miércoles, 8 de octubre de 2014

El ataque




Varlam Shalámov



La pared se balanceó, y una conocida y dulzona sensación de náusea inundó mi garganta. La cerilla quemada en el suelo pasó flotando por milésima vez ante mis ojos. Alargué la mano para agarrar aquella inoportuna cerilla, pero desapareció; dejé de ver. El mundo aún no me había abandonado del todo: allí en el bulevar aún se oía una voz, la voz lejana e insistente de la enfermera. Luego vi pasar velozmente unas batas, la esquina de una casa, el cielo estrellado, surgió una enorme tortuga gris, sus ojos brillaban indiferentes; alguien le había roto un costado del caparazón, y yo me introduje en algo que parecía una cueva, sujetándome con los dedos e impulsándome con los brazos, confiando solo en mis manos.

Recuerdo unos dedos ajenos insistentes que me recostaban con habilidad la cabeza y los hombros sobre una cama. Todo permaneció en silencio y yo me quedé a solas con alguien enorme, parecido a un Gulliver. Yacía sobre una tabla, como un insecto, y alguien me observaba atentamente, me miraba con una lupa. Yo me daba la vuelta y la pavorosa lupa seguía mis movimientos. Me retorcía bajo el monstruoso cristal. Y solo cuando los enfermeros me trasladaron a la cama del hospital y me alcanzó la beatífica calma de la soledad, comprendí que la lupa de Gulliver no era fruto de una pesadilla, sino que eran las gafas del médico. El hecho me alegró indeciblemente.

Me dolía la cabeza, me daba vueltas al menor movimiento y era imposible pensar, solo podía recordar, y viejas y espantosas escenas empezaron a aparecérseme como imágenes de una película de cine mudo con figuras en blanco y negro. La náusea dulzona, parecida a la de la anestesia con éter, no se me pasaba. Me resultaba conocida y ahora había descifrado esta primera sensación.

Recordé como, hace muchos años, en el Norte, después de trabajar seis meses sin descanso, nos dieron por primera vez un día de fiesta. Todos querían quedarse tumbados, sin hacer nada, sin remendar la ropa, sin moverse... Pero nos sacaron a todos de los barracones y nos mandaron a por leña. A ocho kilómetros del poblado se estaba talando un bosque; había que elegir un tronco adecuado a tus fuerzas y llevarlo hasta el campo. Decidí ir en otra dirección; a unos dos kilómetros de allí había viejas pilas de madera entre las que podría encontrar el tronco apropiado. Ascender por la montaña era duro, y cuando alcancé la pila de leña resultó que no quedaba ningún tronco liviano. Más arriba negreaban unas pilas derruidas de leña, de modo que subí hasta ellas. Aquí los troncos eran finos, pero sus puntas se hallaban enterradas bajo la leña y no tuve la fuerza suficiente para arrancar ninguno. Lo intenté varias veces y finalmente quedé agotado. Sin embargo, no podía regresar sin leña y, reuniendo mis últimas fuerzas, trepé aún más arriba hacia otra pila cubierta por la nieve. Escarbé largo rato la esponjosa y crujiente nieve con pies y manos, y finalmente arranqué uno de los troncos. Pero el madero resultó demasiado pesado. Me quité del cuello la toalla sucia que me servía de bufanda y, tras atarla a la parte superior del tronco, lo arrastré hacia abajo. El tronco daba saltos y me golpeaba en las piernas. A veces se me escapaba y corría pendiente abajo más rápido que yo. Se enganchaba entre los arbustos de stlánik, o se clavaba en la nieve, y yo me arrastraba hasta él y lo obligaba a ponerse de nuevo en movimiento. Aún estaba en lo alto de la montaña cuando descubrí que ya oscurecía. Comprendí que habían pasado muchas horas, y el camino hacia el poblado y el campo quedaba muy lejos. Tiré de la bufanda y el tronco de nuevo se deslizó hacia abajo dando saltos. Saqué el tronco al camino. El bosque se balanceó ante mis ojos y la garganta se me llenó de una náusea dulzona; recobré el conocimiento en la garita del gruista de la mina; este me frotaba las manos y la cabeza con la punzante nieve.

Todo esto se me aparecía ahora en la pared del hospital. Pero en lugar del gruista, quien me sujetaba la mano era el médico. El aparato Riva-Rocci para medir la presión sanguínea estaba allí al lado. Y yo, al comprender que no me encontraba en el Norte, me alegré.

— ¿Dónde estoy?
—En el Instituto de Neurología.

El médico me hacía algunas preguntas. Y yo le contestaba con dificultad. Quería estar solo. Los recuerdos no me daban miedo.

                                              
                                                                                                                                       1960





De Relatos de Kolimá III. El artista de la pala
Traducción: Ricardo San Vicente





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