Agustín Espinosa
Sentía una ternura que me llevaba a acariciar todas las
cosas: lomos de libros, filos de navajas, hocicos de gato, rizos de pubis,
prismas de hielo, cucarachas mohosas, lenguas de perro y pieles de marta,
gusaneras y bolas de cristal.
Mis manos estaban tocando algo frío y repugnante. Primero
las orejas, luego la nariz, después las cejas del cadáver de un hombre como de
cincuenta años, escorzado horizontalmente en un gran primer plano de gran
‘film’, que fuera a la vez un gran cuadro. Tenía aquel hombre un ojo medio
cerrado, y el otro, vidrioso, desmesuradamente abierto, y una barba de enfermo de
una semana. No llevaba puestos zapatos, sino unos calcetines negros, de muy
mala clase, rotos por el talón y sobre los dedos. Tenía la cabeza recién
afeitada, y cubría únicamente su ya macabra humanidad un abrigo de señora, impecable, sin una sola arruga, abrigo de
maniquí de escaparate de sastrería, demasiado largo para el muerto, al que sólo
dejaba en libertad los pies. El abrigo llevaba cosido aún en un costado un
papel donde se leía: “Mª A., soltera, de 16 años, desconocida”.
Todo esto entre dos hileras de cubiertos, sobre el mantel
blanco de una mesa de comedor preparada para una gran cena de Nochebuena. Los
mal vestidos pies, rozando la blancura de unos pasteles de coco y la ligera
arquitectura de un castillo de hojaldre; una de las manos, de uñas curvas y oscuras,
medio sumergida en una fuente de ‘chantilly’.
En una mesa próxima, había varias botellas de champaña y
una flamante cabeza de cerdo, de colmillos muy largos, que se parecían
demasiado a los del difunto. La posición horizontal alargaba un poco la
estatura del cadáver; pero, de todos modos, no debía medir menos de dos metros.
No sin grandes esfuerzos lo había podido traer hasta
allí. Y colocarlo sobre la mesa, sin interrumpir demasiado la complicada
retórica del banquete. Se trataba ya sólo de separar la cabeza del tronco, y
ninguno de los calados cuchillos de plata cortaba bien. Esto empezaba a
angustiarme, con el miedo de tener que invertir más tiempo que el fijado.
Me invadía una ternura que me llevaba a acariciar todas
las cosas: picaportes, barandas de escaleras, frutas podridas, relojes de oro,
excrementos de enfermo, bombillas eléctricas, sostenes sudorosos, rabos de
caballo, axilas peludas y camisitas sangrientas, pezones, copas de cristal,
escarabajos y azucenas naturalmente húmedas.
Aunque sólo acariciaba las orejas, los labios, las
mejillas de un hombre a quien había asesinado unas horas antes en su misma
habitación, para sustituir su cabeza por una cabeza más clásica: capricho
último, de noche de Navidad, de una mujer de pelo rojo y caderas ampulosas. Por
quien había llegado hasta el crimen. Y que esperaba, en tanto, voluptuosamente,
mi retorno imperioso a su casa, portador de la cena mágica, en la cual habría de
ser yo, a la vez, ‘maître’, matarife y comensal enamorado.
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