Derek Walcott
1.
Conocemos La Habana principalmente a través de sus fotografías. El gran exiliado, Guillermo Cabrera Infante, en sus recuerdos de la ciudad en Delito por bailar el chachachá, utiliza el tipo de imágenes que adoran los fotógrafos: encostradas, pompéyicas, el Technicolor citadino disuelto en blanco y negro, su poesía reducida a propaganda documental, sus graffiti a eslóganes socialistas, mientras que sus palmas abandonadas llevan ondeado el mismo estandarte de "Patria o Muerte" durante casi medio siglo.
Conocemos La Habana principalmente a través de sus fotografías. El gran exiliado, Guillermo Cabrera Infante, en sus recuerdos de la ciudad en Delito por bailar el chachachá, utiliza el tipo de imágenes que adoran los fotógrafos: encostradas, pompéyicas, el Technicolor citadino disuelto en blanco y negro, su poesía reducida a propaganda documental, sus graffiti a eslóganes socialistas, mientras que sus palmas abandonadas llevan ondeado el mismo estandarte de "Patria o Muerte" durante casi medio siglo.
1.
Pero la música de La Habana aún puede escucharse a través de columnas descascaradas, y sus danzantes folclóricos aún portan los llamativos trajes de las películas viejas de cuando Hollywood diseñó su estilo. Los rasgos de la ciudad se ruborizan con nostalgia como los de Gloria Swanson en Sunset Boulevard, sus chiquillos blanco y negro corren en una bruma como los niños mendigos en Larga es la noche, sus sombras se asemejan a las de Berlín Oriental, su tristeza es orquestada no por una cítara como en El tercer hombre, sino por el vibrante lamento de una guitarra.
La Habana, para el novelista, periodista, crítico y guionista Guillermo Cabrera Infante, es como una novela de misterio enmarcada en los cuarenta con arpegios de guitarra que disuelven la estasis y liberan memorias cual palomas elevándose al tamborileo estático e infeccioso en alabanza de deidades exiliadas, en la rumba, el changó y la santería. Mea Cuba, la colección de ensayos y reseñas de Cabrera Infante, publicada en Madrid en 1992 y en su país en 1994, está dedicada a un compañero de exilio, el gran director de fotografía Néstor Almendros.
Para el exiliado, la música de su
país debe ser la más dolorosa. Imaginen entonces a Cabrera Infante sorprendido
por un brillante estallido de música cubana proveniente de una soleada calle de
Londres. Nunca regresará a La Habana, ciudad que ha descrito con tan acre
afecto en sus trabajos anteriores: las novelas Tres tristes tigres, La
Habana para un infante difunto y Vista del amanecer en el
trópico, la monografía monolítica sobre puros, Puro humo, y la
prosa recopilada, Mea Cuba. El tema de que ningún exilio puede
desterrar, sin importar cuán prolongado, es una Habanera, un lamento sin
reconciliación que encierra la muerte de amigos, muchos por mano propia, las
traiciones inherentes en toda revolución y la sórdida banalidad, piensa Cabrera
Infante, en que se ha convertido la vida cubana.
En una dictadura sólo existe una autobiografía autorizada, la del dictador. Pero el exilio produce lo que estaba conceptualmente prohibido, el yo (the "I") que tiene una importancia mayor que el ojo (the "eye") vigilante. La colección autobiográfica de Cabrera Infante se llama Mea Cuba, sólo que Cuba no es suya, sino de Fidel Castro.
*
Cabrera Infante dejó Cuba el 3 de
octubre de 1965. Salió literalmente volando (en avión hacia Bélgica) y su huida
fue muy conmovedora. Su periodismo es consistente al narrar el horror y el
sufrimiento de la Cuba de Castro. En las piezas más extensas escribe con la
convicción de un novelista:
“Ahora, fuera de la funeraria,
después del pésame, al acercarse [el escritor Carlos] Franqui, conversar y
seguir luego hacia el edificio en luto, Gustavo [Arcos, el embajador cubano en
Bélgica] me aseguró que Franqui estaba loco. No supe qué quería decir...
Al día siguiente fui al
Ministerio a una consulta con el ministro Roa. Roa me dijo, después de pulir
sus zapatos en sus pantalones varias veces: "Chico, ¿qué opinas tú de
Arcos? ¿Es o no un borracho?" Le dije lo único que podía decirle: la
verdad. No, Arcos no era un borracho. Nunca lo había visto borracho. Bebía, sí,
de vez en cuando, un poco de vino con las comidas, que es una costumbre
europea. "Pero tú has vivido en la embajada", insistió Roa. Nunca lo
vi borracho. Ni una vez. Ni siquiera bebido o mareado. "Bueno", dijo
Roa, "me han informado mal".
Esto parece deberle mucho, en la
pureza de su repetición, a las primeras obras de ese cubano honorario, Ernest
Hemingway. "Me han informado mal" es también una línea de Casablanca,
cuando un personaje dice que ha venido a la ciudad desierta por las aguas.
En una tiranía política, nadie
sabe por qué crimen podría ser juzgado. A Guillermo Cabrera Infante, quien
traduce su propia obra al inglés, podría acusársele por sus puns [o
la inexacta traducción, retruécanos] implacables. "Silence, exile and
cunning" es el juramento bien profundo y bien conocido que hace Stephen
Dedalus al dejar su isla, Irlanda; pero Cabrera Infante, otro insular y
artesano, parece haber hecho un juramento casi opuesto al del héroe de Joyce:
"Loquacity, exile and punning." En Mea Cuba, llama a la
dictadura de la que huyó "Castroenteritis".
Incluso en su periodismo es un punster o
hacedor de retruécanos incorregiblemente cruel, como lo muestra una reseña de
dos diccionarios de cine, uno de Ephraim Katz, otro de David Thomson, cuyo
libro "has even more lives than Katz, but unlike Katz, Thomson is a killer
with a deus ex machine-gun". Las estocadas mentales y la risita que las
acompaña pueden hacernos sentir el enfado de Lear frente a su Bufón. "Paradise is only a pair of
dice." "Sent to Siberia on Iberia." "The Jews who engendered
the Wandering Jew, from among them rose Jewlysses." En Puro
humo, su libro sobre puros, escribe: "an everyday phoenix gone astray".
Los puns no son
como los de Finnegans Wake. No tienen varios planos ni un lenguaje
propio. Los puns no sólo se basan en la familiaridad de un
lenguaje, sino en algo cercano a su desprecio. Quizás incluso el autodesprecio
de la vergüenza inmigrante. Escribe Cabrera Infante:
“En otro lugar, en otro libro,
Borges habla, no sin razón, de cómo un sinónimo es tan sólo el intento de
cambiar las ideas con un mero cambio de sonido. Esto se lo imputa al español y
a los españoles, aunque esa pretensión, lo sé bien, ocurre en otras lenguas. (O
al menos en las tres lenguas que puedo leer sin mover los labios.)”
Cada oración contiene un eco, y
ese eco es hasta cierto punto un pun, pues su exactitud tiene un
tono y una función diferentes, aun cuando significa lo mismo; cada palabra
escrita tiene su sombra, y es en este territorio, borgesiano pero menos
literario y más cinemático, donde Cabrera Infante es tan divertido como
aterrador.
En un ensayo sobre el oportunismo del pintor Jacques-Louis David, Cabrera Infante escribe sobre la manera en que David retrata a Napoleón cuando "cruza los Alpes en fogoso corcel —lo cual en realidad fue una corta travesía en mula". La magnificación de mula a caballo mediante la ficción de la pintura es una suerte de pun. Esto puede ser tan cierto para el David de Cabrera Infante como lo es para García Márquez y su glorificación del Napoleón de la Sierra Maestra, Fidel Castro. Obscena como es la adulación, la han practicado poetas cortesanos, e incluso tribales, desde el nacimiento del poder.
*
A lo largo de su reportaje sobre
la Cuba de Castro, en nuestra lectura, existe un margen de temor, una sombra
paralela al texto afligido, la pista de un documental escrito donde los temas
se ven en blanco y negro. Por la honestidad de sus detalles, Mea Cuba es
de una importancia inestimable. Hay algunos escritores cuya mezcla de
periodismo y ficción contiene una excitación indistinguible: Hemingway,
Dickens, Naipaul, Greene y Cabrera Infante. El poder de la prosa periodística
de Cabrera Infante reside en que no es la disensión polémica, sino el sentido
común devastador lo que vuelve absurda a la autoridad. Su testimonio implacable
en contra del catequismo comunista —las pomposidades polisilábicas del
catecismo, su sintaxis concreta e inflexible— es más rico que la disensión de
Orwell en su talante humorístico, sus risitas de desacuerdo y su tono de
parodia continua, que me parece particularmente caribeña, aunque también
particularmente española en su picong, la palabra trinitaria para
sátira. Éste es el origen del insaciable gusto de Cabrera Infante por el pun.
La consecuencia es que enloquece a la pomposidad; la revolución no se toma en
serio, y tal irreverencia, como lo es en cualquier ortodoxia, incluida la
Iglesia Católica Romana, es una blasfemia que trae consecuencias infernales
—como el destierro.
Los padres de Cabrera Infante fueron fundadores del Partido Comunista Cubano. En la sala, junto a la efigie de Cristo, colgaba un retrato de Stalin. En la Cuba anterior a Castro, Cabrera Infante era editor, guionista y reseñista de cine. Si bien fue seguidor de la revolución y agregado cultural durante el régimen de Castro, su revista fue censurada, y luego cerrada por el gobierno. Al exiliarse, Cabrera Infante se volvió uno de los primeros y más sinceros críticos de Castro. En Londres, sostiene ser "el único escritor inglés que escribe en cubano". En 1997, el Ministerio Español de Cultura le otorgó el Premio Cervantes.
2.
Su libro más reciente, Delito
por bailar el chachachá, es un retrato multifacético de la ciudad que
abandonó hace tanto tiempo y un provocativo experimento estilístico. En el
prólogo, Cabrera Infante explica cómo debería abordarse la colección:
“Los tres cuentos de este libro
están hechos de recuerdos. Dos ocurren en el apogeo del bolero, el tercero
después de la caída en el abismo histórico. El tiempo es por supuesto diverso,
pero el espacio, la geografía (o si se quiere, la topografía: todos los caminos
conducen al amor) es la misma. Los personajes son intercambiables, pero en el
tercer cuento el hombre es más decisivo que la mujer en la única narración en
primera persona, que no lo parece. A pesar de que sus reflexiones —mirándose en
un espejo dialéctico— son todas literarias o referidas a un solo libro. La
ciudad es siempre la misma. ¿Tengo que decir que se llama La Habana?”
Las tres historias comienzan con
el mismo hombre y la misma mujer sin nombre, comiendo juntos en un restaurante
en La Habana de finales de los años cincuenta. Las tres están unidas por los
incorregibles puns de Cabrera Infante y sus agudas
descripciones cinemáticas. La primera y segunda historias, "En el gran
ecbó" y "Una mujer que se ahoga", son obviamente de una pieza,
pues comparten mucho del mismo diálogo y tocan mucho del mismo tema. Pero cada
una de las tres historias rompe sus premisas comunes para destacar aspectos muy
diferentes del hombre, la mujer y la ciudad.
Según Cabrera Infante, todas las artes aspiran a la condición de la música popular. De este modo, las tres historias están orquestadas en tres ritmos diferentes: "En el gran ecbó" a ritmo de santería, "Una mujer que se ahoga" de bolero, y "Delito por bailar el chachachá", por supuesto, de chachachá. Las tres historias tienen la simultaneidad de la pintura cubista, del mismo acontecimiento o imagen visto desde diferentes ángulos en el mismo instante, de una historia contada desde diferentes perspectivas, como en la película Rashomon, de Kurosawa, a la cual alude el hombre de "En el gran ecbó".
*
En la primera parte de "En
el gran ecbó", el ambiente de restaurante y el diálogo terso y formal
tienen la misma notación sutil de repetición y silencio que "Colinas como
elefantes blancos" de Hemingway. Es como si el hombre y la mujer, que al
parecer están discutiendo, fueran actores recitando oraciones que el escritor
les dio, con un eco tan efectivo como la expresión:
“—¿En qué piensas? —preguntó ella y su voz sonó curiosamente dulce, tranquila...
—No escampa.
—No —dijo él.
—¿Algo más? —dijo el camarero.
Él la miró.
—No gracias —dijo ella.
—Yo quiero un café y un tabaco.
—Bien —dijo el camarero.
—Ah, y la cuenta, por favor.
—Sí, señor.
—¿Vas a fumar?
—Sí —dijo él. Ella detestaba el tabaco.
—Lo haces a propósito.
—No, sabes que no. Lo hago porque me gusta.
—No es bueno hacer todo lo que a uno le gusta.
—A veces, sí.
—Y a veces, no.”
—No —dijo él.
—¿Algo más? —dijo el camarero.
Él la miró.
—No gracias —dijo ella.
—Yo quiero un café y un tabaco.
—Bien —dijo el camarero.
—Ah, y la cuenta, por favor.
—Sí, señor.
—¿Vas a fumar?
—Sí —dijo él. Ella detestaba el tabaco.
—Lo haces a propósito.
—No, sabes que no. Lo hago porque me gusta.
—No es bueno hacer todo lo que a uno le gusta.
—A veces, sí.
—Y a veces, no.”
La oblicuidad es como la tenue
música de un piano de salón. El metro de la conversación es como el tintineo de
la lluvia en el alero. Entonces la lluvia se vuelve un diluvio. La pareja se
levanta de su mesa con la orquestación del ahora torrencial aguacero. Salen del
restaurante. Tanto la narración como el diálogo conservan la sensación de
acertijo, de enigma, no para ellos, que saben quiénes son y qué están haciendo,
sino para nosotros, los lectores.
Tras un paseo en auto lleno de
referencias opacas a discusiones pasadas y causas de dolor, llegan al gran ecbó
del título de la historia, un ritual de santería africana que, con su espíritu
apasionado y frenético, representa un marcado contraste frente el exangüe
diálogo de restaurante de la pareja. A diferencia de la narración de la primera
escena, la ceremonia se describe en una prosa que imita el ritual mágico, que
se precipita sin puntuación alguna. Mientras observan a las personas
"atrapando el espíritu", siendo poseídas, el hombre informa a la
mujer que ella es incapaz de estremecerse de la misma manera: "Esto es
cosa de ignorantes. No para gente que ha leído a Ibsen y Chéjov y que se sabe a
Tennessee Williams de memoria, como tú."
Sus reacciones ante el ritual revelan mucho sobre la pareja: el hombre muestra su peor lado —cansado, arrogante, y racista— mientras que la mujer es hechizada.
Una anciana negra se acerca al hombre; quiere hablar con la mujer joven. Él observa cómo la mujer joven la escucha, viendo el suelo. Cuando regresa, él le pregunta: "¿Qué te ha dicho la negrita esa?" Ella lo miró con dureza. "La negrita esa, como tú dices, ha vivido mucho y sabe mucho y si te interesa enterarte, acaba de darme una lección."
El colorido de la historia
es el blanco y negro de una película de los cuarenta: la lluvia densa es gris,
los manteles en los restaurantes son blancos, como las camisas de los meseros
encima de sus pantalones negros, como el vestido de la mujer con su cabello
negro; e igual de blancas son las piedras del pequeño cementerio y los trajes
de los celebrantes de la santería y sus turbantes y velas blancas. Pero aquí la
inocencia no es blanca y radiante como Ingrid Bergman en Casablanca,
sino gris como la lluvia y ambiguamente pesada; el clima de la dictadura:
“—¿Por qué se visten de blanco? —preguntó ella.
—Están al servicio de Obbatalá, que es la diosa de lo inmaculado y puro.
—Entonces yo no puedo servir a Obbatalá —dijo ella, bromeando.”
El contagio es el tema de las
tres historias. Como los pilares de la ciudad, el amor en ella se siente
infectado, ligeramente febril, y en la tercera historia envenenado por la
desconfianza y la traición.
Como nos enteramos al final, la
mujer también es actriz; aquí hallamos otro nivel de irrealidad, de la
convención del artificio que incluye la ficción (la historia que se narra), el
amor (que vierte ilusión y fantasía) y el teatro (más convincente en su
sufrimiento que la realidad ordinaria).
"En el gran ecbó"
termina de vuelta en el auto del hombre, después de que la actriz, claramente
transformada por su encuentro con la anciana, insiste en irse. Después de
decirle al hombre que la lleve a casa, le regresa dos fotos: una de una mujer y
otra de un niñito con ojos enormes y solemnes, y sin sonrisa. ¿Es el niño la
víctima de su divorcio, o está muerto? La incertidumbre es perturbadora y el
final desolador. "Están mejor contigo", dice la mujer al tiempo que
entrega las fotos.
*
La segunda historia, "Una
mujer que se ahoga", comienza así:
“Llovía todavía. La lluvia
golpeaba incesante las viejas y cariadas fachadas y las columnas carcomidas por
el tiempo. Las casas parecían arcas flotando en un diluvio local. Una sola
pareja estaba a resguardo simplemente porque los dos se sentaban en el comedor
de un restaurante de moda.”
Comparemos esto con la primera
historia, que comienza así:
“Llovía. La lluvia caía con
estrépito por entre las columnas viejas y carcomidas. Estaban sentados y él
miraba el mantel.”
Es como si el autor de la primera
historia, tras haberla terminado, hubiera respirado profundamente, y comenzara
una nueva con un metro idéntico al de la primera, pero extendiéndose en el
ritmo y los detalles. Los detalles atmosféricos de "Las casas parecían
arcas flotando en un diluvio local" implican una nueva dirección: lo que
se dejó fuera ha sido restaurado, y esta nueva capacidad extensiva, este
espacio para una respiración más descriptiva alarga el diálogo y redefine a los
personajes. Lo terso, lo tácito se está volviendo repetitivo, redundante y, tal
vez en última instancia, barroco; es decir, pasamos de Hemingway a Faulkner.
De nuevo, en la primera historia: "Estaban sentados y él miraba el mantel." Y en la segunda: "El hombre miraba ahora el mantel blanco como si fuera estampado."
Estas variaciones de acordes, de
color, están sutilmente calculadas. La segunda historia se lee casi como una
reescritura, aunque no lo es; tiene un objetivo más profundo, cuestionar el
concepto de autoridad autoral, de verdad ficcional. Un cambio de tono hace el
diálogo más malhumorado; el hombre tiene la crueldad cansada, la malicia
sarcástica y autolacerante del escritor moribundo en "Las nieves del
Kilimanjaro". Pero el pun indestructible vuelve a
aparecer:
“—Vaya, vaya. Y mi madre que me predijo que terminaría
casándome con un hombre bajito y prieto que fumaría tabacos.
—Profética la anciana —dijo él—. Pero falló en su predicción: no nos hemos casado todavía.”
—Profética la anciana —dijo él—. Pero falló en su predicción: no nos hemos casado todavía.”
Todo en "Una mujer que se
ahoga" es un poco más maduro, se describe con mayor profusión:
“El humo de su habano surgió azul
como de esa pistola humeante con que el asesino acaba de disparar certero. La
víctima no había caído todavía, iba cayendo sin vida, caída como caen los
cuerpos muertos. Aun los buenos cuerpos. Mientras, frente a la iglesia
clausurada la lluvia azotaba los arbolitos indefensos y hacía pocetas en la
plaza...”
Además de estas variaciones más
sutiles en la descripción y el diálogo, "Una mujer que se ahoga"
omite el desenlace dramático del ritual de santería de "En el gran
ecbó". Aquí la pareja permanece en el restaurante durante toda la
historia, y su diálogo imita los boleros que salen del radio como fondo.
En cambio, el clímax de la historia llega con la narración que el hombre hace sobre una turista estadounidense que, haciendo caso omiso de las recomendaciones locales, insiste en salir de su hotel durante un aguacero y desaparece para siempre en una alcantarilla. La mujer está sentada en el borde de la silla durante toda la historia pero, luego de que su diálogo termina por convertirse en otra discusión, se levanta para hacer su propio "acto de desaparición" y deja el restaurante sola en la lluvia. Otro final desolador.
*
Cabrera Infante no es el primer
escritor en otorgar a la mitología popular del cine la autoridad e influencia
que tiene en la ficción, ni en aceptar y rendir homenaje a sus iconos como si
provinieran de una enciclopedia clásica. Joyce quería administrar una sala de
cine. Cabrera Infante escribió guiones cinematográficos y reseñó películas, y
la presencia de la cámara, no sólo su influencia, se nota en estas tres
historias. Bogart, Sydney Greenstreet y la Warner Brothers sustituyen la Mitología
de Bullfinch.
En La Habana para un infante difunto, el narrador recuerda:
“Fui al cine de día, asistí al
acto maravilloso de pasar del sol vertical de la tarde, cegador, a entrar al
teatro cegado para todo lo que no fuera la pantalla, el horizonte luminoso, mi
mirada volando como polilla a la fuente fascinante de luz.”
Escribe suponiendo que el lector
también es un fanático del cine, cuyos clásicos son un hecho en la educación
moderna, un fanático que no sólo conoce a las estrellas, sino también a los actores
secundarios. En La Habana para un infante difunto, compara al mejor
amigo de su padre en La Habana, un conductor de camión y comunista clandestino,
con William Demarest —comparación que convence al instante.
El villano de la tercera historia, que da título al libro, habría sido Sydney Greenstreet o su versión menor, Laird Cregar, con una malevolencia irascible, pero sin la afabilidad. "Delito por bailar el chachachá", a pesar de empezar con el mismo hombre y la misma mujer, está marcada por una desviación estilística y temática respecto de las dos primeras. Aquí la actriz es una presencia mucho menor, y deja al hombre casi de inmediato en el restaurante —esta vez en forma afectuosa, y sólo tras asegurarse de que estará esperándola cuando su obra termine. El resto de la historia es sólo del hombre y la narración lo refleja, pues cambia "de la tercera persona [de las dos primeras historias] a la primera", como lo explica Cabrera Infante en el epílogo. Como resultado de este cambio de perspectiva, el hombre muestra por fin simpatía —es más íntimo y robusto y menos opaco y reservado y, con una biografía específica, en cierta medida un doble del propio Cabrera Infante.
Luego de que la actriz se va, el
hombre pasa la mayor parte de la historia coqueteando con cada mujer hermosa
que entra, e imaginando cómo podría desposarla. Entre sueños, recibe visitantes
no deseados que se detienen en su mesa. En esta historia, La Habana es una
ciudad de comunismo y censura, y la narrativa se ocupa del clima político de
los primeros años del gobierno castrista en forma mucho más explícita que las
dos primeras. El primer visitante del hombre es un viejo conocido, un
alquiladizo abrasivo del partido que llama al narrador "Chakespeare"
e "intelertual burgués". El narrador no responde, pero, en uno
de los pasajes más poderosos y conmovedores del libro, piensa:
“Si fuera otra persona la que
enfrento le contaría mi vida en términos clasistas, que están de moda. Soy un
burgués que vivió en un pueblo... donde solamente el doce por ciento de la
población comía carne y este burgués estuvo entre ellos hasta los doce años que
emigró con su familia a la capital, subdesarrollado físico y espiritual y
social, con los dientes podridos, sin otra ropa que la puesta, con cajas de
cartón por maletas, que en La Habana vivió los diez años más importantes en la
vida de un hombre, la adolescencia, en una miserable cuartería, compartiendo
con padre, madre, hermano, dos tíos, una prima, la abuela (casi parece el
camarote de Groucho en Una noche en la ópera pero no era broma
entonces) y la visita ocasional del campo, todos en un cuarto por toda
habitación... que los libros en que estudió eran prestados o regalados... que
tuvo que renunciar a hacer una carrera universitaria porque la única salvación
familiar estaba en el trabajo peor pagado y más abrumador para alguien que
amaba la lectura: corrector de pruebas de un diario capitalista.”
Cuando por fin logra deshacerse
de este hombre, se encamina hacia él otro visitante, un comisario de cultura,
incluso menos grato que su predecesor. Al verlo, el narrador recuerda a
"Mark Twain, que dice que un banquero es alguien que presta un paraguas
cuando hay sol y lo reclama enseguida cuando hay mal tiempo. Pensé que nada se
parece tanto a un banquero como un comisario". Resulta que el narrador
edita un suplemento literario, acusado por el comisario de promover formas de
arte que florecieron bajo la influencia imperialista.
El chachachá del título aparece
en esta historia no como una danza en la que participan o que escuchan los
personajes, sino como un tema de discusión política. Dice el narrador a su
interlocutor:
“Pues bien, este baile popular,
hecho por el pueblo, para el pueblo, del pueblo... que suelta a los negros
mientras mueve a los blancos, tuvo su nacimiento alrededor de 1952, año fatal
en que Batista dio uno de sus tres golpes... Tú debes preguntarme ahora qué
quiero yo decir, para poder responderte que el chachachá, como el arte
abstracto, como la "literatura que nosotros hacemos", como la poesía
hermética, como el jazz, que todo arte es culpable. ¿Por qué? Porque Cuba es
socialista, ha sido declarada socialista por decreto, y en el socialismo el
hombre es siempre culpable.”
La historia acaba cuando otra
mujer hermosa entra al restaurante y el narrador piensa: "...ella era el
amor. ¿Tengo que decir que lo avasalló todo?"
*
Cada una de las historias es una
pequeña obra de arte perfectamente equilibrada. Pero por su candor, su amargura
ponzoñosa, la tercera es la más valiente en su sufrimiento. Si bien está
condensada, es completamente comprensiva, la profecía de un exilio venidero.
Sin embargo, el hecho es que la ficción sólo aparenta la verdad absoluta, que una historia, una vez escrita, es artificio inmediato, que el arte no puede separarse de la astucia (cunning). No es sólo la cuestión teatral en torno a qué es verdad y qué es pose en las historias de Cabrera Infante. Lo verdadero en la ficción es lo que interesa a la armonía de una historia, mientras que la verdad es otra cosa, es la indagación en un tribunal judicial y en el confesionario. Cada testigo cuenta una historia diferente, aun la que es verdadera, y dado que el escritor o narrador es simplemente otro testigo, puede haber tantas historias como testigos haya, y cada historia colocada junto a otra conservará sus imprecisiones, sus recuerdos contradictorios. Aquí el enigma no radica meramente en los testimonios contradictorios, como en Rashomon: es el enigma de toda la ficción, cuyas impresiones no contradictorias son como las de un objeto visto a través del ojo de una mosca y no a través de la lente única de una cámara.
Las contradicciones entre las
historias de Cabrera Infante son irritantes porque nos sentimos traicionados
tras depositar toda nuestra confianza en la primera oración de la primera
historia o capítulo, la primera y única versión que ha seducido nuestra fe;
pero la prosa de la segunda es igual de buena, incluso mejor por momentos, sin
ser una revisión y mejora de la primera. ¿Debería borrarse y olvidarse la
primera? ¿Debería escudriñarse en ambas historias para ver si mienten? Y si no
lo hacen, ¿existen entonces verdades múltiples en las dos o tres versiones?
Tampoco se trata meramente de cuestionar la autoridad, la vanidad de la
ficción. ¿Acaso el narrador puede ser acusado de mentir, de traicionar al
lector? Y si el narrador es el escritor y su ficción es un testimonio
contradictorio, entonces ¿qué pasa con su política?
Un poema, por su música, su metro y sus armonías silábicas, no podría ser acusado de semejante traición camaleónica. De serlo, tendría que cambiar su música y se convertiría en otro poema, en uno diferente. En este caso, la ficción permite que las tres historias juzguen todas las cualidades, excepto la verdad, y quizá sea ése el meollo de Cabrera Infante: para contar una historia se deben contar tres, no porque existan tres personajes principales, más un cuarto, él mismo, sino porque estas variaciones (que no orquestaciones) representan la búsqueda de la armonía no contradictoria que ofrece la poesía.
La poesía que ofrece la
ficción se encuentra en la incoherencia de la magia de la ceremonia africana en
la primera historia, donde la narrativa sucumbe ante el ritmo narcótico de los
tambores y los celebrantes de la santería:
“...y ahora el canto repercutía
en las paredes y se extendía olofi olofi sese maddie sese maddie por
todo el local y llegaba hasta dos muchachos negros con uniformes de pelotero y
que miraban y oían como si todo aquello les perteneciese pero no quisieran
recogerlo y a los demás espectadores y ahogaba el ruido de las botellas de
cerveza y los vasos en el bar del fondo y bajaba la escalinata que era la
gradería del estadio y saltaba por entre los charcos formados en el terreno de
pelota y avanzaba por el campo mojado...”
Pero también existe una poesía
que parece deberle mucho a Hemingway, no sólo a "Colinas como elefantes
blancos", sino también al hermoso y largo fragmento de "La España de
Miró" al final de "Muerte al atardecer".
La maestría de Cabrera Infante se nota igualmente cuando se traduce a sí mismo. En otro pasaje de la primera historia, traduce: "They ran to the car and they got in". El detalle está en la conjunción, el ritmo de las dos acciones separadas -no dice "they ran to the car and got in". La maestría radica en pequeñas pinceladas, en el asombro, es decir en la veracidad de lo insignificante.
“Corrieron hasta el auto y
entraron. Él sintió que le sofocaba la atmósfera dentro del pequeño automóvil.
Se ubicó con cuidado y encendió el motor. Pasaron y dejaron detrás las
estrechas, torcidas calles de La Habana Vieja, las casas viejas y hermosas,
algunas destruidas y convertidas en solares vacíos y asfaltados para parqueo,
los balcones de complicada labor de hierro, el enorme, sólido y hermoso
edificio de la aduana, el Muelle de la Luz y la Alameda de Paula, hecho un
pastiche implacable, y la iglesia de Paula, con su aspecto de templo romántico
a medio hacer y los trozos de muralla y el árbol que crecía sobre uno de ellos
y Tallapiedra y su olor a azufre y cosa corrompida y el Elevado y el castillo
de Atarés, que llegaba desde la lluvia, y el Paso Superior, gris, de hormigón,
denso, y el entramado de vías férreas, abajo, y de cables de alta tensión y
alambres telefónicos, arriba, y finalmente de la carrera abierta.”
En cada historia el hombre es
moralmente inerte y políticamente cínico, desconfiado, y su actitud es
experimentada y de cansancio, al tiempo que oculta su cobardía, una cobardía
descolorida tan blanca como el lino de los manteles o de los trajes de la
ceremonia africana de la que se burla.
Para mí, esta blancura contiene trajes de santería y de bautistas changó, de danzantes folclóricos, de hacendados en trajes de lino, de paredes y cementerios al lado del mar, la valentía del negro de la intensidad africana, y no el color de la cobardía, la espectral ceremonia de velas y altares —el presente conserva sus transparencias detrás de las cuales el blanco y negro de la impresión decimonónica, o la película en blanco y negro, conservan su contorno, y en muchos casos su textura, en el metro inalterable de las hojas de palma, monódicas y perdurables en la separación de las sílabas, incluso en su aceleración hacia ventarrones y huracanes; una geografía diferente requiere una estética diferente. Una ficción diferente. Tres ficciones diferentes. Estas canteras.
*
Casi medio siglo ha pasado desde
el exilio de Cabrera Infante. Su maligno enemigo aún gobierna Cuba y ya existe
una generación que no conoce otro gobierno. La barba negra de Fidel, emblema de
los días de guerrilla en la Sierra Maestra, se ha puesto blanca como una ladera
de los Alpes suizos, su caminar es trémulo y su público se quedó sin aliento al
verlo tambalearse ante el micrófono recientemente. Ha sobrevivido asesinatos e
invasiones, y sobrevivirá al desprecio implacable de Cabrera Infante. O tal vez
no, pues la colérica hermosura de las tres hermosas historias que conforman
este libro es más permanente que cualquier régimen.
Como solía decirse en Cuba: Nacer aquí es una fiesta innombrable. Tal vez aún se dice, pero su más grande exiliado escribe:
“Si bien perdí un país, gané
nuevos lectores. Ser cubano es ser nacido en Cuba. Ser cubano es ir con Cuba a
todas partes. Ser cubano es llevar a Cuba dentro como una música inaudita, como
una visión insólita que nos sabemos de memoria”.
Traducción de Adriana Santoveña
Tomado de Letras Libres, abril
2005
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