Gabriel de Zéndegui
Cuando un joven sale del
colegio con la cabeza llena del vaho irisado de las ilusiones y el corazón
palpitante de abnegados impulsos pensando en los hombres de Plutarco, figúrase
que el mundo será un anchuroso foro, cerrado por noble pórtico que detrás tiene
la olímpica llanura; figúrase que los estadistas se parecerán al bello
Alcibíades y los sabios a Platón de la robusta espalda; que los ciudadanos
todos, discutiendo con calor sobre la industria, la guerra, la ciencia, el arte
y la filosofía, agitarán desnudos brazos vigorosos, y que al sentarse dejarán
entrever entre los pliegues elegantes de la toga las nervudas y blancas
piernas.... Mas al cumplir los treinta años ya habrá tenido tiempo el colegial
de convalecer de su error y de rectificar sus alucinaciones, de ver que la
sociedad de hoy no tiene la natural grandeza de la helena, sino que más bien
parece un colosal teatro Guignol en que casi todos los muñecos, estadistas y
pensadores inclusive, movidos por grosero artificio, sin personalidad, chillan
con la voz de falsete de Polichinela sus absurdas monsergas, sin saber ni lo
que dicen, como las placas del fonógrafo; que en su mayoría esos
pseudo-filósofos y políticos ocultan bajo el paño de Sedán un raquítico tórax o
un vientre de batracio, y articulaciones amenazadas de tumores blancos, o de
las concreciones de uratos de cal y soda, y que de este modo nada bueno podrán
pensar ni disponer para los que tienen la desgracia de creerlos u obedecerlos.
Ya, en fin, el colegial habrá leído libros que no se leen en la escuela, como
el Sastre Sastreado de Carlyle, esa tremenda sátira de
peregrinísimo estilo cuyas palabras repercuten en la inteligencia del lector
como si fueran ecos de los golpes de piquetas revolucionarias violando sacras
arcas y aras.
He aquí, en dos palabras,
la filosofía del Sartor Resurtas, libro estupendo: todas las
ceremonias, ritos, costumbres e instituciones que los hombres han creado, no
son más que los vestidos que de tiempo en tiempo han arreglado para su adorno,
comodidad o protección. Esos trajes, como las demás obras humanas, envejecen,
se deshacen y ponen inservibles; y a pesar de los parches, remiendos y
lavatorios que se le hagan, habrá que tirarlos, más tarde o más temprano, y que
sustituirlos con otros nuevos. Y, por último, que muchos de los trajes que usan
los hombres contemporáneos se encuentran en deplorable estado y no pueden
servir por más tiempo. Esto lo escribe -¡y de qué modo!- el original profesor
Teufelsdróckh (*) en un manuscrito abandonado por un desconocido en la puerta
de Andrés Futteral (saco de pienso), vecino de la aldea de Eutepfuhl (charco de
patos).
¡Ah! la filosofía del traje
¡qué cosa tan honda! De ella se desprende la miseria humana, su instinto
adulador o de simiana imitación, cuando se deja imponer por el roi
soleil, que era pequeñito de estatura, las peluconas de tres pisos y los
tacones altos; y nos explicará también la correspondencia que existe entre las
ideas y costumbres de un pueblo y su manera de vestirse: -cómo en las
sociedades donde predomina el espíritu militar los trajes son breves y ceñidos
al cuerpo, porque ese corte conviene a los hombres que deben hacer ejercicio; y
que, en cambio, en las sociedades regidas por la teocracia es amplio y largo el
traje, venerándose el talar más que ninguno, ya que a maravilla le sirve a
gentes físicamente ociosas y abdominalmente desarrolladas....
Pero nosotros abandonamos a
esas grandes inteligencias críticas, adivinadoras de la arcana relación entre
los humanos actos, como las de Carlyle y Herbert Spencer, que parecen lanzar
antorchas encendidas en la profundidad de una negra cripta donde se libra un
combate por la luz, el trabajo de revelarnos por qué motivo, hoy, los hombres
que se dicen elegantes usan esas botas puntiagudas de charol con taconazos que
contrarían la anatomía y autonomía del pie, esos pantalones cuyo modelo fueron
las patas del elefante, esos levitones, y esos tubos de chimenea sobre la
cabeza… Dígannos esos sabios varones por qué las mujeres civilizadas se clavan
aún anillos en las orejas; y se ponen esos talles de avispa -sólo el mentarlos
nos estremece- y esos bultos por detrás que harían llorar de lástima, de dolor
y rabia a un mozo ateniense… Queremos hoy ocuparnos de otra cosa: de la
contradicción que existe entre los trajes modernos de la clase acomodada y la
afición que se ha desarrollado generalmente por los ejercicios corporales.
No parece natural que
quienes se visten con tantas piezas de ropa incómodas gusten al mismo tiempo de
la independencia de los movimientos del cuerpo, hoy que rige la noción de la
lucha por la vida, la supervivencia del más activo. Valga lo que valiere
nuestra observación, vamos a ilustrarla con un ejemplo práctico. No recordamos
haber visto ningún boxer inglés o americano, ni el mismo
Sullivan, a ningún atleta profesional de circo, pista o gimnasio, que luciera
bien en su traje de calle. Nos parecía que siempre andaban entorpecidos con sus
faldones y con la pretina, que los brazos se les enredaban y las piernas se les
trababan. En cambio ¡cuán gloriosos salían con kninckerbockers y
nudo el torso! ¡cuánta gracia en sus movimientos al presentarse en la arena con
sus jerseys ajustados, encarnados o azules, descubiertos los
músculos vibrantes como apretados haces de cuerdas de violín!
Se dirá quizás que esos
hombres se visten por lo general de cualquier modo y a cualquier precio en los
almacenes de ropa hecha del Bowery, o en la Rag Fair de
Middlesex Street de Londres. Bien, ¿y qué? Siempre su cuerpo sano, su cuerpo
diestro y bello vale más que la ropa fina de los metafísicos gotosos y
estadistas doctrinarios y cenceños del día. Y cuidado, que ese cuerpo así
cultivado es el mismo que tanto se aplaudía en las fiestas panateneas, que se
conservan cinceladas por Fidias en el friso del Partenón; ese cuerpo elástico y
recio sabía entender y aplaudir a Pericles, el brioso sportsman,
cuando hablaba sin dar un solo grito ni hacer un solo gesto desde las gradas de
ese propio Partenón, que mandó fabricar para desesperarnos de envidia.
El profesor Teufelsdróckh
tiene en su manuscrito un pasaje bellísimo donde se cotiza el precio del traje
que encima nos ponemos, todo compuesto de despojos: -de la piel curtida de los
becerros, del producto de la tonsura de los carneros, de la saliva de los
gusanos, de la piel de perros ahogados o envenenados, con que cubrimos por
vanidad, que abrigan, nuestras manos, órganos cuasi divinos, dígalo Galeno.
Pregúntanos el alemán atrabiliariamente qué sería "de
esas pomposas ceremonias, coronaciones regias, recepciones, etc.; etc.;"
si por potencia de una varita mágica de súbito cayeran.... ¿lo digo?... las
ropas todas de la compañía dramática que las representa, y los duques, los grandes,
los obispos, los generales, y sus señoras, la misma personalidad ungida, todos
los hijos de sus respectivas madres, quedarán de repente sin siquiera la camisa
puesta? No sé si reír o llorar. Imaginaos desnudo al duque de Sopla-Pajas
perorando ante una Cámara de Lores todos desnudos también y el banco de la
oposición, el ministerial, las tribunas, con gente en cueros ¡Infandum!
¡infandum!...
Mal, muy mal
parecería la corte de ese modo, y el Parlamento asimismo; pero nuestros atletas
parecerían bien. El filósofo de la ropa, ¿cómo es que en todo su libro no ha
dicho que el traje de músculos que la naturaleza ha puesto sobre el esqueleto
de nuestra especie, es invariable tanto como bello? Es una inconsútil vestidura
blanca y enrojecida en ocasiones por el torrente interno de la sangre: bien
vale la pena de que se cuide como ningún otro traje artificial, aunque fuera
bordado de oro y perlas, ya que no podemos mudarlo sino con la vida.
Y demos fin al articulillo
éste diciéndole a los lectores que se vistan como les dé la gana, poco nos
importa; pero ¡por Dios! que debajo del paño de Sedán o de la grosera
chamarreta, se sienta un tórax firme y amplio, la plancha dura y corrugada del
vientre, los brazos de hierro; y bajo la funda del pantalón de baile o de
trabajo, un par de piernas como las del veloz Aquiles, el hijo de Peleo!
(*) Cualquiera que sepa
alemán dirá lo que significa esta palabra literalmente traducida.
La Habana Elegante,
12 de abril de 1891, p. 7.