Luis Rodríguez Embil
Yo vi cierta vez un cerdo
patético que me impresionó profundamente. Fue en París, en la feria anual de
Neuilly. Un amigo, que posee la fortuna extraordinaria de ser dueño de un
automóvil (una de las bienaventuranzas de nuestra época, tan justamente orgullosa
de su avasallador progreso material), me invitó una noche a ir con él a la
feria en su vehículo. No tenía yo nada que hacer aquella noche. Acepté, por
supuesto.
Y puedo, en verdad, afirmar que
es un estudio interesante un viaje en automóvil. Si bien hace ya algunos años
que esos símbolos de nuestra civilización pasean su vientre de burgueses y sus
antiestéticas caderas por las calles de todas las ciudades algo importantes del
mundo, aún llaman la atención a ratos y despiertan la curiosidad.
No pocos de los transeúntes se
vuelven todavía para mirarlos cuando pasan; y esas miradas múltiples y varias
son como estrofas de un gran poema, páginas que, puestas juntas, acaso pudieran
formar el libro de la vida contemporánea, de sus apetitos, de sus aborrecimientos,
de su malestar, de su malhumor inquieto y triste y de su desnivel espantoso.
Y es que el automóvil constituye
la representación ambulante y particularmente provocativa -hasta por su
fealdad...- del Tirano temido y adorado que hace gemir bajo su yugo áureo el
pecho de la mayoría de nosotros: el Dinero, el Duro Todopoderoso, the Almight
Dollar... Es antipático e imponente por eso el automóvil; deseable y repulsivo.
En su ancho vientre se desearía estar y se teme subir. Es casi humano, con su
figura casi elocuente. Es un gran símbolo.
Pero iba a hablar, si no me
equivoco, de la feria de Neuilly, y de algo que vi en ella. Mi vanidad y la
pueril satisfacción de haber andado en automóvil me impidieron hacerlo sin
tardanza ni digresiones inútiles, como se debe. Pero a ello me encamino, aunque
con toda la calma propia de los dioses del Olimpo, y del buen rucio de Sancho
Panza.
Llegamos, pues, a la feria. Ya
sabe usted, lector, lo que es una feria. La de Neuilly es como todas: un poco
más de arte y elegancia quizá, porque ese pueblo francés, el más material del
mundo, según Taine, es también, y probablemente por lo mismo, el más artista.
Todo en París parece más bello que en el resto del orbe: desde la brasserie de
moda, donde arde la agitación de la vida nocturna, hasta la última piedra del
bulevar; desde la Opera hasta el Jardín de Invierno; desde el andar de una
parroquiana de Chez Maxim's hasta el ramo de flores de tres sueldos que coloca
en su ventana estrecha la pobre midinette al volver a su casa por la tarde...
Pero, aparte de ese sello indefinible, aunque
claramente perceptible, de belleza y gracia que pone el alma francesa hasta en
las cosas más vulgares, la feria de Neuilly es como las demás: artificialmente
bulliciosa, artificialmente alegre, pintarrajeada, divertida y triste a un
tiempo.
Habíamos llegado, pasando al través de la
doble y amplia fila de árboles de los Campos Elíseos y de la Avenida del
Bosque, bajo el cielo estrellado de Junio. El automóvil comenzó a andar al
paso, entre los innúmeros peatones y los carruajes que por la calle de la feria
circulaban.
Y había en las barracas de ambos lados muchas
cosas grotescas y dolorosas. Había pobres hombres, vestidos de legionarios de
Roma, que mostraban sus músculos como reclamo, anunciando una lucha en el
interior; bailarinas feas, y algunas cuasi venerables, que, al son de un bombo,
anunciaba su empresario como maravillosas bayaderas. Una mujer de pie, con
aspecto espantado, era públicamente hipnotizada por un doctor de feria, ante
una multitud atenta. La música de los carrousels se unía en el aire tibio a los
gritos de los anunciadores de espectáculos y a los disparos secos de las
barracas de tiro. Un hombre y una mujer hacían de estatuas en una tienda: la
gente se detenía ante su inmovilidad blanca. Entretanto, por medio de la vía,
impasibles, hombres-anuncios sostenían el cartel llamativo y banal de los
teatros de verano.
Había, lo repito, esas y otras muchas cosas
dolorosas y grotescas. Pero ninguno de aquellos pobres seres que luchaban
heroicamente por el pan entre el gozo ficticio de la feria y la curiosidad sin
entrañas de la gente, me impresionó tanto como un cerdo...
Me detengo, con pena. «El lector querrá que se
le respete», como dice el venerable abuelo Hugo al repetir, en Los Miserables,
la sublime y poco limpia frase de Cambronne. Yo pido a usted perdón, lector, y
trataré de ser lo más pulido posible.
Figúrese usted que entre todas aquellas
barracas había una, ante la cual nadie se detenía. ¡Imagínese usted cómo
estaría su dueño! De nada le valía agotarse anunciando poseer las siete
maravillas del mundo: ¡nada! Ronco, sudoroso, se le ocurrió entonces un
arbitrio para llamar la atención. Acordóse, de que tenía un cerdo él, o uno de
sus vecinos. Fue en su busca, decidido a tratar de atraer a la gente por
cualquier medio. Y le vimos aparecer, al pasar nosotros, todo quebrantado de
fatiga, desesperado, sin hablar ya, sosteniendo entre sus brazos al puerco,
trabajosamente.
Era éste un cochino pelado, rapado, casi rojo.
Debatíase protestando con rabia grotesca, con gruñidos en que palpitaba la
nostalgia del chiquero y una impotente furia. Y el público, divertido, comenzó,
por fin, a aglomerarse.
Los gruñidos subían de punto, y el cerdo
agitaba las patas en el aire presentando el ridículo vientre a la risa de los
transeúntes. Sus orejas se agitaban furiosas; y de sus ojillos estúpidos
parecía surgir una especie de imploración asombrada...
Seguramente el dueño de la barraca le
mortificaba con disimulo, para atraer más gente con sus chillidos destemplados.
Quizá también vengaba en el grotesco animal su rabia de no haber ganado nada
aquella noche... Los gritos, en efecto, no cesaron hasta que no hubieron
entrado en la barraca algunas personas, ganadas por la original treta.
El cerdo descansó entonces,
todavía con gruñidos de enojo acongojado, respirando fatigosamente. Nadie le
compadecía. Nadie le comprendía. Y él no comprendía nada tampoco, ni a nadie.
Miraba a los hombres reír, sin que nadie pensara en apiadarse de él. En su rudimentario
cerebro, mientras la multitud se dispersaba, consumábase tal vez una revolución
muda. Y la expresión de asombro implorativo de sus ojuelos dijérase que se
trocaba lentamente en otra más profunda y misteriosa.
Vi alejarse en tanto a los
últimos curiosos, y perderse entre la muchedumbre, jugueteándoles en los labios
un resto de risa. Y no sé por qué se me incrustó en la memoria el recuerdo de
aquel cuerpo rapado y rojo que acababa de ver, de aquella risible congoja, de
aquel espasmo de dolor supremamente bufo...
“Cerdo”: Gil
Luna, artista, 1908, Madrid, pp. 153-160.
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