Guido Ceronetti
El mundo de hoy es ya un mundo privado de pájaros,
aun cuando se les ven, o se les imaginan, fuera de las jaulas o de las pajareras,
porque hemos roto con ellos aquellas relaciones que el mito, la analogía y el
símbolo hacían posible. El deicidio de los deicidas es el asesinato de Cibele;
su sangre está en todas partes. Si los pájaros tenían para sobrevivir al aliento
humano una pirámide de ojos divinos donde nidificar, no encontrarla ya los ha
matado. Ahora la pequeña alarma suena en un cielo desvalijado, las leyes internacionales
para proteger a los pájaros no resucitarán el lenguaje perdido que los mantenía
arriba.
Desde
hace tiempo el cielo se despuebla de gente alada: la coincidencia con aquello
que llamamos Progreso de la Razón es interesante. El pensamiento es más fuerte
que los venenos y los disparos, y en el pensamiento que se encarniza en
destruir las verdades oscuras y paradójicas, las sapiencias relevadas y las realidades
imaginadas, privando el conocimiento de las cosas que no pueden ser conocidas
(su bebida de la inmortalidad) todos los habitantes del cielo, visibles e
invisibles, están tácitamente condenados a una muerte plena. El cielo humano se
vacía de vida y se llena de muerte: metales de Seth, motores destructores,
humos del infierno, conciertos espantosos, hongos de Abaddon, ofenden a todos,
sin fin, hasta que no se cierre esta oficina de muerte, hombre.
Se diría un espacio donde han cesado de moverse
los pies de los muertos, de habitar los arquetipos, los grandes Adami y Púrusha,
las palabras y las almas sagradas antes de encarnarse en los nidos, en los vuelos,
en los plumajes, en las alas, en repugnantes rapaces. Cómo hizo la honda humana
para alcanzar a estos entes extraños que parecían fuera del alcance de cualquier
tiro, permanece en el misterio; cierto que la cosa comenzó mucho tiempo atrás,
quizás solo quedan huellas en algún mito, como en aquel de la torre que busca
desesperadamente ser bab-ili, puerta
de Dios. Cada intento de construir una torre de Babel recibe de lo alto una
respuesta violenta. ¿Somos nosotros quienes golpeamos a muerte a los pájaros a
fin de construir la última torre, o su muerte es ya una respuesta a los
trabajos en curso para construirla?
Si un cazador dispara a una sombra que vuela y
el perro le trae, vergonzoso, la aureola chamuscada de un querubín o un sándalo
alado agujereado por sus impactos, quizás tirará el fusil. Pero sucede algo muy
extraño: a nuestros pies de cazadores de metafísica, de miticidas feroces, de
exprimidores del universo, de enfangadores de lo Sacro, de constructores de torres
malditas, el cielo está expulsando, desgarrado por varias agonías, a todos los
portadores de alas clasificados en los repertorios ornitológicos.
―“¡Queríamos golpear a muerte lo irracional, no
a ellos!”. Y sin embargo en vez de fantasmas, caen plumajes auténticos; a una
muerte indirecta efectuada con la mente corresponde una verdadera matanza.
Existen, en el cielo y en la tierra, más simpatie
de las que dependen la vida y la muerte, de cuantas podemos imaginar. Debería
ser la mente miticida, la mente que no comprende las simpatías cósmicas, quien
arrojara espantada el fusil.
Libros, estilos de escritura y de vida,
conversaciones, viajes, política, son ya mundos completamente privados de
pájaros. Y es así el arte, el trabajo, las ciudades, las religiones… Aun en los
sueños se han hecho raros. Desaparecido el último pájaro no embalsamado, no
enjaulado, no impreso, tendremos el mundo ilimitadamente racional hacia el que
nos impulsa nuestra impaciencia de vivir privados de cualquier razón de vivir.
Un mundo clinicamente muerto. Mas en este
insuperable desierto un sobreviviente ojo invisible –a nuestros cazadores
podría habérseles escapado alguno- se divertiría en pescar entre las
exhalaciones de los basureros racionalistas, los periódicos donde los triunfos
de la vida sobre la muerte y de la luz sobre las tinieblas se deducían de los
porcentuales de la Producción y de la Renta, y la felicidad pública, el
bienestar privado y el Bien absoluto dependían del desarrollo del sistema
industrial y del aumento de la potencia tecnológica.
―”Debemos proteger los pájaros porque no son útiles”.
Les perderán, porque el reconocimiento de su utilidad no es más que uno de los rayos del terrible sol mental que
los extermina. Incluso el cándido ornitófilo utilitario tiene un aliento que lo
hace caer muerto. La utilidad es Medusa o Megera. Justamente los monstruos ríen
ante sus demostraciones científicas de utilidad.
Sería
necesario saber ver, todavía, en el ruiseñor Filomena, en la golondrina Procne,
en el petirrojo Iti, en la abubilla Tereo, y en las falanges angelicales de los
cristales de las penurias urbanas; sentir las potencias inferiores que cosecha,
como los muertos y sus sábanas, las alfombras de luz sobre las noches de
espaviento de las ciudades. Tendremos necesidad todavía de un corazón arcaico,
de un corazón comunicante, de un corazón analfabeto; lo tienen congelado.
Las campañas se hacen silenciosas; pero su
silencio, que comienza a angustiar incluso a los menos sensibles, no es más que
la fulminante respuesta, el reflejo dramático del silencio que se ha hecho en
la mente, ya no portadora y renovadora de los mitos que se escapaban de una
vida similar a la muerte. Quizás los pájaros saben que el filósofo ya no es
capaz de encontrar la verdad en los enigmas y en las figuras, el literato
privado de los cuatro elementos, el tecnócrata y el político que no deberían
haber nacido nunca, son la cara profunda de la destrucción que los ha
alcanzado. Helos ahí huecos de escuela, ninguno capaz de entender. Adiós
infinitas toneladas de venenos esparcidos, estas prisiones mentales donde se
han perdido como verdad viviente las grandes apologías de los animales
parlantes, la historia del halcón y la paloma del Mahabharata, y hasta
el claro y sutil, verdaderamente racional, discurso anticartesiano de La
Fontaine a Madame de la Sablière.
Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de
Armas
Tomado de Potemkin
ediciones, no. 8, julio-septiembre 2014.
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