jueves, 29 de enero de 2015

Góngora, Einstein y los chinos




Alfonso Reyes


Hoy no sobresalta a nadie la afirmación de que el cerebro humano puede aprender a pensar “de otro modo”. Y aunque acaso nunca lo había establecido la filosofía tan categóricamente como en las palabras de Bergson, estos sabios de la media calle —los viajeros—, contrastando de pueblo en pueblo hábitos y noticias, hace mucho ya que lo sabían.
No era ello una novedad para los misioneros que se entraban por las selvas de América, esforzándose por vaciar en los moldes del cristianismo el contenido mental, que por todas partes los desbordaba, de la teología indígena, y tratando de ajustar a la cabeza de sus catecúmenos el casco de acero de la religión importada.
No lo era para los aventureros que arriesgaron por primera vez la vuelta al mundo, y fueron a dar, en las escalas de oriente, con unos sistemas de razonar que apenas les parecían gobernados por la razón, y con una visión de las cosas que todavía hoy, si nos asomamos a ella desprevenidos, casi nos provoca los vértigos de un abismo de locura y de frenesí.
Tampoco lo ha sido para los investigadores de esos viejos pueblos llamados primitivos, pueblos que, en su aislamiento, perpetúan extrañas maneras de entender la vida y la conducta. Ejemplo expresivo el de los griegos, con quienes nos creemos tan familiarizados: ¿tenían ellos la misma representación del color que podemos llamar moderna? William Gladstone se espanta de la escasez y vaguedad cromática de la Ilíada y de la Odisea, donde parecen predominar el blanco y el negro, y donde las designaciones del color son, a veces, tan desconcertantes, que el físico William Pole acabó por creer que Homero era daltoniano, y no ciego como la leyenda lo hace. No nos cabría entonces más consuelo que la seguridad de que también las abejas, obreras pacientes de la miel, padecen —al decir de los especialistas— la limitación llamada dicromática. 1
La exactitud, de que el espíritu occidental se precia tanto, más bien era cosa despreciada por los chinos clásicos. Pero la exactitud misma ¿es una ajustada descripción de la naturaleza y de los fenómenos sensibles, o es sólo una abstracción en el sentido en que lo es la geometría euclidiana?
El sacerdote inglés Arthur H. Smith no se cansaba de advertir que la falta de unidad en las conmensuraciones era una característica de la mente china, y hasta “una fuente de placer” para aquellos hombres remotos. Yo me figuro que los dos teléfonos diferentes de la ciudad de México deben de producir al turista un desconcierto semejante.
Por todas partes le salían al paso al Dr. Smith las diferencias entre la ideación europea y la asiática. Y lo que más le asombraba era cierto desconocimiento general de las relaciones de causación:
—¿Por qué se habrá caído esta teja? —preguntaba.
—Porque se ha caído —le contestaban, seguros de haberle dado una explicación suficiente.
—Me dijiste ayer que vendrías a verme. ¿Por qué faltaste?
Y la respuesta: —Porque falté.
Como en el ejército chino la altura de la clavícula es un dato esencial, y el soldado “está completo sin la cabeza”, un hombre que había servido en las filas no podía convencerse de que su talla fuera otra que la medida de los hombros abajo. Un labriego que vivía a 45 li de la ciudad pretendía habitar a una distancia no menor de 90 li, porque para él todo viaje tenía que ser un viaje redondo, de ida y vuelta.
Puede asegurarse que hay intuiciones de metageometría en estas posibles inexactitudes. Una de las rutas mandarinas más importantes era computada en 193 li de norte a sur, y en sólo 190 de sur a norte, porque en un sentido se andaba cuesta arriba, y cuesta abajo en el otro. De suerte que la dificultad y el esfuerzo alteran el concepto de la pura y simple dimensión. Aquí no hay Euclides que valga.
Aquí el continuo espaciotiempo, novedad de nuestra geometría einsteiniana, se siente y se respira en el aire. Aquí se da ya el caso que preveía el poeta Maeterlinck —incorregible aficionado a la ciencia— cuando aseguraba que la “cuarta dimensión” ronda ya la sensibilidad de los hombres, se insinúa en ella poco a poco, y un día acabará por parecer evidente.
¡Qué lejos estamos del modo de pensar que hasta hoy se ha considerado propio del occidente! Góngora —en cuyo sistema poético hay una contextura matemática que está todavía por estudiar, una cierta facilidad para el logogrifo aritmético y para ese malabarismo algebraico que se llama “sustitución de incógnitas”— pone así la corona a Euclides: “Desde Sansueña a París, / dijo un medidor de tierras / que no había un paso más / que de París a Sansueña.” Quiere decir, conforme a la geometría de ayer y reduciendo el caso a su última instancia, que entre dos puntos determinados sólo se puede trazar una recta, y que la recta es el camino más corto entre dos puntos. Pero he aquí que en la naturaleza las cosas se dan en especie más complicada; he aquí que hoy la física —o la filosofía natural— ha llegado a la conclusión de que la geometría euclidiana sólo es defendible prácticamente hasta donde lo era la noción de la tierra plana entre los antiguos: porque sirve y basta para las pequeñas cosas diarias, porque basta y sirve para andar por casa. En la superficie plana —concepto abstracto— la recta es el camino más corto.
Pero en la superficie de curvatura variable —lo único que el fenómeno natural nos ofrece— hay que abandonar la recta, que ha perdido todas sus propiedades, y hay que optar por la “geodésica”, que viene a heredarla y a ser el camino más corto.
Todo punto material en libertad camina siempre, en el universo, por el atajo de la geodésica, conforme al principio de economía, de Fermat, tan válido en física como en biología y psicología. Y todos los marinos saben que, entre Lisboa y Nueva York, la senda más breve, en virtud de la redondez terrestre, no es una recta, sino una curva; y ni siquiera la curva trazada hacia el oeste directamente sobre un paralelo, sino una curva algo torcida hacia al noroeste.
Después de todo, la geodésica no es más que el misterioso “intervalo” de Einstein —único dato rígido en este su universo elástico—; y la recta sólo viene a ser un caso privilegiado de la geodésica, un caso protegido, un producto aséptico. 2


1 C. Villalobos Domínguez, “Los colores que veían los griegos”, en Nosotros, Buenos Aires, V-1930.
2 ¿No he oído decir que el mismo “intervalo” se ha rendido, último reducto de la geometría clásica? —1940.


Este artículo apareció en El Nacional en 1939 y fue recogido en Los trabajos y los días, Tomo IX, O.C.  





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