Paul Claudel
Pintaré aquí la imagen del
puerco.
Es una bestia maciza y de una
sola pieza. Sin cuello y sin coyuntura, va hacia delante y empuja como una reja
de arado. Contoneándose sobre sus cuatro gruesos jamones, es una trompa
investigadora y a todo olor que percibe le aplica su cuerpo de bomba y lo
ingurgita. Y cuando halla el charco apropiado, se revuelca enormemente. No es
el bullicio del pato que entra en el agua, y mucho menos el júbilo sociable del
perro: es un goce profundo, solitario, consciente, integral. Sorbe, chasca,
paladea y no sabe si bebe o si come; con un pequeño sobresalto, avanza redondo
y se hunde en el seno grasoso del lodo fresco; gruñe, se regocija hasta en lo
más íntimo de sus tripas, guiña un ojo. Profundo conocedor de las cosas, aunque
su aparato olfativo se halla siempre en acción y no deja perder nada, sus
gustos no se dirigen al perfume pasajero de las flores ni de los frutos
frívolos; en todo busca el alimento: le gusta suculento, fuerte, maduro, y su
instinto lo ata a dos cosas, fundamental: la tierra y la basura.
¡Goloso, cochino! Si os presento
este modelo, confesadlo: algo falta a vuestra satisfacción. Ni el cuerpo puede
bastarse a sí mismo, ni la doctrina que nos enseña es vana. “No apliques a la
verdad solamente los ojos, sino todo lo que eres, sin reservas.” La felicidad
es nuestro deber y nuestro patrimonio. Una cierta posesión perfecta es dada.
-Así como el que dio a Eneas
felices presagios, el encuentro de una marrana siempre me ha parecido augural,
casi un emblema político. Su flanco es más oscuro que las colinas que se ven
bajo la lluvia y cuando se echa para amamantar al batallón de lechoncillos que
camina entre sus patas, me parece la imagen misma de esas montañas con racimos
de aldeas que cuelgan de sus vertientes, no menos maciza y no menos deforme.
Añadiré finalmente que la sangre
de puerco sirve para fijar el oro.
Traducción: Juan José Arreola
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