Oliverio Girondo
Si hubiera sospechado lo que se
oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita
que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la
eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas!
¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses
malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las
bataholas que se producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea
dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo
que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan
en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera
con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir
durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus
mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en
nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los
habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las
orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se
sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que
nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas
humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los
momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen
con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el
vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída
no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica
cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange
de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los
obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y
cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que
no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos
espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la
muerte es un país donde no se puede vivir!
Tomado de
NarrativaBreve.com
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