Carlos Montenegro
No fue el «San Martín» el
barco de mi iniciación; tenía escasamente trece años de edad cuando por vez
primera consté en un rol marítimo.
De esto no tuvo la culpa ni
María Luisa, mi novia, ni el Sandokan de Salgari; claro está que influyeron,
influyeron...Pero, si a influencias vamos, yo debía ser un santo, pues mucho me
agradaban las Vidas de éstos, cuando en el colegio, a la hora del almuerzo, nos
las leía aquel hermano de San Vicente de Paúl, huesudo y alto, que tan buena
pronunciación tenía. Y no fue así, ya que a los ocho meses me expulsaron del
colegio en el que cumplí los doce años y en el cual me había internado para
corregirme.
Salvé la tempestad de azotes
de la llegada a casa con unas cuantas lágrimas vertidas con muy buena voluntad,
y como se daba el caso de que, adoleciendo por mi carácter tímido de una
castidad falsa, era, sin embargo, sensual por naturaleza, me hice novio de
María Luisa, la hermana de mi amigo Enrique; una muchacha gordita y de ojos
negros a quien le gustaban de una manera desesperante las esencias, las cuentas
de azabache y los pasteles.
Como el peso que todos los
domingos me daba mi tío Evaro no me alcanzaba para comprar, además de mis
libros de aventuras, lo que ella me pedía, logré que el tío me colocara en una
oficina donde el jefe, a quien llamábamos Erizo, me hacía gracia de dos pesos y
veinte sermones semanales.
Por aquel entonces leí
Sandokan, la historia del famoso pirata, y me entraron unos deseos muy
grandes de hacerme hombre a su semejanza. Le puse a mi novia, como a la
heroína del cuento, Perla del Labuán, y le prometí un collar y un brazalete que
le llevé al día siguiente, a pesar de que me costaron diez pesos.
Pero he aquí que,
naturalmente, no le agradó a Erizo que le hiciese regalos a mi novia con el
dinero que era suyo, y me expulsó a su vez.
Aquel día hubo azotes, mi tío
cesó de darme el consabido peso, y lleno de viril indignación que había
aprendido de Sandokan, vi que María Luisa me abandonaba, pretextando, ¡a los
doce años!, que se quería meter a monja.
—Yo te conquistaré —le dije—
¡Ya verás!
Meses después me embarcaba de
camarero en un barco de cabotaje.
Los hombres son unos
incomprensivos. ¡Con qué desfachatez me pedían un vaso de agua, a mí, que tenía
el alma de hombre tremendo!
La palabra que más me ofendía
era la de «mozo», y sobre todo cuando era dicha por algún muchacho de las familias
que iban a bordo. Poco a poco fui comprendiendo la verdad; no obstante, cada
ola me traía un ensueño, y por las noches, tendido boca arriba en las
escotillas de proa, a donde llegaban las salpicaduras del agua, me imaginaba
los muros del convento que escalaba, con un kriss malayo entre los
dientes, las pistolas en el fajín de seda, y unas botas altas que me llegaban a
los muslos:
—¿No te dije que te
conquistaría? Aquí estoy, ¡vamos!
La imaginación, que me
torturaba con jugarretas, me la presentaba como a sor Angélica, la monja
maestra de mi hermana, a la cual vi un día sin cofia, toda rapada.
Rechazaba, casi materialmente,
la visión escandalosa, y tornaba a comenzar otro episodio que siempre iba a
parar a lo mismo o en algo peor: cuando no el pelo eran las cejas y pestañas lo
que se había depilado.
De aquel amor me curaron otros
amores más pecani-mosos y reales; no hay pasión más lasciva que la de las
mujeres maduras por el niño cuando empieza a ser hombre: ¡resulta uno el
poseído! De alguna sé que aún mareadas y todo, ¡daban unos besos!
Sin curarme —pues la cabra
tira al monte—, comencé a ser más reflexivo; comprendí la inutilidad de mis
viajes; pero, cuando quise abandonar el barco, no pude: la mar enamora también.
Sólo se me ocurrió dejar aquel barco por otro donde no viajasen comisionistas,
muchachos malcriados y también, ¿por qué no?, aquellas señoras gordas que me
besaban, más que en los labios, en los dientes, de tanto apretar.
Después de algunas
dificultades logré embarcarme en el «San Martín», un vaporcito de poco tonelaje
y máquina cansina que remolcaba a puertos extranjeros lanchones de miel.
La nostalgia del primer barco
se me curó pronto por la novedad del segundo; pero el Sandokan portentoso se me
esfumó, y María Luisa había —para mí— hecho sus votos.
Me iba quedando solo; los
ensueños se me hacían más espaciosos e imprecisos; y las cartas que aún, de
cuando en cuando, recibía, eran abominablemente huecas; además, en el nuevo
barco no dejaba de ser lo que era: un camarero. Busque a mi alrededor y me
llamó la atención Juan, un muchacho robusto, valenciano de ojos vivos y
malignos, conducta sórdida, perverso y mal querido por el resto de la
tripulación. Había sus motivos para esta malquerencia: igual ponía una hoja de
acero en las ropas de un timonel para que la aguja imantada se alocase, que a
hurtadillas echaba a pelear al cocinero con el resto de la tripulación,
vertiendo en los calderos del rancho triple cantidad de sal que la necesaria.
Hacía el mal por gusto. En la Marina inglesa o alemana se hubiera ganado
algunas barras y una que otra bolina; allí, en el barquito aquel de costumbres
caseras, se le requería, se le amenazaba con la expulsión, y se utilizaban sus
servicios de marinero activo y experto.
Yo, pese a sus maldades —tal
vez por ellas mismas—, lo preferí a la otra gente porque era marinero de
verdad, ¡marinero de buque de vela, de bergantín! No sabía leer, y sin embargo
cuarteaba la brújula como un oficial; odiaba a sus compañeros y era
contrabandista —mínimo defecto—; y por otro lado, se había encariñado con el
barco y conmigo.
Los otros eran más bien
hombres de muelle, de cabaret; cuando tenían cien pesos se desenrolaban. En los
brazos, en vez de anclas o sirenas, se pintaban mujeres en cueros, con medias y
ligas puestas; mujeres con senos enormes que nunca enseñaban las manos porque
éstas son muy difíciles de tatuar. Eran tal vez unos buenos obreros, de rato en
rato bolcheviques, enemigos de la propiedad y, como consecuencia, degenerados,
amigos de lo ajeno.
Como a Juan le agradaba mucho
que le leyese, le propuse un día enseñarlo a leer y a escribir. Aprendió en
tres meses.
Las clases eran tumultuosas y
originales:
—¡Por Dios, chico, no seas
bruto! ¿Vamos a tener que empezar de nuevo? «Vira de bordo» no se escribe así:
vira es con ve de vaca, y bordo con be de burro.
—Ahí está, ¡eso es lo que a mí
me revienta! ¡A ver! ¿Por qué han inventado esas dos letras si suenan lo mismo?
A mí, que tampoco lo sabía, me
entraban deseos de responderle: «porque les dio la gana», pero me contenía a
tiempo en atención a mi fuerza moral; y ante aquel atolladero didáctico
exclamaba buscando la palabra:
—Pues..., por euferismo.
—¿Cómo? ¿Qué es eso?
Ya puesto en el disparadero,
no me quedaba más recurso que continuar.
—¿Tú no sabes que cada palabra
tiene su sicología?
—¡Hombre, hasta ahí no he
llegado!
—Pues bien, cada palabra tiene
su sicología y cada letra, como es natural, ¿no?
—Claro...
—...su euferismo especial; por
eso vira se escribe con ve de vaca y bordo con be de burro, como buque, babor,
etcétera.
—¿Y revolucionario?
—Con ve de vaca.
—¿Y soviet?
—También con la misma.
—¡Aaah, espera! ¿Todo eso de
revolución se escribe con ve de vaca?
—Sí, casi todo...
—¡Ya ves lo que son las cosas!
Matías dice que soy un animal y ha puesto con pintura colorada, encima de su
litera:
«Yo soy un rebelde», y lo ha
puesto con be larga.
—Está bien —decía yo
honradamente—; así se escribe.
—¡Eh! ¿Y por qué? —replicaba,
mirándome con sus ojos de una perspicacia terrible.
—¡Cómo por qué! Por el
euferismo, chico, por el euferismo.
—¿Sabes tú que eso es más
difícil de la cuenta?
—Seguro. ¡Y después a ti se te
ocurre meterte en cada hondura! Pero no, poco a poco le irás cogiendo el golpe,
ya verás.
Daban las tres, y Juan, que
tenía que ir a relevar al timonel, me dejaba solo.
Le había tomado cariño a aquel
muchacho que era odiado por todos y a todos odiaba. A veces, entre lección y
lección, hablábamos mal de los otros. ¡Ah, el pobre don Julián! Un piloto
tremendo que se desesperaba por la poca marcha de su barco. ¡Cómo nos
burlábamos de él!
Este no utilizaba mis
servicios, cosa extraña siendo el capitán. Se hacía la cama y arreglaba
personalmente su camarote. Como era alto y extremadamente flaco, le pusimos un
día por apodo el nombre de un faro: Maternillos. Siempre le conocí el mismo
uniforme, pero al llegar a puerto se vestía con traje de paisano que le
resultaba muy corto, y un sombrero de paja, amarillo de puro viejo, que
desenvolvía de entre un montón de papeles y que se ponía después muy derechito.
Saltaba a tierra y regresaba a la media hora trayendo tabaco
y varios periódicos que le
servían, alternados con la Biblia, de lectura durante el viaje. Tenía los ojos
azules y bondadosos; las manos finas y blancas, serenas en el ademán. A la hora
de tomar la altura, cosa que no confiaba a sus oficiales, lo hacía
pausadamente, suspendiendo el sextante con el gesto patético de un cura de
aldea en el instante de alzar el cáliz. Hacía versos y cartas muy largas que
enviaba, con doble franqueo, a un desconocido y, probablemente, romántico
destino.
Un día me llamó.
—Joven —me dijo—, he recibido
carta de su familia y de los consignatarios de la empresa, en las cuales se le
recomienda a usted. Haciéndome cargo de la situación, les he contestado. Desde
hoy ponga un cubierto para usted en nuestra mesa. Puede retirarse.
—Señor...
—¿Decía...?
—¿Quién servirá?
—Que haga cada uno su
servicio; ponga todas las fuentes en la mesa.
Me retiré medio turbado y le
conté el caso a Juan.
—Pero tú no vas a aceptar,
¿verdad? —me dijo, lleno de envidia o de buen sentido.
—Hombre, yo creo que no me
queda más remedio.
—¡Que no te queda más remedio!
Es bobería, eres como los otros.
—Pero, chico, ¿qué quieres que
haga?
—Nada, nada; eres como todos,
como los demás.
El bolcheviquismo del castillo
de proa también me lo criticó.
Pero no obstante —y harto
disgustado porque aquello resultaba un tanto ridículo—, me senté al cabo de la
mesa en la cual tenía que poner primero las fuentes.
Al fin todo cambió. Después de
una ausencia de tres días, regresó don Julián casado. ¡Una mujer preciosa!
Josefina. Tenía el pelo, las manos, el cuerpo, como esas mujeres que nos gustan
siempre. ¡Divina!
Como el nuevo estado de
nuestro capitán requería más etiqueta, tuve que abandonar —a petición— el alto
honor que se me había concedido.
La algarabía del castillo de
proa fue tremenda.
—¿No te lo decíamos? Al César
lo que es del César— decía Juan, ya medianamente ilustrado—; desde que comías
con los oficiales ya ni me enseñabas.
Mi fondo sandokanesco surgió
de nuevo. En venganza de mi derrota, comencé a desnudar con la vista a aquella
mujer que la había causado, y a no ser tan preciosa, me hubiera desenrolado por
segunda vez.
A la semana, ella, que era
mujer y sensual, me adivinó y valoró a su esposo. ¡Pobre don Julián! Hizo mal
matrimonio. Al mes Josefina ya se mareaba, tenía que llevarle refrescos a la
cama, y un día:
—¿Tú no tienes novia? —me
preguntó.
—La tuve, pero se metió a
monja —respondí algo asustado por aquella oportunidad que parecía ofrecerme.
—¡Pobrecita! ¿Y por qué?
—Nada, por darme dolores de
cabeza.
—¡Ay, qué gracioso ¿Y tú?
—¿Yo? Me hice marinero.
—Lo que no debes sentir mucho,
¿verdad?
—Hombre, como sentirlo, no lo
siento; pero alegrarme, tampoco me alegro.
—¡Caramba, qué poco cortés
eres!
—¿Por qué dice usted eso?
—¡Cómo por qué! No siendo
marinero no me conocerías a mí. ¿No te paga esa amistad todos los trabajos que
has pasado?
Me puso un poco nervioso.
—Por eso digo que no lo siento
del todo. Pero, de todos modos, quisiera haberla conocido en tierra.
—Hubiéramos sido novios, ¿no?
—¿Y don Julián?
Hizo un gesto de aburrimiento.
—Don Julián..., don Julián.
Mira, ¿quieres darme un beso? Ven, siéntate aquí, a mi lado.
—Pero, ¿y si viene él?
—Te prohíbo que me lo nombres
más. Déjalo quieto. Ven, siéntate a mi lado. Y nos amamos. Nos amamos al compás
de los cigüeñales de la máquina del buque, turbulenta y cansina. Nos amamos; y
como quiera que Juan me debía una reparación, supo mi secreto.
—¿Pero es cierto lo que me
dices?
—¿Cierto? Ya que no en la
mesa, por lo menos en la cama tengo un puesto honroso.
Juan quedó pensativo, y puso
la cara tan fea, que inmediatamente me arrepentí de mi cínica confidencia.
—Bueno, chico —dijo
marchándose—, al que San Juan se la dio... Ya sabes el resto.
Al pasar por encima de los
cables del remolque, que estaban arrollados a popa, se manchó los pies
descalzos, y al irse dejó en el pentagrama que el calafateado sugería en la
cubierta primorosamente blanca, las notas negras de los dedos, arbitrariamente
incompletas, dignos de ser plagiadas por un compositor loco.
A la semana don Julián nos
sorprendió en pleno beso. Fue terrible. La palabra es insuficiente.
Don Julián entró extraño, y
levantando poco a poco la diestra armada de un revólver, nos apuntó. Sin
decirnos una palabra nos apuntó; nos apuntó serenamente, con los ojos azules,
trágicamente dulces, clavados en ella, mientras a mí me encañonaba, me
encañonaba sin mirarme. Después, como para reafirmar la puntería, encogió algo
el brazo, y de súbito, mordiendo el cañón del arma, se la disparó en la boca.
Mientras caía pesadamente,
ella tuvo un suspiro hondo y yo me acordé de Sandokan. Después que lo echaron
al agua, el primer oficial le entregó a Josefina un papel todo arrugado y sin
firma que decía:
«Capitán: su señora lo está
engañando con el camarero, bijílelos. Perdoneme el euferismo de la letra pues
no estoy muy practico en eso de la sicolojia.»
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