Bruno Schulz
Llegaron los días de invierno,
amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la
tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y
se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas de tablas,
y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y
quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de
las borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos
brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones
de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las
cornejas, que, cual hojas negras animadas de vida, poblaban por las noches las
ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las alas,
y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en
grandes bandadas —nubes de hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—,
turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer. Con el frío y
el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se
entraba en ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia
perezosa.
Mi padre no salía ya de casa.
Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego,
disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de
invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la
garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las
reparaciones en las regiones superiores de la habitación. A cualquier hora del
día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera, arreglando
algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o
los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se servía de
la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de
pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se
desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre,
preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de
negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído,
inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones
nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano,
para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y
escuchar, con los índices de ambas manos levantados, signo de la importancia de
la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas
extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor
influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración.
La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás
dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una mezcla de
angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un
significado más profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes
enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas
brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y
sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a
los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el
gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las
habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y
retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior
a la que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un
poder casi ilimitado.
En aquel tiempo observamos por
primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una
afición de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía
zoológica más profunda de una criatura hacia unos semejantes que tenían formas
de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos.
Sólo en su fase posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo,
profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no exponer a la luz del
día.
Aquello empezó con la incubación
de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y
de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas
estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas
enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación absorbente
contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas
y colores.
Era imposible, viendo aquellos
monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a
piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su
garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo débil, desnudo,
corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores.
Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían
sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de albumen, graznando
destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de
las estanterías, con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus
siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las que
ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo
exterior cualquier cosa que no fuera el alimento, conatos de vida que se
erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando aquellos
ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto
multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos habitantes. Se posaban en las
barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los
huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los
grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de
colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas
emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de púrpura
y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en
el suelo una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la
llegada intempestiva de alguno se desintegraba, se dispersaba en flores
móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del
aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de
cuello desnudo, cara arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama
budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por
el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura
hierática de dios egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que
cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación de su
soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su
hermano mayor. La misma materia, los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el
mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y endurecidas. Hasta
las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas
abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así,
dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia
disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza
tampoco escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es
singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar
incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de
aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a
las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia que el
enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero
albergue de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados
desde parajes lejanos.
Incluso mucho tiempo después de
liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre
de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se
abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros pájaros
sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve
florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto
se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que
servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba salía de allí el
clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas
de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel
alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a nuestro padre durante
varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la
transformación operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces
se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos como si fueran alas y
soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y
avergonzado, se reía con nosotros y trataba de disfrazar el incidente,
haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la
limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi
padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que
impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se
apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la
ventana y con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una
nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como
frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel
estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de temor, trataba
desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó
lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y
jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a
cualquier capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su
imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.
Antología del cuento polaco
contemporáneo, traducción de Sergio Pitol, México, Ediciones Era,
1967, págs. 24-27.
Tomado de Narrativabreve.com
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