domingo, 5 de octubre de 2014

Elogio del pomodoro




Pietro Citati

De muchacho pasaba las vacaciones de verano en Cervo Ligure. Cada mañana, si iba a nadar a mi playa preferida, el Pilún, llena de escollos y agujeros cubiertos de algas, regresaba a casa, justo en la parte alta del pueblo, hacia la una. Con la alegre y ansiosa velocidad de la juventud, subía ciento cincuenta empinados escalones. Corría. La primera rampa era la más difícil. Después se abría una plazoleta. Allí estaba un viejo edificio en ruinas, donde, en una especie de antro, vivía el único barbero-peluquero. Creo que dormía en un camastro pegado a la pared.
Era el barbero más pobre que haya visto jamás: mucho más pobre que Geppetto. En el antro, pintado con cal blanca como una mezquita del Sahara, había solamente una vieja navaja, un par de tijeras, un peine, un jarro grande lleno de agua fría, un pequeño brasero que trataba tímidamente de producir agua tibia, una silla, una cama y una vasija sobre un trípode. El secador y las cuchillas superaban las capacidades financieras del barbero. Los clientes eran poquísimos: pescadores de origen napolitano; los bienestantes iban a los mejores barberos de Diano Marina, a tres kilómetros. Sobre la silla había un periódico de Génova, el "Corriere Mercantile": siempre el mismo, de unos años atrás, que debía aplacar las curiosidades intelectuales de los señores.
El viejo barbero tenía los modales y la elegancia de un príncipe o de un duque de la corte de Versalles. Saludaba con discreción y gracia, con un leve gesto de patriarca: tenía siempre una particular sonrisa para mí, porque pertenecía a los potentes (sin poder) de Cervo Ligure. Cuando pasaba por delante de su antro, estaba almorzando. Y me invitaba con una sonrisa dulcísima: “¿Gusta?”. Era un gesto puramente simbólico, propio de su buena educación. Nada real, porque ni él quería separarse de la poca comida, ni yo meter el tenedor en una vasija que se asemejaba peligrosamente a la vasija que le servía para enjabonar a los clientes.
No comía jamás carne ni pescado, porque costaban mucho. Su almuerzo era siempre y únicamente el condijun ligurio (que los ligures cultos traducían en italiano como condiglione): es decir, cebolla, albahaca, pimiento, ensalada, alguna aceituna, alguna anchoa, y, sobre todo, TOMATE. Casi todo cultivado en la pequeña “franja”, cincuenta metros cuadrados de tierra, que poseía más allá del pueblo, bajo los olivos. Allí iba los domingos a quitar alguna piedra, reforzar un muro, nivelar el terreno, derrumbar una placa, plantar cañas y regar (parcamente) sus buenísimos tomates.
En aquellos años, el tomate constituía para mí el corazón del mundo. No la salsa de tomate, o el tomate con arroz, que son ya degeneraciones, sino el puro tomate, aliñado con aceite y sal. No me cansaba de comerlo, y me parecía superior a los grandes platos de la cocina ligur: la torta pasqualina y la cima. El tomate era el fruto supremo del Mediterráneo: dorado, acariciado, amado por el sol, que formaba en su interior la pulpa sustanciosísima donde se hunden los dientes, la piel delicada, las semillas, el perfume exquisito, y el color, digno de Chardin y de Veronese. Cuando lo comía, penetraba en mí la sustancia del sol, me transformaba en una planta. Junto al catolicismo, constituía la esencia de la civilización mediterránea: disolvía los excesos ascéticos de la religión, invocaba indulgencia para nuestros pecados, recordaba que somos, en primer lugar, cuerpo.
Hoy los tomates están muertos, como ha muerto casi la pintura. Espero que la muerte de la pintura sea temporal, pero creo que la de los tomates es irreversible. Los frutos que, en cualquier región italiana, llegan a la mesa, tienen, casi todos, la misma forma: mientras el auténtico tomate ofrece formas diversas, complicadas, con rajaduras, y, a veces, generosos aspectos barrocos, como los que gustaban a los pintores napolitanos del setecientos. No saben a nada; están llenos de agua. Mientras los tomates de mi barbero se regaban con pequeños y parsimoniosos chorritos.
Con la muerte del tomate hemos perdido mucho más de lo que sospechamos. Tiempo atrás la pulpa, el zumo y el color, pasaban al cerebro, rociándole de sí, del mismo modo que el tomate es penetrado y rociado por el sol. Me consuela saber que en la otra parte del Mediterráneo, de la que hoy nos dividen falsos combates de religión, tomates riquísimos como los de mi juventud, son cultivados en los oasis cerca del Sahara, bajo las palmas. Aunque allá el agua es poca: el uadi avanza perezosamente desde hace millares de años, sin interrupción, y después se pierde en la profundidad del desierto.
No tengo la más mínima vocación para los negocios. Si fuera delegado de administración de una sucursal, la haría quebrar en quince días, incluida la Microsoft de Bill Gates. Pero me atrevo a exponer una tímida propuesta. ¿No habrá, en alguna parte, en Liguria, en Puglia o Sicilia, un joven, audaz emprendedor, capaz de hacer renacer los tomates? No hace falta mucho capital: excelentes semillas, poca agua, sol, diligencia, atención, precisión, acuerdo con algún supermercado. Los verdaderos tomates tienen un gran público: casi como los libros de Alessandro Baricco. En cierta medida, podría contribuir a la financiación. Como muchos, estaré dispuesto a pagar los verdaderos tomates incluso a 20 euros el kilo.


 Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas



 Elogio del pomodoro –fragmento (Mondadori, 2011). 

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