domingo, 29 de marzo de 2015
domingo, 22 de marzo de 2015
Semmelweis: la vida de las plantas
Louis-Ferdinand Céline
El trabajo será breve; doce páginas apenas. Pero doce páginas
de densa poesía, de agrestes imágenes. Con arreglo al clasicismo de entonces,
está redactada en latín, y del más fácil. Se titula: La vida de las plantas. Es un pretexto para celebrar las virtudes
del rododendro, de la vellorita, de la peonía y de algunos otros vegetales. De
paso, el autor se complace en hacernos constatar fenómenos de gran importancia,
pero totalmente obvios; entre otros que, si el calor del sol favorece la
eclosión de las flores, el frío, por el contrario, les es enteramente
perjudicial. No existe nada más simple, pero para una muestra de patetismo he
aquí ésta: «¡No hay espectáculo —escribe— Semmelweis que regocije más el
espíritu y el corazón de un hombre que el de las plantas! ¡El de estas
espléndidas flores de variedades maravillosas, que exhalan olores tan suaves!
¡Que proporcionan al gusto los más deliciosos jugos! ¡Que alimentan nuestro
cuerpo y le sanan de las enfermedades! El espíritu de las plantas inspira la
cohorte de los poetas del divino Apolo, que se maravillaban ya de sus formas
innumerables. La razón del hombre se niega a comprender estos fenómenos, que no
puede aclarar, pero que la filosofía natural adopta y reverencia: en efecto, de
todo lo existente emana la omnipotencia divina.» No le faltan a la tesis otros
pasajes de la misma melodiosa inspiración y de igual valor. Su maestro Skoda,
que presidía el tribunal de la Facultad, le preguntó, sin duda por no
permanecer inactivo, si sería posible sustituir el mercurio por el jugo de
ciertas flores en el tratamiento de las enfermedades, y le rogó que argumentase
este delicado tema: «Medicina y Sentimiento». Todo ello en mal latín, que quede
claro. Lo esencial para nosotros es saber que fue recibido doctor en medicina
aquel día, que algunos autores sitúan en marzo, otros en mayo, en todo caso, en
la primavera de 1844.
Traducción de Juan García Hortelano
viernes, 20 de marzo de 2015
Mensaje al Capitán Straube
Salvador Reyes
Capitán,
otra vez va a llegar el invierno.
¿Y
nuestro viaje? Lo discutimos hace ya tanto tiempo
Sin
embargo, estamos aún amarrados al muelle
fumando
nuestro tabaco de musgosas redes.
Yo
he intentado sembrar un árbol como un hombre serio.
¿Y
qué cree usted que floreció? La Rosa de los Vientos
Es
inútil, inútil, mi querido Capitán:
es
ya la hora de hacernos a la mar.
Sus
gruesas botas de agua están paseando el muelle
Y
la marea mece blandamente nuestro queche.
Como
las líneas de una mujer, saboreamos las líneas del barco.
¡Capitán,
ya es la hora de tomar el largo!
Todo
está a bordo: víveres,
cartas, instrumentos.
Nos
estrechan la mano nuestros amigos aduaneros.
Allí
arden las luces sollozantes de los adioses
y
resbalan en la garganta de la noche húmeda y salobre.
Pienso
en el viento que se desborda por la relinga de los foques,
en
el bauprés clavando el corazón del Norte.
Estalla
un puñado de estrellas a popa, en la noche del Pacífico
y grito: ¡Adiós
para siempre, Valparaíso!
Más allá del faro
el viento hinchará la cangreja;
rápidamente
alcanzaremos la estera de las ballenas,
El
mar libre y áspero, la soledad que cuadra bien al hombre
y
la danza negra y desnuda del horizonte.
La
maniobra obedece fácil a su voz marítima;
me
oriento perfectamente por la estrella de su pipa.
Sólo
el rostro de una mujer puede encerrar, Capitán,
el
infinito, el vértigo del mar.
La tempestad,
las maldiciones, la sal que escuece la boca;
nuestras
manos que sangran aferrando la escota
y
no saber si mañana veremos el día…!
¡Votó
al diablo! Son cosas que vale la pena vivirlas.
Podríamos
peinar las cabelleras del infierno.
¿Se
acuerda usted de cuando era Capitán de la “Tenglo”?
Desde
un pasado soberbio de valor y violencia
se
alza su puño de piedra frente a la tripulación insurrecta.
Ahora,
libres entre el cielo y las olas,
cortamos
trozos al destino con el cuchillo de la roda
y
nos hartarnos de vida con esa gula de los marinos.
¡No
hay más verdad que el goce de nuestros instintos!
El
Pacífico, árbol generoso, con sus frutos de puertos…
Guayaquil,
Panamá, San Francisco y los atoles polinésicos.
Nuestro
queche plega las olas en las quietas bahías,
y
en la playa, desnuda y perezosa, se tiende a descansar la vida.
¡Cierra
caña a estribor!.... ¡Oh, Capitán Straube!
Como
una mujer tiembla el barco de la quilla a los mástiles.
La
gran posesión del mar y su beso desnudo
y
nosotros corriendo a pleno trapo en la juventud del mundo.
Agua
salobre, viento salobre, vida salobre.
Flecha
clavada en la fama del horizonte.
Tiburones
y albatros enlazan el cielo y el mar.
¡Es la hora
de levar anclas, Capitán!
1922
miércoles, 18 de marzo de 2015
Goya
Andrêi
Vozniessiênski
Soy
Goya
los
ojos –pozos de petróleo-
me
arrancó el enemigo
Soy
guerra
ciudades-escombros
bajo
la nieve
de
1941
Soy
garra
garganta de ahorcada
repiqueteando
en
plaza vacía
¡Soy
Goya!
¡Venganza!
Hacia
occidente lanzo
ingratas
cenizas
Y
en la memoria del cielo ¡oh!
clavo
estrellas-fijas
Soy
Goya
Soy…
Versión: M. Varón de Mena
lunes, 16 de marzo de 2015
En la frontera
El doctor Valentín Langensack, mi profesor de
geografía, solía decir que había dos clases de fronteras: naturales y políticas.
Infaliblemente, a continuación venía la pregunta: «¿Cuáles son las naturales,
cuáles las políticas?».
Montañas, ríos, mares y cadenas montañosas son las
naturales. Las políticas son barreras de madera de dos o tres colores, casetas
con escudos, policías fiscales in natura. Marcadas por el mapa con
puntos, rayas, líneas, etc.
Cuando el doctor Valentín Langensack -¡Dios lo
tenga en su gloria!- aún vivía, sólo había dos clases de fronteras.
Ahora que está muerto, sin duda sigue habiendo
fronteras políticas, pero hace mucho que ya no hay fronteras naturales, sino antinaturales.
Las fronteras políticas tampoco son ya puntos, rayas,
líneas, etc., sino vejaciones, vías dolorosas, pasiones, Gólgotas,
crucifixiones, en una palabra: registros…
Se puede llegar a la Hungría occidental de habla
alemana de distintas maneras: por Ebenfurt o a través del bosque, por senderos
de contrabandistas o por Wiener-Neustadt.
Yo elegí Wiener-Neustadt.
En la plaza del Ring está la dirección de policía, y
allí empieza la frontera antinatural. Porque, curiosamente, un pasaporte
austriaco en regla, dotado de todos los visados y emborronado con todas las
firmas ilegibles de todos los comisarios y direcciones de policía del mundo, no
basta para pasar la frontera. Hay que conseguir además una autorización de
cruce de la frontera en Wiener-Neustadt. Y ése es el comienzo de la frontera.
La frontera misma está media hora más allá de
Wiener-Neustadt. Es de noche, y como por desgracia no soy ningún especulador,
tengo la intención de cruzar la frontera por la mañana.
Pero, para poder pernoctar en Wiener-Neustadt, hay
que haber nacido en Mattersdorf. Precisamente en Mattersdorf. Me enteré de eso
en el Hotel Central, donde pregunté humildemente si podía conseguir una
habitación. No recibí respuesta alguna. No por eso dejé de esperar. En la
frontera, vale el refrán: «Ninguna respuesta es una próxima respuesta».
Delante de mí había un caballero rellenando una hoja
de registro. Luego el caballero desapareció, y ocupé su lugar. La hoja de
registro estaba ante mí.
Vino una camarera, leyó la hoja y me miró. Luego
dijo, con espontánea cordialidad y emoción en la voz:
-Le daré la número cincuenta y dos. Pero sólo porque
es usted de Mattersdorf.
A lo que yo guardé silencio y seguí a la camarera
hasta la número cincuenta y dos.
Cuando hube dejado mis cosas y me hube guardado la
llave, saqué mi revólver y dije, muy amablemente:
-Señorita, yo no soy de Mattersdorf. Esa hoja de
registro es de otro caballero.
-Vaya –dijo ella-, de haberlo sabido no le habría
dado la habitación.
-No se arrepentirá –respondí, me guardé el revólver y
le di un billete de diez coronas.
Así que volví a mi cuarto en Wiener-Neustadt sin
ser nacido en Mattersdorf. ¡Hay que tener suerte!...
Por la mañana, caminé media hora antes de llegar a la
frontera propiamente dicha. Sin duda hay una vía que lleva directamente de
Wiener-Neustadt a Sauerbrunn, pero el tren no circula. En primer lugar, porque
es una frontera antinatural, en segundo lugar, para que los viajeros puedan
llevar sus maletas. En la frontera hay seis gendarmes y uno de la Policía
secreta. Uno de los gendarmes mira el pasaporte, otro me mira y pregunta:
-¿Nada que declarar?
¡Qué ingenuo! Me pregunto si algún contrabandista
habrá confesado alguna vez que llevaba cosas que declarar.
No por eso dejo de decir, como marcan las normas:
«No!», y paso.
Veinte pasos más allá, un guardia rojo analfabeto
trata de deletrear un pasaporte. Le lleva mucho tiempo. Precisamente con mi
pasaporte el buen hombre quiere aprender alemán. Tengo que darle dos
cigarrillos para que abandone todo intento de estudiar y me devuelva el
pasaporte.
Al otro lado empieza Neudörfl.
Neudörfl es la introducción al país de
Heanzen. No entiendo muy bien ese disminutivo, Dörfl. Debería llamarse Neudörf.
El pueblo consiste en una sola calle, increíblemente larga, formada a ambos
lados por casitas blancas. Es sábado, y día de gran limpieza. Niños rubios
juegan entre la porquería de la calle. En una lejana granja gruñe apaciblemente
un cerdo. Un gallo se pasea por en medio de la calle. Dos patos chapotean en un
charco.
Como Neudörfl no tiene la menor intención de
acabarse, decido interrumpirlo por mi cuenta y entro en una taberna. El
posadero es húngaro, la mujer austriaca. Un mozo es austriaco, una camarera
húngara. El posadero es muy amable con la camarera, la dueña con el mozo.
Afinidades electivas y tribales, en el límite de las novelas de amor y los
escándalos amorosos.
Al cabo de un cuartillo de vino tinto vuelve a empezar
Neudörfl. Un campesino sale de la iglesia. Pregunto por el señor cura.
-Yer le dio un ataque –dice.
-¿Vive aún?
-Sí, pero no le quea mucho. Estaba furioso con
Bela Kun, ¡y ahora le ha dao un ataque! –se lamenta el campesino.
-¿Se alegra usted de que Kun se haya ido?
-Pero claro. Eso no había quien lo aguantara.
-¿Sabe que ahora pertenecen ustedes a Austria?
-¡Aún no! ¡Pero tó se andará! ¿Vié usté
de Viena?
-Sí.
-Ah, ah, de Viena –dice sonriendo, y le brillan los
ojillos.
Detrás de la iglesia, Neudörfl se acaba al fin. A la
izquierda está Waldheim am Lichtenwerd. Una fonda. Dentro hay un gendarme
austriaco con todo el correaje. ¿Qué hace aquí? ¿No será la fuerza de
ocupación? ¡Por el amor de Dios, no!; Waldheim am Lichtenwerd ha vuelto a ser
Austria! Algo me dice que eso no sería una frontera antinatural. Un pico
austriaco entre Hungría y Hungría. ¡Y en el pico una fonda, y en la fonda un
gendarme! ¡Qué extraña frontera!
Justo detrás de la fonda empieza el bosque. En la
oscuridad hay un hombre con revólver, y grita: «¡Manos arriba!». Al oír ese
grito se detienen cuatro guardias rojos húngaros que iban a Waldeheim. El
agente de policía los cachea, ordena: «¡Adelante! ¡Marchen!», y los lleva al
interior del bosque. Es un sitio un poco inquietante, en el que aún no termina
un país y aún no empieza otro.
Quien busque la ocasión de irritarse puede cubrir el
resto del camino junto a la vía del ferrocarril hasta Sauerbrunn. ¡Qué hermosa
vía! ¡Qué fácilmente podría recorrerla un tren! ¡Y no habría que gritar «¡Manos
arriba!» ni haría falta ver gendarme alguno, y sería en general mucho más
cómodo!
¡Pero no! Las fronteras son incómodas. ¡Sí! ¡Cuando
mi profesor de geografía vivía, y las dividía en políticas y naturales, la cosa
era distinta, por supuesto! Pero ahora que está muerto solamente quedan las
antinaturales…
Der
Neue Tag, 7-8-1919
sábado, 14 de marzo de 2015
A un viandante de mil novecientos sesenta y cinco
Calvert Casey
¿A qué teléfono llamaste y nadie respondió?
¿A qué puerta tocaste que conducía a la nada?
¿Qué ojos buscaste con la mirada vidriosa que tan bien conozco?
¿Qué cuerpo no reconociste con la pupila de obseso?
Sales de las tinieblas para perderte en las tinieblas.
Pasas junto a las murallas resecas sin proyectar sombra.
Te empuja el viento de enero;
agosto no logrará aminorar tu marcha.
Donde quiera que estés llegan tus pasos hasta mí.
Cada noche nace la esperanza y cada noche la entierras.
El arco se romperá contigo.
Busca, busca el amor sobre los arrecifes,
junto a los muros ásperos.
Desde lo oscuro verás cerrarse la puerta.
Tu último paso será tu último gesto.
Si encuentras a quien buscas y te detienes,
rodarás muerto a sus pies.
¿A qué teléfono llamaste y nadie respondió?
¿A qué puerta tocaste que conducía a la nada?
¿Qué ojos buscaste con la mirada vidriosa que tan bien conozco?
¿Qué cuerpo no reconociste con la pupila de obseso?
Sales de las tinieblas para perderte en las tinieblas.
Pasas junto a las murallas resecas sin proyectar sombra.
Te empuja el viento de enero;
agosto no logrará aminorar tu marcha.
Donde quiera que estés llegan tus pasos hasta mí.
Cada noche nace la esperanza y cada noche la entierras.
El arco se romperá contigo.
Busca, busca el amor sobre los arrecifes,
junto a los muros ásperos.
Desde lo oscuro verás cerrarse la puerta.
Tu último paso será tu último gesto.
Si encuentras a quien buscas y te detienes,
rodarás muerto a sus pies.
Septiembre 18, 2778
lunes, 9 de marzo de 2015
niños yo vi
Haroldo de Campos
vi a Oswald de Andrade
el padre
antropófago en el 49
reclinado en
un sillón
leyendo trópico de cáncer de henry miller
(maría
antonieta la rosa de los alkmin lo mimaba
mientras él
iba aplastando contumaces cabezas
de diamante
con el martillo de nietzsche)
vi a ezra
pound en el 59
en via
mameli rapallo
(tuesday
four pm ore sedici)
levantando
en las manos el gato de gaudier-brzeska
forma felina
que ocupaba todo el espacio
de una
exigua pieza de mármol ceniza
(a esas alturas el viejo ez ya empezaba a callarse
y sus ojos
rubios centellaban en la inútil
búsqueda de punti luminosi)
vi a roman
jakonbson en la jolla
california
año 56
(a su lado
krystyna pomorska rubia cabeza altiva)
pasé rápido
el test de las palabras cambiadas:
v zviózdi vriézivaias / “entremezclado a las estrellas”
agujero
negro en la primera estrofa
del poema de
maiakovski a serguei esenin
venga a oir
krystyna un poema brasileño
que resolvió
el problema de la rima al revés
en la
traducción de los versos de vladimir)
me convidó
entonces a comer comida árabe
y fueron
muchas las veces y lugares en que nos vimos
encuentros
marcados por luminosas dosis de vodka
(albo lapide notari –decían los romanos)
y hasta me
envió una carta
abierta
tras leer
las coplas de martin codax
sobre el mar
de vigo
vi a francis
ponge en bar-sur-loup
año 69 diez
años después de parís rue lhomond
cuando me
extendiera delante de los ojos
el sena
un poema
desplegable fluente como un río
y
suspendiera a la pared del estudio su araña
tutelar
-l’ araignée mise au mur –magnífica
rectora de saliva
de abolenga
progenie mallarmeana
pero ahora
en provenza en bar-sur-loup
en los
límites de su vaso de agua
él estaba
entero
franciscus
pontius nemausensis
sobrio
lapidario de gres y piedra pómez
separando
palabras como quien escoge
minerales de
texturas y colores diferentes y los perfila
a contra luz
uno por uno
vi a max
bense
celebrando
con estudiantes en drei mohren
stuttgart /
estugarda año 64
la solución
del enigma rembrandt
programada
en la fórmula de birkhoff:
el cociente
de belleza emergía purísimo
de una
retícula violeta
como venus
afrodita surgiendo desnuda
de la espuma
del mar color vino
vi a julio cortázar
años más tarde
en parís rue
de l´ éperon
me llamó
cronopio como hacía
con los
amigos
(él
cronopísimo el mayor de todos)
nos gustaba
comer en un restaurante griego
cerca del
hotel du levant
en la arpegiante
calle de la harpe
y un día me
hizo entrar en uno de sus cuentos
donde me
puso a transcribir de atrás palante en lengua muerta
un soneto
suyo corredizo como un zipper
(después me
describió como un cachalote de barbas de neptuno
en el centro
exacto del círculo
de sus
amigos brasileños)
vi todo eso
y vi otras muchas cosas
como por
ejemplo en la via del consolato
murilo
mendes entre cuadros de volpi
preguntando
por la edad del serrucho
y en esa
misma roma de fachadas amarillo-huevo
en la
trattoria del buco
ungaretti el
leonardo ungaretti
(que
acostumbraba conversar con leopardi
en el
locutorio de las estrellas)
me preguntó
una vez en tono de confidencia:
ci sono
ancora quelle mulattine a san paolo?
(no había
ninguna mulatica –era sólo
me explicó
después paulo emilio-
la fogosa
fantasía del poeta)
vi en fin
todo eso
todo eso y
mucho más
y ahora
tengo derecho a cierta ciencia
y a una
cierta impaciencia
por eso no
me manden manuscritos dactiloscritos telescritos
porque sé
que la filosofía no es para los jóvenes
y la poesía
(para mí) se va pareciendo cada vez más
a la
filosofía
y ya que
todo al final es niebla-nada
y mi tiempo
(consideremos) puede ser poco
y hasta
ahora sólo he traducido unos doscientos setenta versos
del primer
canto de la Ilíada
y no domino todavía
las ganas
de aprender árabe y yoruba
y la
necesidad de reunir todas las fuerzas disponibles
para
resistir a mefisto y no vender el alma
y seguir
firme
en posición
de loto
mientras
todos esos recados ambiguos (digo: vida)
entran en el
contestador automático
Traducción: Pedro Marqués de Armas
domingo, 8 de marzo de 2015
Una cierva en el crepúsculo
D. H. Lawrence
En los pantanos
una cierva surgió del campo
y se perdió en la colina
abandonando a su cría.
Desde la ladera
se dio vuelta a mirar:
delgada mancha negra
contra el cielo.
La contemplé, sintiendo
que su mirada
me volvía extraño.
Pero tenía derecho
a estar allí con ella todavía.
Su sombra ágil trotaba
a contraluz, echando atrás
la equilibrada y fina
cabeza. Y la reconocí.
¿No pesa, masculina, cargada de astas, mi cabeza?
¿No son mis patas ligeras?
¿No corrimos juntos en el mismo viento?
¿Mi miedo, acaso, no cubrió su pavor?
Traducción de Juan José Saer
sábado, 7 de marzo de 2015
Las fotografías del exilio
Giovanni
Macchia
La
tarde de aquel terrible 18 de julio de 1898, cuando la Audiencia de lo Criminal
de Versalles confirmó su condena a un año de prisión, Zola no tuvo siquiera el
tiempo de regresar a su casa para besar por última vez a su adorado perro
Pimpin. Incitado por sus amigos Clemenceau y Labori, de incógnito, con una
pequeña maleta que contenía unos pocos objetos y su máquina fotográfica, Zola
tomó el tren en la Gare du Nord y partió para Gran Bretaña.
"Exilio" es una palabra ligeramente
áulica que puede leerse en los textos escolares. Es como la muerte. Son
siempre los otros los que mueren, decía Duchamp. Pero el exilio de Zola estuvo
desprovisto de memorables gestos y de toda grandeza. Era uno de los tantos
exiliados modernos que escapan para no terminar en la cárcel. Solo, en un país
al que no amaba, sin conocer una palabra de inglés, viajaba con nombres falsos,
haciéndose llamar Pascal, o Beauchamp o Richard. Inmerso en un silencio
inhumano, tras el bullicio parisino, el proceso y las vulgares caricaturas,
siempre temió ser reconocido, arrestado. Comenzó a cambiar de residencia en
zonas cada vez más lejanas o deshabitadas. Los pocos amigos, con sus excesivos
miramientos hacia su persona, sin duda no lo tranquilizaban. Si en los momentos
de calma se reaseguraba diciéndose que los agentes franceses no tenían el
derecho de actual en territorio extranjero, allí estaban, no obstante,
los afectuosos amigos para aconsejarle que usara toda posible precaución
para huir de las investigaciones, para recordarle que el peligro existía
y podía provenir de las cartas o de las personas que llegaban a él desde
Francia.
Las
fotografías que también en Inglaterra, cediendo a su insuperable manía, logró
sacar, son ante todo un singular documento vital. Respiran la atmósfera de
aquel exilio: el silencio, el miedo, la sospecha y ninguna gracia hacia el país
que lo acogía. Se condensa más desesperación en estas imágenes que en las
declaraciones abiertas de sus cartas o de sus notas.
La
fotografía se conviene casi en una confesión indirecta. Inscribió Cecchi que
nadie expresó mejor la tristeza de un despertar londinense como Mallarmé cuando
recuerda el crujido de la antracita que la criada madrugadora vertía en el cubo
de hierro. Un sus tímidas y modestas vistas, nadie expresó mejor que Zola la
melancolía de ciertas calles anónimas de Londres, distintas e iguales, tan
cercanas y tan lejanas a la vez, alegradas por pequeños hoteles tristes y por
la sombra sin belleza de los campanarios de las iglesias.
Quizás
fueron tomadas los domingos. De Nittis había pintado los desiertos domingos
londinenses. También en éstas, el caminar de unos pocos viandantes, el chillido
de un carretón, el trote lento de un caballo, despiertan ecos prolongados y
profundos de hora estival. A menudo incluso los caballos están quietos, en
reposo. El cochecito de un niño o de una anciana paralítica transcurre con
dificultad por la acera desvencijada. Hay en todo ello una gran circunspección,
casi como si el fotógrafo quisiera ver sin ser visto. Lejanos están el gran
Londres y los maravillosos paisajes industriales.
"Je
vis au désert. Je ne vois absolument personne, je passe trois ou quatre jours
sans méme ouvrir les lévres, servi par des muets". La fotografía, hija de
ese silencio, sirve para ponerse en comunicación con la pequeña humanidad muda
y sin sonrisas que transcurre por esas calles. En raras ocasiones la compacidad
de las imágenes se disuelve como para revelar un secreto. Entonces se trata de
la súbita resurrección del mundo que ha dejado atrás, el tranquilo mundo
familiar de afectos, de trabajo, de dulces hábitos. Detrás de los cristales,
entre las cortinillas abiertas, en un interior a la manera de Vuillard, se
percibe a una dama que lee. Cuatro "vírgenes británicas", cuatro
compungidas damiselas inglesas en bicicleta le traen el recuerdo de Jeanne.
Permanente y fiel está en Zola el amor abrasador por la intimidad familiar.
Lloró como un niño cuando le escribieron que su Pimpin había muerto. Y no es un
azar que en medio de aquella "détresse morale absolue", en aquella
"grande angoisse" de Londres, haya comenzado a escribir la novela de
la familia, de la grandeza y eternidad de la familia: Fécondité.
Para
nosotros que las vemos ninguna fotografía es contemporánea. Incluso si ha sido
tomada dos minutos antes, nos habla ya de un tiempo révolu. Pero las
fotografías tomadas en Francia por Zola eran como el "borrador"
de sus creaciones. Eran el documento de una realidad que ofrecía, en la
diversidad de perspectivas, lo que podía escapar a un ojo inseguro. Casi
imponían las directrices para la descripción, devastada hasta la alucinación
por el amor del detalle, por la precisión, por la voluntad de comprender el
secreto de lo que existe. En el espacio que operaba Zola como fotógrafo se
desplegaba entre lo que era la pintura de su época (los amados impresionistas)
y lo que vendrá a ser el cine (imágenes de una realidad en movimiento). Las
fotografías londinenses, en cambio, nacieron como apuntes de la memoria, sin
ningún propósito de ser utilizadas. Incluso cuando Zola tendría todas las
razones para ambientar su Angeline en el paisaje inglés, porque en Inglaterra,
viviendo en casa de "Penn", se sintió atraído, durante sus frecuentes
paseos en bicicleta, por una pequeña mansión abandonada, según se decía por los
espíritus, incluso en ese caso piensa en Francia. El relato Angeline fue
ambientado "du cote d’Orgeval, au-dessus de Poissy".
No
obstante, existía un Londres al que debería haber amado. Muchos años antes,
entusiasmado por las telas de Jongking y de Monet, había formulado sus
declaraciones de amor hacia las grandes ciudades de inmensos horizontes, cuyas
vistas conmovían más que los Alpes o el azul mar de Nápoles. ¿Qué ciudad más
que Londres había dado vida a nuevas formas arquitectónicas en las que el
conocimiento de los principios y de la práctica de la mecánica se había
difundido tanto, aunando en sus amplias estructuras el cristal y el hierro? En
París, donde no obstante permanecía fiel en la decoración de su casa a una
mescolanza de estilo Luis XIII y de bizantino o neogótico, se había hecho
fotografiar con complacencia al pie de la Torre Eiffel y se había detenido
largo rato a contemplar el palacio de la electricidad. ¿Por qué no quiso
fotografiar las estaciones de Paddington o de King's Cross y no entró en la
Goal Exchange o en uno de los grandes templos ingleses de la industria?
Nosotros sólo sabemos que no quiso regresar a Francia sin conservar en sus
archivos para futuras empresas la imagen de la más famosa de esas
construcciones: el Palacio de Cristal, creado casi medio siglo atrás por el
gran jardinero paisajista que fue James Paxton. Cuatro fotografías
circunscriben los tiempos y los grados de la visión.
En
una primera fotografía, las líneas del palacio, con la gran cúpula central, se
dibujan sobre el horizonte: difuminado en la niebla, inmenso, agazapado como un
dinosaurio que avanza, con su calma amenazadora, en medio de la naturaleza
circundante: la pobre naturaleza enferma de la periferia, destinada a morir.
Zola observa aquella gran sombra desde una pequeña calle fangosa, en la
que las alquerías desastradas están cercadas a duras penas por estacas medio
arrumbadas.
En
la segunda fotografía, el objetivo se aproxima. Ya no es la calle fangosa sino
dos rieles que se pierden en la naturaleza, como una profunda herida entre los
árboles negruzcos; el Palacio de Cristal, menos distante, canta en medio del
desorden circundante la infinita y exacta letanía de sus vértebras de hierro.
Los traslúcidos espacios de cristal sólo se ven interrumpidos por
penachos de verde, y gracias a esas interrupciones el palacio se distiende en
la imaginación. Podría no acabar jamás. En la tercera fotografía Zola se encuentra
ya a dos pasos del enorme edificio. El dinosaurio sueña su sueño dominical,
entre pequeños hoteles, entre caballos de tiro somnolientos y hombres de levita
o de chaqueta blanca, entre algunos árboles desmedrados. Sólo la última
fotografía, a pocos metros de distancia, en un amplio espacio y en medio de
gran soledad, se asiste a la revelación, con cierto espanto, como ante la
fachada de una gran catedral; una catedral de cristal y hierro, con su
transepto, sus prolongadas naves, sus viguerías metálicas dispuestas a regular
distancia unas de otras y el entramado de los montantes: imponente expresión de
una estética del hierro, que clamaba a la eternidad y que en cambio, como es
sabido, se derrumbó y desapareció algunas décadas después como un espectro en
una hoguera dantesca.
Las
ruinas de París, Versal travesías S.A, Barcelona, 1990.
viernes, 6 de marzo de 2015
De pie sobre la estatua
Guillermo Cabrera Infante
La foto es de un curioso simbolismo. Señala el fin de
una tiranía militar al tiempo que entroniza a un soldado. Todos los puntos de
la foto convergen hacia el soldado, que está de pie sobre la estatua de un león
al inicio de un paseo capitalino. Está el soldado erguido, el rifle en alto
sostenido por su mano derecha, mientras su mano izquierda se extiende hacia un
lado, tal vez tratando de conservar el equilibrio. Tiene la cabeza alta y
erguida, celebrando el momento del triunfo, que es, aparentemente, colectivo.
En el extremo izquierdo de la foto uno de los
manifestantes se ha quitado su sombrero de pajilla y saluda hacia lo alto,
hacia el soldado. A la derecha y al centro otro manifestante más modesto (está
en mangas de camisa) se quita la gorra mientras vitorea al soldado. Todos están
cercados por una pequeña turba exaltada por el triunfo de su causa, según
parece.
Detrás del soldado se ven unos balcones bordados en
hierro y unas ventanas de persianas francesas abiertas de par en par. Más
lejos, en la esquina, hay un anuncio de una línea de aviación, en inglés. La
foto ha sido reproducida en todas partes como testimonio de su época -o más
bien de su momento.
miércoles, 4 de marzo de 2015
El Olocanto
Juan Perucho
El “olocanto” es un árbol que anda, de instintos
terribles y destructores, muy peligroso, pues ataca especialmente al hombre
mediante un aguijón retráctil y veloz de unos tres metros de longitud. Fue
descubierto por san Jerónimo, cuando hacía penitencia en el desierto, un día de
mucho calor y en el que resultaba una bendición del cielo hallar un poco de
sombra, fresca y rumoreante. De la desconocida existencia e imagen del
“olocanto” se ha aprovechado, recientemente, el escritor
inglés John Wyndham montando, en su novela “The day of the triffids”, la peregrina y fantástica figura del
“trífido”, planta que vejatoriamente reputa industrial, pero que, no obstante,
llega a dominar al mundo. Salimos al paso de esta vulgar invención para
restablecer el verdadero origen de esta gran planta o arbusto, cuyo nombre
histórico, como hemos dicho, es el de “olocanto”.
Crónicas bizantinas muy antiguas pretenden que Simón
el Mago tenía ya un “olocanto” para su uso particular, al que llevaba atado al
extremo de una pértiga, notablemente más larga que el aguijón del fiero
vegetal, y dichas crónicas pretenden que, con él, Simón el Mago tenía
amedrentado al emperador Nerón, el cual, el día que, por vez primera, lo vio,
tuvo un susto tan grande que se atragantó con el hueso de una ciruela que se
estaba comiendo, y ello con tan mala fortuna que casi se ahoga miserablemente a
no ser por el médico griego Philotetes, que desobturó rápida y hábilmente la
regia garganta. Nerón, que como ustedes saben, además de refinado, era un
reprimido sexual —sea esto dicho con la venia del padre Jordi Llimona-, juró
vengarse cuando se terciara, con un lujo delicado y elegante.
Sin embargo, como ya he adelantado al principio, fue
san Jerónimo quien, por primera vez, se encontró cara a cara con un “olocanto”
que vagaba distraídamente por el desierto de Chalcis, en donde el santo ejercía
de anacoreta. La sorpresa fue mutua. El horrible vegetal, que se sustentaba
sobre tres raíces-patas y andaba con un movimiento de vaivén —hacia atrás y
hacia delante— verdaderamente abominable, se detuvo, y algo debió prevenirle de
la excepcional condición del santo, pues se arrastró humildísimo a sus pies.
Jerónimo le alargó un cuenco de leche de camella, que fue ingurgitado con
precipitada delectación, tras lo cual el “olocanto” desapareció velozmente más
allá de una colina, después de hacer tres corteses reverencias. A san Jerónimo
le dio mucho que pensar esta extraña aparición, y quedó marcado por ella toda su
vida, como es posible observar en la “Altercatio Luciferiani et Orthodoxi” y,
sobre todo, en su polémica con Rufino a propósito de Orígenes, traducida en su
“De Principiis” y en la célebre y vehemente carta que dirigió a Rufino
tratándole de mentiroso, doblado, perjuro y aun hereje.
Por las noticias que tenemos, el “olocanto” se dirigió
después a Antioquía, lugar donde realizó una espeluznante matanza con su
mortífero aguijón. Los eruditos estiman que es a esta catástrofe a la que se
refiere el poeta Meropius Pontius Paulinus, más conocido como Paulino de Nola,
cuando escribe:
“Ecce repente mis estrepitum pro postibus audit
et pulsas resonare fores, quo territus amens
exclamat, rursum sibi fures adfore credens...
ser nullo fine manebat
liminibus sonitus...”
Parece ser que muchos magos malvados han utilizado el
“olocanto” para fines execrables, como lo son los asesinatos a mansalva,
provocar la locura frenética, etc. Lo cierto es que el “olocanto” aparece muy
de tarde en tarde, o lo máximo en grupos de tres, y en sitios muy distantes
unos de otros. Apenas se sabe nada de su naturaleza, salvo que le gusta la
música y, modernamente, el fútbol, pues en 1932 se vio surgir, por encima de
las graderías del estadio San Siro de Milán la cresta de un “olocanto”,
mientras se celebraba el encuentro entre el Arsenal de Londres y el Inter. La
policía lo buscó y lo rebuscó sin resultado alguno, y la prensa internacional
criticó duramente a las autoridades fascistas, cuya falta de previsión y
diligencia había estado a punto de provocar una hecatombe. Sin duda, el “olocanto”
se disimuló en un jardín o un parque público, mientras pasaban las patrullas de
policía, bomberos, camisas negras y “balillas” entonando épicamente la
“giovinezza”, en espera de que llegara la noche para salir al campo.
Aparte de las salidas históricas del “olocanto”
(hundimiento del imperio de Occidente, el “saco de Roma” por Carlos V, derrota
de Napoleón en Waterloo, etc.), hace unos días se ha señalado su presencia en
París, a raíz de las huelgas revolucionarias. Su espantable imagen se localizó
en los barrios de Menilmontant y en Saint Germain des Prés, sin duda dispuestos
a todo. Las desgracias pudieron evitarse merced a la reacción conjunta de los
estudiantes y las fuerzas del orden — único momento de colaboración—, lo cual
puso en fuga a los árboles asesinos. Por cierto que uno de ellos, al parecer de
carácter melancólico y sensible, fue hallado en el vestíbulo del cine
“Boul-Mich” cuando contemplaba los procaces fotogramas de una película muy
“sexy” japonesa. Se produjo entonces una gran confusión, debido a la cual el
“olocanto” pudo huir disfrazado de policía. Hay quien asegura que incluso se
apoderó de un coche celular, lanzándose vertiginosamente a través de las
barricadas. Si ello es cierto, tendremos una prueba de que el “olocanto”, además
de peligroso, es un ser dotado de una alarmante y superior inteligencia.
lunes, 2 de marzo de 2015
¡Pobre Casey!
Muy
lejos estaba de sospechar la cruel coincidencia, el despiadado tiro, de que aquella
mañana, justamente (vete a saber si a la hora misma, acaso uno de aquellos
acompañamientos), en ese humilladero del verano daban tierra a un escritor con
quien esperaba encontrarme. Casi un compatriota, pese al nombre y apellido
ostrogodos, que en Roma lucraba el pan —pasados los entusiasmos revolucionarios—
como traductor de la FAO.
Calvert Casey, el nombre de pila, por el apellido
de uno de los fundadores de Baltimore, su cuna; el apellido, por la sangre irlandesa
de su padre, un pingüe guarnicero de aquel paraíso de la hípica que fue el
Maryland, luego metido en el ramo de la maquinaria agrícola y con negocios en
Cuba, donde casó con una española. Y así Calvert Casey, un cuarentón moreno,
flaco y alto, reunía los modales nórdicos, aliviados con el humor irlandés, y
una campechanía de cordial marca hispana. Porque la temprana muerte del padre
le ancló, desde niño, a Cuba y su ulterior carrera neoyorquina no conseguiría
borrar (y él estaba lejos de proponérselo) esta componente de su carácter. Y en
Cuba —mientras el aceptado exilio le traía a Europa— seguía la adorada madre
española. Diré más: la noticia del fallecimiento de ésta, recibida durante un
breve viaje ginebrino, fue la gota que colmó el cáliz del tan voluntario como
insufrible destierro. Perdido el último gusto de la vida, nada más regresar de
Ginebra se la quitó en su casa de Roma, uno de aquellos días de agobiante e
improvisto calor del pasado mes.
Con aquel nombre que parecía desmentirlo, ya
que no por su aspecto y talante, Calvet Casey era un escritor, un cumplido narrador
y ensayista, en nuestro idioma. Un estupendo escritor de una Cuba que es
realidad y mito a un tiempo, blandamente nostálgica del fino europeísmo de sus últimos
días españoles, prosaizada por el alud comercial y turístico yanquis, hundida en
el concusionario desgobierno y exultante, un momento, a la aurora de la
libertad y al prometerse un papel misionero.
Ese complejo y bullente mundo es el de los
libros de Casey. Ustedes recordarán la docena de espléndidos y tristes relatos
que forman El regreso, como las
recientes Notas de un simulador, volúmenes
publicados, ambos, por Seix Barral. Cuba, y la nostalgia de Cuba, por poético y
humanísimo trasunto de un Paraíso definitivamente perdido: no por próximo,
menos inalcanzable. Crecido en el clima de guerras y carrera nuclear, reclamado
por dos mundos antagónicos a fuer de hombre partido, abrazando ora una, ora la
opuesta ideología, que se le agostaban de inmediato: en denodada e inalcanzable
procura de sí mismo, Cuba (la idiosincrasia cubana) aprontaba el escenario
ideal para el mundo de sus historias. Esa turbamulta en que la ostentada y
próspera modernidad se conjuga con vivencias de arcaicas civilizaciones; donde
las esperanzas siempre fallidas, o sólo realizadas con pro para terceros; donde
la obsesión de la destrucción total, cruz de unos pocos, se diluye en la indiferencia
de los más. Acabada imagen de un mundo en disolución que —al acendrado mirar
del melancólico escritor— no invoca otro remedio que revoluciones, matanzas,
confinamientos, ley del hambre. Y, de postre, la atómica. Metamórfica virtud
del escritor, que de tan negros ingredientes compone un canto a los entrañables
valores del linaje humano. Preciosa prenda, ¡pobre Casey!, de esperanza. — M.
La Vanguardia, 12 de junio de 1969
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