A José Coronel Urtecho, por su amistad en la
Isla Española; a Pablo Antonio Cuadra, por sus poemas en “La poesía
sorprendida”; a Ernesto Cardenal y a Ernesto Mejía Sánchez –y en ellos a la
nueva poesía de Nicaragua- en el Primer Centenario del nacimiento de Rubén
Darío.
Cisne o Búho. No sé.
La noche es tan confusa como tu alma de arcángel
dolorido.
Te apoyas con tu luz en la puerta de nuestra América india,
entredormida
y tu sombra se extiende iluminada de misterio
hacia el umbral del Paraíso.
Eres melancólico y distinto como tu país que se asoma
a todos los ojos del planeta,
De océano a océano como el aire errabundo,
y alzas la flor volcánica de Centroamérica que despierta
y donde nuestros pueblos ven madurar unitivas
constelaciones.
París es niebla, ahora, junto a tu mesa del café pleno y
solitario,
donde Verlaine se muere poco a poco de invierno y
mansedumbre
o de brumosas horas melancólicas en busca de los lechos de ausentes
hospitales.
Tus ídolos están aún borrachos de infinito
y Grecia se sienta a conversar con ellos de cosas
familiares.
Pero tú eres el que llegas y ya has partido a nuestra
América,
el que te acabas de embarcar a nuestros países y te
quedas en París
para beber otro poco de niebla o de nostalgia.
Rubén, como el asombro de los ángeles;
Darío, tu reino es todo de la tierra.
He visto otra vez el París que sufrías y cada día
soñabas,
y he hablado con el Sena a ver si todavía se acuerda un
poco de tu voz.
Viajo ahora en el tren –en tu tren de neblina invernal-
hacia el polvo silencioso de España.
Y veo los huesos de los siglos que tú nos enseñaste a
ver,
y escucho la tos de eternidad de Quevedo y miro el
párpado de oro
de Góngora insomne de relámpagos.
El tiempo ha roto los pedestales, pero lo que amabas está
en algún sitio
del adiós o del reencuentro de las nubes fugaces,
mientras los astronautas imaginan el día que se abrirá
como una flor en Marte,
como una grieta de silencio, allá en Venus,
y la nueva poesía nos visita en forma de ostras de humo
que cruzan el espacio.
Te asomas ahora a un neblinoso balcón.
No sé si aún tiemblas ante los milagros que todavía te
esperan
y lo que ves es que giran los siglos sin destruirse en su
centro,
que cien años son apenas una bisagra.
Sé que me entiendes y que el tiempo está ciego de tanto
espacio,
que el espacio anda mudo de tanto tiempo.
Sólo tú ves, más allá de las palabras secretas,
de qué manera tan simple vuelve a ordenarse la esperanza.
Cuadernos hispanoamericanos, 212-16, 1967, p. 629-30.