jueves, 9 de octubre de 2014

El Puerco



Paul Claudel


Pintaré aquí la imagen del puerco.

Es una bestia maciza y de una sola pieza. Sin cuello y sin coyuntura, va hacia delante y empuja como una reja de arado. Contoneándose sobre sus cuatro gruesos jamones, es una trompa investigadora y a todo olor que percibe le aplica su cuerpo de bomba y lo ingurgita. Y cuando halla el charco apropiado, se revuelca enormemente. No es el bullicio del pato que entra en el agua, y mucho menos el júbilo sociable del perro: es un goce profundo, solitario, consciente, integral. Sorbe, chasca, paladea y no sabe si bebe o si come; con un pequeño sobresalto, avanza redondo y se hunde en el seno grasoso del lodo fresco; gruñe, se regocija hasta en lo más íntimo de sus tripas, guiña un ojo. Profundo conocedor de las cosas, aunque su aparato olfativo se halla siempre en acción y no deja perder nada, sus gustos no se dirigen al perfume pasajero de las flores ni de los frutos frívolos; en todo busca el alimento: le gusta suculento, fuerte, maduro, y su instinto lo ata a dos cosas, fundamental: la tierra y la basura.

¡Goloso, cochino! Si os presento este modelo, confesadlo: algo falta a vuestra satisfacción. Ni el cuerpo puede bastarse a sí mismo, ni la doctrina que nos enseña es vana. “No apliques a la verdad solamente los ojos, sino todo lo que eres, sin reservas.” La felicidad es nuestro deber y nuestro patrimonio. Una cierta posesión perfecta es dada.

-Así como el que dio a Eneas felices presagios, el encuentro de una marrana siempre me ha parecido augural, casi un emblema político. Su flanco es más oscuro que las colinas que se ven bajo la lluvia y cuando se echa para amamantar al batallón de lechoncillos que camina entre sus patas, me parece la imagen misma de esas montañas con racimos de aldeas que cuelgan de sus vertientes, no menos maciza y no menos deforme.

Añadiré finalmente que la sangre de puerco sirve para fijar el oro.



Traducción: Juan José Arreola


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