Charles Tomlinson
Los árboles, en este paisaje,
señalan la presencia de un río.
Una carretera secundaria
—hierba seca, horizonte de roca—
nos guía, serpeando,
hasta un pueblo que velan
los ojos ciegos de un castillo en ruinas:
estamos en Chinchón.
A una semana de diciembre
el lugar se halla medio desierto.
La plaza, capaz de transformarse
en ruedo o en teatro,
espera la llegada de los actores
de la obra de Lope
que anuncian los carteles.
Sentados en el bar del parador,
en medio de un despliegue
de azulejos florales, bebemos un licor
que emana un aura cálida
en el frío incipiente
y se llama, asimismo, Chinchón.
Anís. Anís es lo que ofrecen
estos campos resecos,
con sus flores amarillas y blancas
y el gusto a regaliz de sus semillas:
ahora bebemos la destilación
de España, un sorbo acre
que no carece de dulzura, como el dejo caliente
de la aspirada castellana.
El cielo, desdeñoso, vigila nuestra marcha
desde los ojos ciegos
del castillo. El coche
es un escarabajo extraviado en la vasta
y creciente amplitud de la meseta
que nos rodea. Lejos, en Guadarrama,
una nube de nieve palpa
la columna dorsal de la montaña
que corona las cimas una a una
como una ola a punto de romper. Abajo,
el rastrojo candente de los campos
azulea el crepúsculo
y pierde el hilo de la carretera;
las luces de Chinchón quedan atrás y luego se disipan.
Traducción de Jordi Doce
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