Por Guillermo Cabrera Infante
No hay que confundir a Joseph
Roth con el novelista Phillip Roth, ni con el escritor Henry Roth (también
nacido en Austria-Hungría), ni con la estrella de cine Lillian Roth, que tuvo
más de quince minutos de fama (de hecho fue una hora y media) con su biografía
fílmica Lloraré mañana, en que
Lillian se muestra más alcohólica que Joseph —si esto es posible. Roth tampoco
es Grosz, el pintor de caricaturas de la sociedad alemana. Aunque hay una
cierta verdad en la analogía negativa: Roth, el novelista, fue con su pluma (o
con su máquina de escribir) un caricaturista de genio y una o dos frases le
bastaban para revelar —o desvelar, en los dos sentidos de la palabra— a un
personaje y no sólo su carácter, sino su entera biografía.
El reino de Francisco José (o
para decir su nombre varias veces real, Franz Joseph) se extendió en el tiempo
desde 1848 hasta 1916, esa casi eternidad en que fue emperador de Austria y rey
de Hungría. Dice el escritor J.M. Coetzee cuando habla de los cincuenta
millones de súbditos del emperador: "Menos de un cuarto de ellos hablaba
alemán como primera lengua. Aun dentro de Austria misma cada dos personas eran
eslavos de una forma o de otra: checos, eslovacos, polacos, eslovenos, serbios,
croatas y ucranianos".
La Primera Guerra Mundial se
originó, según los austriacos, por culpa de los bosnios y los herzegovinos,
cuando el estudiante anarquista Gavrilo Princip, nacido en Serbia, asesinó al
archiduque Francisco Fernando y a su consorte durante una visita que hacían,
precisamente, a Sarajevo. La fecha, junio 28 de 1914, ha quedado grabada con
fuego en la historia —de acuerdo con Borges, no sólo universal sino también
infame.
Cuando se firmó el armisticio
(que hizo que un oscuro Adolf Hitler cambiara de pintor para escritor y
escribiera su atroz Mein Kampf, donde
hizo célebre la frase "La historia me absolverá"), en 1918, no sólo
Adolfo sino Segismundo (Freud) lamentó la firma del Tratado de Versalles y sus
consecuencias: "Austro-Hungría no existe ya más", exclamó Freud,
"y no quiero vivir en ninguna otra parte del mundo". Para continuar
diciendo: "Seguiré viviendo con el torso y me imaginaré que es el cuerpo
completo".
Otros, siguiendo a su cabeza, se
escaparon del torso en un salto de la sartén conocida a otro fuego más querido
y se mudaron de Viena a Berlín. Unos pocos aunque célebres siguieron viviendo
en el torso mutilado cuando el imperio fue desmembrado: entre ellos estuvieron
Freud y otro médico notorio, Arthur Schnitzler. Están además los que dieron el
salto preferido al cine (Fritz Lang, Fred Zinnemman, Billy Wilder) y a la
capital de la decadencia y las orgías perennes entre los tilos. Mientras, Freud
acostaba otros torsos, casi siempre femeninos, en su sofá ubicuo para oír mejor
los sueños como cuentos (y los cuentos como sueños: ese era su arte de la
paciencia como método terapéutico) hasta que llegaron los nazis y lo mandaron
prácticamente al otro mundo para un vienés —a Londres. Por otra parte, el poeta
Stefan Zweig, convertido en rico biógrafo de las estrellas, fue enviado a la
fama mundial y al suicidio —para probar que la nostalgia, como el exilio, mata.
Roth, aunque también se había exiliado a
Berlín, podía escribir: "Mi experiencia más inolvidable fue la guerra y el
fin de mi patria, la única que tuve:
la monarquía Austrohúngara" —que Roth escribía siempre con mayúsculas.
Para continuar con su celebración melancólica: "Amaba esta patria
mía", escribía en un prólogo a su novela más perfecta, La marcha Radetzky, "que me permitía ser a la vez un
patriota y un ciudadano del mundo entre todos los pueblos de Austria y también
un alemán". Poco sabía Roth que sería un despatriado en todas partes: un
apátrida —y que moriría no en Viena ni en Berlín sino en París. Murió de la
muerte natural de un alcohólico: el alcoholismo.
Para dar una idea geográfica de
los cambios históricos de esta zona del mundo (la que Roth llamaba "esta
patria mía") no hay más que conocer sus diferentes nombres en más de tres
idiomas. La antigua Breslavia se ha llamado en distintas épocas Bressau,
Vratislavia, Wroctor, Vrestlav, Bresslau, Breßlaw, Vraclav y otros nombres en
otras escrituras —entre ellas en hebreo y en ruso. Hoy se llama Wroclaw y forma
parte de Polonia y está enclavada en la región de Silesia, también llamada en
polaco Slask, en alemán Schlesien y en checo Slezko. No soy un experto (y
además todos los expertos mienten) en historia de la Europa central y oriental,
pero sí creo en la determinación del nombre de esta región donde han convivido
tantos pueblos y tantas razas no siempre en paz, sino en muchas guerras
locales, regionales y continentales —algunas llamadas incluso guerras
mundiales.
Fue otro novelista austriaco,
Hermann Broch, por ser judío, es decir cosmopolita, y vienés, fallecido en su
exilio de Nueva Jersey, quien dijo que el arte (refiriéndose a la literatura)
"tiene una significación social pero a un nivel metafísico". Esta
frase es, por supuesto, un axioma estético. Nacidos ambos en el imperio austrohúngaro,
Broch y Roth son diametralmente opuestos. La única metafísica posible en Roth
es el humor y la intrusión de la historia contemporánea en su felicidad de
expresión. No como productora de incidentes no siempre históricos y sí
productos de ese dios contrario a la Historia, considerada como diosa odiosa,
que es el Azar.
Moses Joseph Roth nació en 1894 en Brody,
ciudad que queda "a unas pocas millas de la frontera rusa en la tierra de
Galicia". (Que hay que escribir en español exótico Galitzia para que no confundan a los gallegos y los crean polacos.)
"En los años noventa (del siglo XIX) dos tercios de la población eran
judíos" y así Joseph Roth fue llamado Moisés. Roth, una vez en Viena,
ocultó su Moisés y usó desde entonces su segundo nombre con la idea de que parecía menos judío. Además decía (hasta
en sus papeles de identidad) que nació en la impronunciable ciudad de
Schwabendorf, aunque Brody era el centro de la Haskala, la unión de la Ilustración judía. Joseph, nacido de nuevo
pero sin cambiar de religión, inventó los más variados oficios que ejerció,
fraudulentamente, su padre, mientras Roth hijo se consideró toda la vida lo que
era: un escritor. Su padre padeció una enfermedad de carácter nervioso en
extremo, mientras que su hijo se indujo el delirium
tremens, la enfermedad mental que se hace terminal para los alcohólicos.
Schwabendorf era una ciudad donde predominaban los alemanes, pero,
curiosamente, es Brody la ciudad preferida por Roth para situar sus relatos.
Joseph, entonces todavía Moisés, fue educado por su madre en la casa de sus
abuelos, "prósperos judíos asimilados". (Esta fue la gran culpa de
los judíos que se asimilaban en Austria y Alemania y se consideraban alemanes
hasta que llegó Hitler y los exterminó a todos como una raza extraña,
convertidos, circuncidados o no, hablaran hebreo o yidish, en ungeziefer—es decir, alimañas no
alemanas.)
Roth estudió en un Gymnasium
donde las clases se impartían todas en alemán. "La mitad de sus alumnos
eran judíos: para los jóvenes estudiantes del Este, una educación alemana les
abría las puertas del comercio y la cultura dominante." Roth siempre
escribió en alemán pero al final de su éxodo en París intentó escribir en
francés. Precisamente en el fatal año de 1914 Roth ingresó en la universidad de
Viena, ciudad que "entonces tenía la más grande comunidad judía de Europa
central: unas 200,000 almas que vivían en lo que podía considerarse un gueto
voluntario", escribe Coetzee. Mientras que Roth escribió: "Es ya
bastante duro ser un Ostjude",
un judío del Este, "pero no hay destino más duro que ser considerado un Ostjude fuera de la sociedad
vienesa". Los Ostjuden
"tenían que enfrentarse no sólo al antisemitismo sino también a la
altanería de los judíos occidentales".
Roth fue un excelente aunque desdeñoso alumno:
una suerte de James Joyce en Viena. "Trabajó parte del tiempo como tutor
de los hijos de una condesa." Y además "en el proceso copió tales
modos y maneras de un dandy que besaba la mano de las señoras, usaba bastón y
monóculo". (No tienen más que ver una fotografía contemporánea de Joyce
para tener una imagen visual de su dandismo: sólo que Joyce en vez de monóculo
usaba unos quevedos que él llamaba, afrancesado, pince-nez.)
La carrera académica a que
aspiraba Roth nunca tuvo lugar por el inicio de la guerra. Pacifista, sin
embargo se alistó en 1916 —que fue el año en que tiró su Moisés por la borda de
su vida asimilada. "Las tensiones étnicas", dice Coetzee, "eran
bastantes en el ejército imperial para que lo transfirieran a una unidad en que
no se hablara alemán", para parar en Galitzia —en un ejército en que ¡sólo
se hablaba polaco! De estas contrariedades estuvo llena la vida del ahora
llamado Joseph Roth. Pero después de la guerra se inventó unas historias
fantásticas de que había sido oficial y puesto preso en un campo de prisioneros
en Rusia. "Todavía años más tarde salpicaba su vocabulario con el dialecto
particular de los oficiales del ejército austrohúngaro."
Después de la guerra Roth empezó
a escribir para, como dicen ahora los modernos, "los papeles" y se
casó. Fue entonces que emigró a Berlín, Viena convertida en el torso sin cabeza
que llenaba la vida vivida y las vívidas pesadillas del inventor del lenguaje
terapéutico de los sueños. Ahora el imperialista Roth se hizo de izquierdas y
firmaba sus artículos como Der rote
Joseph — ¡Roth el rojo!
(En un reverso típico de Roth, su
mujer se volvió loca y tuvo que internarla en un manicomio —de donde la sacaron
los médicos nazis por el habitual expediente de la eutanasia, antes de que
muriera el "autor cosmopolita", ahora convertido en activista de la
vuelta de su patria como un imperio llamado la Gran Austria.)
Fue también por ese entonces que
publicó la primera de sus Zeitungromane
—las novelas-periódico. Una de ellas, La
telaraña, tenía como tema presciente "la amenaza espiritual y moral de
la derecha fascista". Apareció tres días antes de lo que se conoce como el
"putsch de la cervecería", el fracasado intento de Hitler de tomar el
poder por primera vez.
En 1925 Roth fue nombrado corresponsal en
París del diario Frankfurter Zeitung
y se convirtió "en el periodista mejor pagado de Alemania".
Inmediatamente se hizo más francés que los franceses y amante inútil de las
mujeres francesas, a las que consideraba sinuosas y suaves como la seda. Fue
entonces que jugó no sólo con las francesas sino con la idea de convertirse en
francés. Pero la felicidad de París no duró más que un año y, despedido y
despechado, se fue a Rusia, aunque ya escribía de las "dudosas
consecuencias de la revolución rusa". Sus reportajes rusos fueron un éxito
enorme, aunque "continuaba escribiendo ficción para tomar distancia de un
mero periodista". "Yo no escribo", escribió, "lo que se
llaman comentarios ingeniosos. Yo dibujo las facciones (irregulares) de la
época... Soy un periodista, no un reportero, soy un escritor, no un fabricante
de editoriales".
Pero el primer gran éxito no le
vino a Roth como corresponsal, ni siquiera como editorialista: se lo debió,
cosa curiosa, al cine. En 1930 publicó una novela, Job: la historia de un simple, que tiene uno de esos finales
felices que tanto gustan en Hollywood. Es el cuento (mejor: la fábula) de un
hombre fracasado que continúa su fracaso en un hijo bobo. Un día el Job de Roth
se encuentra más fracasado que nunca, pero (siempre hay un pero: hasta para
parar el infortunio) el hijo pródigo, para nada un prodigio, tiene un éxito
tardío pero arrollador como violinista y rescata al padre que había padecido
toda su vida una mala suerte peor que la muerte —exactamente como el Job
bíblico. Roth encontró también su suerte como autor dos años más tarde: cuando
publicó su obra maestra absoluta, La
marcha Radetzky.
La marcha Radetzky, compuesta por Johann Strauss padre en 1848,
tiene por nombre el apellido de un mariscal de campo austriaco y la marcha
militar era considerada símbolo de la monarquía de los Habsburgo.
Que Roth usara la Radeztkymarsh como título tiene una
doble significación: el ascenso y caída de una dinastía conferida por el
Emperador, y el esplendor y la miseria (para Roth traída por la derrota del
imperio en la Primera Guerra Mundial) y la muerte de Francisco José poco
después del armisticio. Roth retrata a los tres personajes principales,
ennoblecidos por el mismo Emperador, como falsos héroes y víctimas del
incidente que originó su título hereditario (y su mediocridad). El primer
Trotta fue hecho señor de la corte después de la famosa batalla de Solferino,
librada en Italia en 1859. (Curiosamente solferino
ha devenido el nombre de un tinte, color de vino tinto, géneros de calidad: era
el color favorito de Fortuny.)
La suerte del Trotta original está echada
desde el primer párrafo de la primera parte y el primer párrafo de la novela.
"Los hados lo habían elegido para un acontecimiento especial. Pero se
aseguraron que tiempo más tarde se perdiera su memoria". (No la suya, por
supuesto, sino la de su hazaña.) Ahora aparece el Káiser con dos oficiales de
su guardia personal. Pero uno de sus escoltas le presta unos binoculares y el
Emperador está a punto de echárselos a la cara, cuando interviene el teniente
Trotta que sabía lo que ese gesto podía significar: "cualquiera que usara
binoculares en el frente se marcaba como un blanco propicio". Trotta sabía
bien lo que significaba esta presa epónima. "Su terror ante lo
inconcebible, la inconmensurable catástrofe podría destruir a Trotta, al
regimiento" —y al régimen. Sigue Roth con una de sus enumeraciones
exhaustivas pero no exhaustas: "al ejército, al Estado, al mundo
entero". Un escalofrío recorre el cuerpo de Trotta y el tímido teniente
recurre al primer y último expediente y su gesto "estampó su nombre
indeleble en la historia de su regimiento. Con sus dos manos alcanzó los
hombros del monarca para tirarlo al suelo. Tal vez el teniente apretó demasiado
y el Káiser cayó de inmediato".
La bala dirigida al Emperador se incrusta en
el cuerpo del teniente Trotta "destrozándole la clavícula izquierda bajo
su paleta y le extrajeron el proyectil en presencia del Comandante
Supremo". Cuando Trotta se recupera cuatro semanas más tarde "es
poseedor del grado de capitán y de la más alta de las condecoraciones —la Orden
de María Teresa— y lo ennoblecen. Ahora se llamaba el capitán Joseph Trotta von
Sipolje". (Von Trotta había adoptado el nombre de su remota aldea como
título nobiliario.) No sólo el Emperador, el regimiento y el ejército alaban su
hazaña —nunca calculada—, sino que aparece su nombre y su proeza es recogida en
un libro de texto para escolares. "En la batalla de Solferino nuestro
Emperador y Rey Francisco José I estaba acosado por un gran peligro" y
Trotta mismo aparece —pero totalmente transformado: "El monarca se había
aventurado tan lejos en medio de la batalla que se encontró rodeado por una
tropa enemiga. En ese momento de ansiedad suprema, un teniente de años mozos
galopa a toda velocidad en su corcel bañado en sudor, blandiendo su sable. ¡Oh
los mandobles que hizo llover sobre las cabezas y los cuellos de los jinetes
enemigos!"
Era, por supuesto, un texto
falaz, pero lo que nadie podría suponer es que el antiguo teniente, ahora
barón, Von Trotta iba a armar, como se dice, la tremolina. Insistiendo en todas
partes que el escrito es un cuento infame en un libro de texto, consigue lo que
Roth llama "el martirio del capitán Joseph Trotta von Sipolje, Caballero
de la Verdad". (Hubiera sido peor si el parte sin arte hubiera dicho
"el teniente Trotta trota". Pero, claro, esa es una interpolación de
este traductor.) Trotta, ofendido en su honor, después de escribir al
ministerio de Religión, Cultura y Educación (la respuesta le viene a su viejo
coronel con una recomendación personal: "Déjelo estar"), pide por
medio de los canales oficiales una audiencia con Su Majestad y "una semana
más tarde estaba en palacio cara a cara con el Comandante en Jefe
Supremo". "Oye, mi querido Trotta", susurra el Káiser,
"todo este asunto es bastante raro. Pero ninguno de los dos sale tan mal
parado. ¡Déjalo estar!" "Majestad, ¡todo es mentira!" Responde el
Káiser desde su enorme majestad —que para Trotta es sabiduría: "Todo el
mundo dice mentiras." Al responder el Emperador da por terminada la
audiencia.
Mientras tanto, la banda primera
del ejército austriaco ensaya como si fuera la primera vez La marcha Radetzky. Mientras, el tercer Trotta piensa que "la
mejor manera de morir sería oyendo música marcial y mejor que mejor La marcha Radetzky". Aunque poco
después se siente ajeno al ejército: ajeno a todo. Pero la vida del Emperador
la salvó un Trotta y "si eres un Trotta salvarías la vida del Emperador
una y otra vez". Ahora, mientras el piano reverente irreverente toca La marcha Radetzky en un burdel, el
joven Trotta manda a quitar el ubicuo retrato del Emperador de una de las
paredes turbias de la casa de lenocinio. Todos, soldados y oficiales,
"sentían que se había convocado a la muerte" después de un duelo que
era un doble suicidio. "La muerte los sobrevolaba y no estaban
familiarizados con tal sentimiento. Habían nacido en tiempos de paz y convertido
en oficiales en marchas y maniobras pacíficas. No tenían ni idea de que años
más tarde todos y cada uno de ellos, sin excepción, encontrarían la
muerte." Y el teniente Trotta sentía, sentado entonces en el balcón de su
padre, que "sería de veras una bagatela caer muerto". Pero también en
una taberna de mala muerte "la pianola emitía un popurrí de marchas
militares, entre las que se podía oír los golpes del tambor de La marcha Radetzky, que aunque
distorsionada por roncos zumbidos mecánicos era todavía reconocible durante
intervalos específicos". Pero el teniente, mientras muere, oye los
disparos antes de que sean escuchados también los golpes de tambor de La marcha Radetzky. Sin embargo "el
regimiento estaba estacionado en Moravia y sus tropas no eran checas, como se
podía esperar: eran ucranianas y rumanas". Mientras, el anciano Emperador
"estaba viejo y confuso y de su nariz pendía una perenne gota".
(Evidentemente un moco líquido.) "Era el tiempo en que las bromas
separaban a los nativos de los extranjeros."
Escribe Roth: "Entonces,
antes de la Gran Guerra, cuando ocurrieron los incidentes reportados en estas
páginas, no era aún algo indiferente si una persona vivía o moría." Era
cuando "los austriacos alemanes eran conocidos por bailar el vals y por
ser borrachos cantores, los rutenios eran rusos traidores disfrazados, los
húngaros apestaban, los checos lamían todas las botas, y a los croatas y a los
eslovacos se les llamaba corbatas y esclavos, fabricantes de cepillos y
asadores de castañas, y los polacos eran todos mujeriegos y fotógrafos de
modas". El Emperador estaba por encima de todo y de todos. "También
estaba un poco ido" pero permanecía todavía —aunque entre las brumas de la
confusión inconfesa era capaz de decirle al segundo barón Trotta de su hijo:
"Ese es el joven oficial que vi en las recientes maniobras". Para
añadir fusión a la confusión: "Casi me salvó la vida. ¿O fue usted?"
No era este Trotta tampoco, sino el teniente de infantería al que había
ascendido inmediatamente a capitán y ennoblecido con el título de Von Trotta de
Sipolje. Todavía en otra ocasión el Káiser confunde al propio teniente Trotta
con el Héroe de Solferino, y corregían ¡al Emperador!, que no sabe aún si este
es el hijo o el nieto. Pero no es la historia del Káiser la que cuenta Roth. La
novela trata de los Trotta: los tres tristes Trotta.
Los Trotta son el capitán
original, epónimo que se hizo anónimo y se perdió en el olvido. El segundo
barón era un mediocre que sin embargo consigue morir al mismo tiempo que el Emperador
—pero en un espacio perdido. El último de los Trotta, el teniente Carl Joseph,
es destinado a la caballería, primero, y luego enviado, mal jinete que es, casi
de castigo a la infantería. Mal soldado que será, deserta (como el antihéroe de
Adiós a las armas) para regresar
enseguida a su ejército. Muere no en una batalla sino en una escaramuza
cualquiera —y es un destino inútil. Va en busca de agua, pero encuentra la
muerte. Varios soldados del teniente son baleados tratando de alcanzar un pozo
y traer agua al regimiento, que no muere por el fuego enemigo sino de sed. Una
bala hiere fatalmente al teniente. Así describe Roth la muerte del último de
los Trotta: "El fin del nieto del Héroe de Solferino fue un fin mediocre,
nada útil a los libros de texto en las escuelas primarias y secundarias de la
Imperial y Real Austria. El teniente Trotta murió no con un arma en la mano
sino cargando dos baldes de agua." Antes el teniente Trotta había
recorrido las guarniciones del imperio y casi toda la novela creando
catástrofes con su inocencia perpetua: ¡una versión masculina de la Justine de
Sade! Hay, sin embargo, una escena de seducción del teniente Trotta, cuando era
un muchacho de quince años, por una mujer mayor ya casada, que es un modelo de
narración erótica contenida —aunque tal vez la discreción se deba a la censura.
Ahora han aparecido en todas
partes los cuentos de Joseph Roth, completos (aunque hay fragmentos de novelas
y novellas, como la absolutamente
maestra El jefe de estación Fallmerayer),
que han sido recibidos por la crítica inglesa y americana con precioso y
apreciado fervor y se le ha comparado con Kafka y con Chéjov. Es hacerle a Roth
un mal servicio fúnebre. Kafka no se parece a nadie, ni siquiera un confesado
epígono como Borges se parece a Kafka. En cuanto a Chéjov, no hay otro
cuentista mayor en su tiempo: ni Maupassant ni Kipling pueden compararse con
Chéjov. Sin embargo, Roth es un escritor de una evidente originalidad. No sólo
en sus cuentos y en sus novelas sino en sus novellas.
Todo está informado y formado por una ironía que no se podría llamar socrática
y sí socarrona. La diferencia entre Roth y Malcolm Lowry, los dos grandes
ebrios de la literatura del siglo XX, es que Lowry tenía una cultura clásica
notable y podía citar a Marlowe y a Shakespeare sin sobresaltar al lector. Roth
nunca cita nada y es que no leía más que los periódicos del día, y sí solía
citar el axioma de Karl Krauss, otro escritor austriaco, muerto en Viena, que
decía: "Un escritor que se pasa el tiempo leyendo (a otros autores) es
como un camarero que emplea su tiempo comiendo."
La marcha Radetzky fue publicada en 1932, cuando el autor tenía 38
años muy bien conservados en alcohol etílico. Roth es un original porque no
tenía influencias, aunque estaba bajo la influencia del alcohol de 180 grados.
Su novela mayor, Radetzkymarsh, puede
compararse con otras novelas en que la guerra incide fatalmente en la vida de
los personajes. No se puede comparar, por cierto, con Guerra y paz, porque la novela de Tolstoi es incomparable, impar.
Pero sí con Sin novedad en el frente,
de Erich Maria Remarque, publicada en el año de desgracia de 1929, escrita en
alemán, y con Adiós a las armas, de
Ernest Hemingway, publicada también en 1929. Las tres tienen la Primera Guerra
Mundial como el tiempo feliz en la desgracia —y las dos últimas fueron grandes bestsellers. Sin novedad fue una novedad absoluta: se vendieron dos millones y
medio de ejemplares, traducidos a 25 idiomas en ¡18 meses! Ninguna novela de
Roth fue esa clase de bestseller.
La marcha Radetzky es una novela melancólica y a ratos nostálgica
—como su autor. La enumeración de las muchas bebidas compite con la
alimentación de alimentos terrestres: exquisitos, innúmeros y siempre tan
tendidos y dispuestos que convidan. Pero si Roth tenía, como aquel que dice,
una cultura sólida, se hacía líquida en toda clase de bebidas. Roth llama al
primer barón Von Trotta el Héroe de Solferino, con afectuosa ironía. Así su
creador pudo decir: "Von Trotta soy yo", sin imitar la famosa
declaración de Flaubert: "Madame
Bovary c'est moi!"
Estamos frente a una novela de
arte mayor. Todos lo dicen. Yo también. Sin embargo prefiero Las mil y dos noches, publicada ahora en
paperback con el más atractivo y
adecuado título de El collar de perlas.
Pero esa es, por supuesto, otra historia.
2002
Tomado de Letras Libres
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