerlos u obedecerlos. Ya, en fin, el colegial habrá leído libros que no se leen en la escuela, como el Sastre Sastreado de Carlyle, esa tremenda sátira de peregrinísimo estilo cuyas palabras repercuten en la inteligencia del lector como si fueran ecos de los golpes de piquetas revolucionarias violando sacras arcas y aras.

He aquí, en dos palabras, la filosofía del Sartor Resurtas, libro estupendo: todas las ceremonias, ritos, costumbres e instituciones que los hombres han creado, no son más que los vestidos que de tiempo en tiempo han arreglado para su adorno, comodidad o protección. Esos trajes, como las demás obras humanas, envejecen, se deshacen y ponen inservibles; y a pesar de los parches, remiendos y lavatorios que se le hagan, habrá que tirarlos, más tarde o más temprano, y que sustituirlos con otros nuevos. Y, por último, que muchos de los trajes que usan los hombres contemporáneos se encuentran en deplorable estado y no pueden servir por más tiempo. Esto lo escribe -¡y de qué modo!- el original profesor Teufelsdróckh (*) en un manuscrito abandonado por un desconocido en la puerta de Andrés Futteral (saco de pienso), vecino de la aldea de Eutepfuhl (charco de patos).

¡Ah! la filosofía del traje ¡qué cosa tan honda! De ella se desprende la miseria humana, su instinto adulador o de simiana imitación, cuando se deja imponer por el roi soleil, que era pequeñito de estatura, las peluconas de tres pisos y los tacones altos; y nos explicará también la correspondencia que existe entre las ideas y costumbres de un pueblo y su manera de vestirse: -cómo en las sociedades donde predomina el espíritu militar los trajes son breves y ceñidos al cuerpo, porque ese corte conviene a los hombres que deben hacer ejercicio; y que, en cambio, en las sociedades regidas por la teocracia es amplio y largo el traje, venerándose el talar más que ninguno, ya que a maravilla le sirve a gentes físicamente ociosas y abdominalmente desarrolladas....

Pero nosotros abandonamos a esas grandes inteligencias críticas, adivinadoras de la arcana relación entre los humanos actos, como las de Carlyle y Herbert Spencer, que parecen lanzar antorchas encendidas en la profundidad de una negra cripta donde se libra un combate por la luz, el trabajo de revelarnos por qué motivo, hoy, los hombres que se dicen elegantes usan esas botas puntiagudas de charol con taconazos que contrarían la anatomía y autonomía del pie, esos pantalones cuyo modelo fueron las patas del elefante, esos levitones, y esos tubos de chimenea sobre la cabeza… Dígannos esos sabios varones por qué las mujeres civilizadas se clavan aún anillos en las orejas; y se ponen esos talles de avispa -sólo el mentarlos nos estremece- y esos bultos por detrás que harían llorar de lástima, de dolor y rabia a un mozo ateniense… Queremos hoy ocuparnos de otra cosa: de la contradicción que existe entre los trajes modernos de la clase acomodada y la afición que se ha desarrollado generalmente por los ejercicios corporales.

No parece natural que quienes se visten con tantas piezas de ropa incómodas gusten al mismo tiempo de la independencia de los movimientos del cuerpo, hoy que rige la noción de la lucha por la vida, la supervivencia del más activo. Valga lo que valiere nuestra observación, vamos a ilustrarla con un ejemplo práctico. No recordamos haber visto ningún boxer inglés o americano, ni el mismo Sullivan, a ningún atleta profesional de circo, pista o gimnasio, que luciera bien en su traje de calle. Nos parecía que siempre andaban entorpecidos con sus faldones y con la pretina, que los brazos se les enredaban y las piernas se les trababan. En cambio ¡cuán gloriosos salían con kninckerbockers y nudo el torso! ¡cuánta gracia en sus movimientos al presentarse en la arena con sus jerseys ajustados, encarnados o azules, descubiertos los músculos vibrantes como apretados haces de cuerdas de violín!

Se dirá quizás que esos hombres se visten por lo general de cualquier modo y a cualquier precio en los almacenes de ropa hecha del Bowery, o en la Rag Fair de Middlesex Street de Londres. Bien, ¿y qué? Siempre su cuerpo sano, su cuerpo diestro y bello vale más que la ropa fina de los metafísicos gotosos y estadistas doctrinarios y cenceños del día. Y cuidado, que ese cuerpo así cultivado es el mismo que tanto se aplaudía en las fiestas panateneas, que se conservan cinceladas por Fidias en el friso del Partenón; ese cuerpo elástico y recio sabía entender y aplaudir a Pericles, el brioso sportsman, cuando hablaba sin dar un solo grito ni hacer un solo gesto desde las gradas de ese propio Partenón, que mandó fabricar para desesperarnos de envidia.

El profesor Teufelsdróckh tiene en su manuscrito un pasaje bellísimo donde se cotiza el precio del traje que encima nos ponemos, todo compuesto de despojos: -de la piel curtida de los becerros, del producto de la tonsura de los carneros, de la saliva de los gusanos, de la piel de perros ahogados o envenenados, con que cubrimos por vanidad, que abrigan, nuestras manos, órganos cuasi divinos, dígalo Galeno. Pregúntanos el alemán atrabiliariamente qué sería "de esas pomposas ceremonias, coronaciones regias, recepciones, etc.; etc.;" si por potencia de una varita mágica de súbito cayeran.... ¿lo digo?... las ropas todas de la compañía dramática que las representa, y los duques, los grandes, los obispos, los generales, y sus señoras, la misma personalidad ungida, todos los hijos de sus respectivas madres, quedarán de repente sin siquiera la camisa puesta? No sé si reír o llorar. Imaginaos desnudo al duque de Sopla-Pajas perorando ante una Cámara de Lores todos desnudos también y el banco de la oposición, el ministerial, las tribunas, con gente en cueros ¡Infandum! ¡infandum!...

Mal, muy mal parecería la corte de ese modo, y el Parlamento asimismo; pero nuestros atletas parecerían bien. El filósofo de la ropa, ¿cómo es que en todo su libro no ha dicho que el traje de músculos que la naturaleza ha puesto sobre el esqueleto de nuestra especie, es invariable tanto como bello? Es una inconsútil vestidura blanca y enrojecida en ocasiones por el torrente interno de la sangre: bien vale la pena de que se cuide como ningún otro traje artificial, aunque fuera bordado de oro y perlas, ya que no podemos mudarlo sino con la vida.

Y demos fin al articulillo éste diciéndole a los lectores que se vistan como les dé la gana, poco nos importa; pero ¡por Dios! que debajo del paño de Sedán o de la grosera chamarreta, se sienta un tórax firme y amplio, la plancha dura y corrugada del vientre, los brazos de hierro; y bajo la funda del pantalón de baile o de trabajo, un par de piernas como las del veloz Aquiles, el hijo de Peleo!

 

(*) Cualquiera que sepa alemán dirá lo que significa esta palabra literalmente traducida.

 

La Habana Elegante, 12 de abril de 1891, p. 7.