Kurt Vonnegut
Rataplán, plan, plan; Rataplán, plan,
plan.
¡Plan, rataplán! ¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
TAMBORES DE MARTE
Los
hombres se habían encaminado a la pista de desfile al son de un tambor. El tambor
les decía:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan,
¡Plan, rataplán!
¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
Era
una división de infantería de diez mil hombres formados en un cuadrado hueco sobre
una pista natural para desfiles, de hierro, y de un kilómetro y medio de
espesor. Los soldados, en posición de firmes, estaban en una superficie de
herrumbre anaranjado. Se estremecían rígidamente, porque eran todo lo férreos
que podían, tanto oficiales como soldados. Los uniformes eran de una textura
áspera, de un verde escarchado, del color de los líquenes.
Los
soldados se habían puesto en posición de firmes en profundo silencio. No se
había dado ninguna señal audible o visible. Lo habían hecho como un solo
hombre, como por una pasmosa coincidencia.
El
tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del
tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de
Infantería de Asalto era un soldado raso que había sido degradado tres años
antes, siendo teniente coronel. Hacía ocho años que estaba en Marte. Cuando un
hombre en un ejército moderno es degradado a soldado raso, es probable que como
soldado sea viejo y que sus camaradas de armas, una vez habituados a que no sea
un oficial, por respeto a sus perdidas insignias lo llamen algo así como Pops,
o Gramps, o Unk*.
El
tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del
tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de
Infantería de Asalto respondía al apodo de Unk. Unk tenía cuarenta años. Era un
hombre bien plantado, peso mediano pesado, de piel morena, labios de poeta,
suaves ojos castaños en las profundas órbitas sombreadas por un entrecejo de
hombre de Cromagnón. Una calvicie incipiente dejaba aislado un dramático
mechón.
Una
anécdota ilustrativa sobre Unk: Una vez que la sección de Unk estaba tomando una
ducha, Henry Brackman, sargento de la sección de Unk, le pidió a un sargento de
otro regimiento que eligiera el mejor soldado de la sección. El sargento de
visita, sin ninguna vacilación, eligió a Unk, porque era un hombre compacto,
bien musculoso e inteligente.
Brackman
abrió grandes ojos.
—Cristo...
¿te parece? —dijo—. Es el boludo de la sección.
—¿Me
estás tomando el pelo? —dijo el sargento.
—Carajo,
no te estoy tomando el pelo —dijo Brackman—. Míralo, hace diez minutos que está
ahí, y todavía no ha tocado el jabón. ¡Unk! ¡Despierta, Unk!
Unk
se estremeció, dejó de soñar bajo las salpicaduras de la ducha. Miró
interrogante a Brackman, vacío, bien intencionado.
—¡Usa
el jabón, Unk! —dijo Brackman—. ¡Usa el jabón, carajo!
Ahora,
en la pista de hierro, Unk estaba en posición de firme en el cuadrado vacío, como
todos los demás.
En
el centro del cuadrado vacío había un pilar de piedra con aros de hierro.
Habían pasado chirriantes cadenas a través de los anillos, las habían ajustado
alrededor de un soldado pelirrojo parado contra un poste. Era un soldado
limpio, pero no impecable, puesto que le habían arrancado del uniforme todas
las insignias y condecoraciones, y no tenía cinturón, ni corbata, ni
inmaculadas polainas.
Todos
los demás, incluso Unk, resplandecían. Todos los demás lucían primorosos.
Algo
desagradable iba a ocurrirle al hombre del poste, algo de lo cual el hombre hubiera
deseado con toda el alma escapar, algo de lo cual no escaparía a causa de las cadenas.
Y
todos los soldados mirarían.
Se
había dado gran importancia al acontecimiento.
Hasta
el hombre del poste estaba en posición de firme; dadas las circunstancias no podía
hacer realmente otra cosa.
De
nuevo, sin orden audible o visible, los diez mil soldados ejecutaron el
movimiento de descanso como un solo hombre.
Lo
mismo hizo el hombre del poste.
Los
soldados se mantuvieron en fila, aunque les hubieran dado orden de descanso. Su
obligación era descansar pero sin moverse del lugar y guardando silencio. Ahora
los soldados eran libres de pensar un poco, y de mirar alrededor y enviar
mensajes con los ojos, si tenían mensajes y alguien podía recibirlos.
El
hombre del poste tironeó de las cadenas, estiró el pescuezo para juzgar la
altura del poste al que estaba encadenado. Era como si creyese que podía
escapar aplicando un método científico, con sólo que pudiera averiguar la
altura del poste y de qué estaba hecho.
El
poste tenía casi seis metros de alto, sin contar los tres metros y medio
encastrados en el hierro. El diámetro medio era de unos sesenta centímetros
pero con variaciones que llegaban a más de veinte. Estaba hecho de cuarzo,
álcali, feldespato, mica, y huellas de turmalina y hornablenda. Para información
del hombre sujeto al poste: estaba a doscientos veintisiete millones
setecientos cincuenta y seis mil ciento sesenta y ocho kilómetros del Sol, y no
tenía ayuda posible. El hombre pelirrojo sujeto al poste no emitió ningún
sonido, porque a los soldados en posición de descanso no les estaba permitido hacerlo.
Pero envió un mensaje con los ojos, para que se supiera que hubiera querido llorar.
Envió el mensaje a alguien cuyos ojos se encontraran con los suyos. Confiaba en
que el mensaje llegara a una persona en particular, a su mejor amigo, a Unk.
Estaba buscando a Unk. No pudo encontrar la cara de Unk. De haber encontrado la
cara de Unk, no habría habido ni un atisbo de reconocimiento y piedad en ella.
Unk acababa de salir del hospital de la base, donde había sido tratado por
enfermedad mental, y su mente estaba casi en blanco. Unk no reconocía a su
mejor amigo en la picota. Unk no reconocía a nadie. No habría sabido siquiera
que su nombre era Unk, no habría sabido siquiera que era un soldado, si no se
lo hubiesen dicho al salir del hospital.
Había
pasado directamente del hospital a la formación que integraba en ese momento. En
el hospital le habían dicho una y otra
vez que era el mejor soldado de la mejor sección del mejor pelotón de la mejor
compañía del mejor batallón del mejor regimiento de la mejor división del mejor
ejército.
Unk
conjeturó que uno podía enorgullecerse de eso. En el hospital le dijeron que
había estado muy enfermo, pero que ahora se había repuesto del todo. Parecía
una buena noticia.
En
el hospital le dijeron el nombre de su sargento, qué era un sargento y cuáles
eran los símbolos de las jerarquías, los grados y las especialidades.
Tanto
habían blanqueado la memoria de Unk, que habían tenido que enseñarle inclusive
a mover los pies y a manejar nuevamente las armas.
En
el hospital habían tenido que explicarle qué eran las Raciones Respiratorias de
Combate o R.R.C.; tuvieron que decirle que tomara una cada seis horas para no asfixiarse.
Eran píldoras de oxígeno necesarias porque faltaba ese elemento en la atmósfera
marciana.
En
el hospital tuvieron que explicarle incluso que tenía una antena radial
instalada en la coronilla y que le dolería cada vez que hiciera algo que un
buen soldado no debe hacer jamás. La antena le daría además órdenes y le
proporcionaría música de tambores para marchar. Le dijeron que no sólo él, Unk,
sino también todos los demás tenían una antena así, incluidos los médicos, las
enfermeras y los generales de cuatro estrellas. Era un ejército muy
democrático, dijeron.
Unk
sospechó que era bueno que un ejército fuese así.
En
el hospital le dieron un pequeño ejemplo del dolor que le produciría la antena
si alguna vez hacía algo malo.
El
dolor era horrible.
Unk
se vio obligado a admitir que un soldado tenía que estar loco para no cumplir siempre
con su deber.
En
el hospital habían dicho que la regla más importante de todas era ésta: obedece
siempre una orden directa, sin un momento de vacilación.
Allí,
en formación, en la pista de hierro, Unk comprendió que tenía mucho que reaprender.
En el hospital no le habían enseñado todo lo que se podía saber sobre la vida.
En
la cabeza de Unk la antena dio de nuevo una señal de atención y la mente le
quedó en blanco. Luego la antena volvió a ordenarle descanso, luego de nuevo
firme, luego presentar armas, luego descanso de nuevo.
Empezó
a pensar otra vez. Tuvo otro atisbo del mundo que lo rodeaba.
La
vida era así, se dijo Unk cautelosamente: blancos y atisbos, y de vez en cuando
quizá ese terrible relámpago de dolor por haber hecho algo malo.
Una
pequeña luna baja se movió rápidamente en el cielo violeta. Unk no sabía por
qué, pero pensó que la luna se movía demasiado rápido. No parecía correcto. Y
el cielo, pensó, debería ser azul y no violeta.
Unk
sintió frío, también, y deseó que hiciera más calor. El frío interminable
parecía tan equivocado, tan injusto en cierto modo como la rápida luna y el
cielo violeta.
El
comandante de división de Unk hablaba ahora con el comandante del regimiento.
El comandante del regimiento de Unk se dirigió al comandante del batallón. El
comandante del batallón de Unk se dirigió al comandante de la compañía. El
comandante de la compañía de Unk se dirigió al jefe del pelotón, que era el
sargento Brackman.
Brackman
se acercó a Unk y le ordenó que marchara militarmente hasta el hombre sujeto a
la picota y lo estrangulara hasta matarlo.
Brackman
le dijo a Unk que era una orden directa. Entonces Unk la cumplió.
Caminó
hasta el hombre sujeto al poste. Caminó al ritmo de la musiquita seca de un tambor.
El sonido del tambor estaba realmente dentro de su cabeza, saliendo de la antena:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, plan.
Cuando
Unk llegó hasta el hombre en la picota, vaciló justo un segundo, porque el hombre
pelirrojo en la picota parecía muy desdichado. Entonces hubo una leve advertencia
dolorosa en la cabeza de Unk, como el primer arañazo de un torno de dentista.
Unk
apoyó los pulgares en la tráquea del hombre pelirrojo, y el dolor se detuvo en seco.
Unk no apretaba porque el hombre estaba tratando de decirle algo. Unk estaba desconcertado
por el silencio del hombre, y entonces comprendió que la antena del hombre
debía ordenarle silencio, así como las antenas ordenaban silencio a todos los soldados.
Heroicamente,
el hombre en la picota venciendo la voluntad de su antena, habló rápidamente,
retorciéndose.
—Unk...
Unk... Unk... —dijo, y los espasmos de la lucha entre su propia voluntad y la voluntad
de la antena le hacían repetir estúpidamente el nombre—. Piedra azul, Unk
— dijo—. Barraca doce... carta.
Unk
sintió de nuevo machacar en su cabeza la advertencia dolorosa. Unk estranguló
al hombre en la picota, apretó hasta que la cara del hombre se puso violeta y
se le salió afuera la lengua.
Unk
retrocedió, se puso en posición de firme, dio una elegante media vuelta y
volvió a su lugar en las filas, acompañado de nuevo por el tambor en su cabeza:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, plan.
El
sargento Brackman le hizo un gesto con la cabeza a Unk, y un guiño afectuoso.
De
nuevo los diez mil se pusieron en posición de firmes.
Horriblemente,
el hombre muerto en el poste luchó por llamar la atención, demasiado, arrastrando
las cadenas. Fracasó —no logró ser un perfecto soldado— no porque no quisiera
serlo, sino porque estaba muerto.
Ahora
la gran formación se dividió en sectores rectangulares. Caminaron, sin
pensarlo, cada uno con el sonido del tambor en la cabeza. Un observador no
hubiera oído nada salvo las pisadas de las botas.
Un
observador se hubiera quedado perplejo sin saber quién era el responsable,
porque hasta los generales se movían como marionetas, siguiendo el ritmo
estúpido del:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan.
¡Plan rataplán!
¡Plan rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, plan.
* Papi, abuelo, tío.
Fragmento de Las sirenas de Titán
Traducción
de Aurora Bernárdez
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