Charles Baudelaire
A Édouard Manet
“Las
ilusiones – me decía mi amigo – son tal vez tan innumerables como las
relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas. Y cuando la
ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un sentimiento extraño, complicado, mitad añoranza por
el fantasma desaparecido, mitad grata sorpresa ante la novedad, ante el
hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre similar, y de una naturaleza imposible de confundir, es el amor materno. Es tan difícil imaginar a una madre sin amor materno como a una luz sin calor; ¿no es entonces
perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas las acciones y palabras
de una madre para con su hijo? Y sin embargo, escuche esta breve historia, en
la que fui notoriamente engañado por la más natural de las ilusiones.
“Mi profesión de pintor me lleva a contemplar atentamente los rostros, las fisionomías que se cruzan en mi camino, y usted sabe el goce que extraemos de esta facultad que hace a nuestros ojos la vida más viva y significativa que para el resto de los hombres.
"En el barrio alejado en el que vivo, donde amplios espacios verdes separan todavía a los edificios, solía contemplar a un niño
cuya fisionomía ardiente y traviesa, más que todas las restantes, me sedujo de inmediato. Posó más de una vez para mí, y unas veces lo convertí en
pequeño bohemio, otras en ángel y otras en Cupido mitológico. Le hice llevar el
violín del vagabundo, la Corona de espinas, los Clavos de la Pasión, y la
antorcha de Eros. Disfrutaba tanto de la gracia de este chiquillo que un día rogué a sus padres, gente pobre, que aceptaran entregármelo, con la promesa de vestirle como es debido, darle algo de dinero y no obligarlo a más trabajo que el de limpiar mis pinceles y hacer de recadero.
El niño, una vez aseado, resultó encantador, y la vida que llevaba en mi casa
le parecía un paraíso, en comparación a la que habría padecido en el tugurio
paterno. Apenas debo decir que algunas veces me sorprendió con ciertas crisis de tristeza precoz, y que en breve adquirió un gusto
desmedido por el azúcar y los licores, de tal modo que un día al descubrir, pese a mis innumerables advertencias, que había vuelto a cometer otro robo de este tipo, amenacé con devolverlo a sus padres. Luego me ausenté de casa, y mis asuntos me retuvieron bastante tiempo fuera.
“Cuál no sería mi asombro y horror cuando, al
entrar a casa, el primer objeto con el que chocó mi mirada resultó ser mi pequeño muñeco,
mi travieso compañero de aventuras, ¡colgado del dintel del armario! Sus
pies casi tocaban el suelo; una silla derribada sin dudas por una patada, yacía a su lado; su cabeza colgaba convulsa sobre la espalda; su cara, hinchada, y sus ojos, abiertos de par en par con una fijeza
escalofriante, de súbito me hicieron sentir la ilusión de la vida. Descolgarlo
no era tan fácil como se pudiera creer. Estaba tan rígido, que la sola idea de hacerlo caer bruscamente al piso me produjo una indecible repugnancia. Tenía que sostener su cuerpo con un brazo, y, con la otra mano, cortar la cuerda. Pero esto no era todo; el pequeño monstruo había
usado un material muy fino que penetró profundamente en la carne, por lo que era necesario separar, con unas tijeras bien pequeñas, la cuerda entre los bordes tumefactos para librarle el cuello.
“Olvidé contarle que pedí auxilio; pero ninguno de mis vecinos acudió en mi ayuda, leales en esto a las costumbres del hombre civilizado que nunca quiere, no sé bien por qué, meterse en asuntos de ahorcados.
Finalmente, vino un médico que declaró que el niño estaba muerto desde hacía
varias horas. Cuando nos dispusimos más tarde a amortajarlo para el entierro,
la rigidez cadavérica era tal, que, desesperados por no quebrar sus miembros, tuvimos que desgarrar y cortar sus ropas para poder quitárselas.
“El comisario ante quien, naturalmente, tuve que declarar el
accidente, puso mala cara y me dijo: “¡Esto huele mal!”, movido sin
dudas por hábito profesional y un inveterado deseo de asustar a cualquier precio, tanto a los inocentes como a los culpables.”
“Solo quedaba por resolver una tarea suprema que de solo
pensar en ella me provocaba una terrible angustia: había que avisarle a los padres.
Mis pies se negaban a hacerlo. Por fin logré reunir el coraje
suficiente. Pero, para mi sorpresa, la madre se mostró impasible y ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí semejante rareza al horror que debía experimentar, y recordé la célebre frase: “Los dolores más terribles
son mudos”. En cuanto al padre, se limitó a decir, con aire entre embrutecido y ensimismado: “¡Después de todo, tal vez sea mejor así; de todas formas habría acabado mal!”.
“Mientras, el cuerpo yacía tendido en mi sofá. Y en tanto me ocupaba de los últimos preparativos con la ayuda de una sirvienta, la madre entró en mi taller. Quería ver el cadáver de su hijo. No podía, verdaderamente, impedir que se embriagase con su desgracia negándole aquel supremo y
oscuro consuelo. Entonces me rogó que le mostrara el lugar donde su pequeño se
había ahorcado. “¡Oh! ¡No! Señora – le respondí – eso la afectará”. Y cuando involuntarios mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, advertí,
con ira y horror, que el clavo continuaba clavado en la pared con un trozo de cuerda aún colgando. Con celeridad me lancé para arrancar aquellos vestigios de desgracia, y estaba a punto de lanzarlos por la ventana, cuando la pobre mujer me agarró del brazo y me dijo
con voz irresistible: “¡Oh! ¡Señor! ¡Déjemelos! ¡Se lo ruego! ¡Se lo
suplico!”. Su desesperación la había enloquecido de tal modo, que ahora se encariñaba con aquello que sirvió de instrumento
para la muerte de su hijo, y deseaba guardarlo como horrible y preciada
reliquia. Y partió con el clavo y la cuerda.
“¡Por fin! ¡Por fin! Todo había terminado. Solo me quedaba regresar al trabajo con más ganas que de costumbre, para ahuyentar poco a poco ese pequeño cadáver que penetraba los rincones de mi cerebro y cuyo fantasma
me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí
un paquete de cartas: unas, de los inquilinos de mi casa, otras de las casas
vecinas; una, del primer piso; otra, del segundo; otra, del tercero, y así
sucesivamente; algunas escritas en un estilo confianzudo, como intentando disfrazar
tras supuestas bromas la sinceridad del pedido; otras, sin decoro alguno y
con faltas de ortografía, pero todas con el mismo propósito: obtener de
mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había más mujeres que hombres; pero no todos, créanme, pertenecían a la
clase inferior y vulgar. Guardé las cartas.
“Y entonces se encendió de repente una luz en mi cerebro, y comprendí por qué
la madre insistía tanto en arrancarme la cuerda y mediante qué negocio
buscaba consolarse”.
Versión de M. Varón de Mena
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